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—Y quizá se manifiesten una vez más —dijo Athor, sombrío—. Proporcionándonos la prueba de los fuegos de las épocas pasadas.

Beenay le miró.

—¿Así que cree usted en las enseñanzas de los apóstoles, señor?

La afirmación de Beenay le pareció a Athor casi como una acusación directa de locura. Transcurrió un momento antes de que pudiera responder.

Pero al fin lo hizo, con una voz tan calmada como le fue posible.

—¿Creerlas? No. No, en absoluto. Pero me interesan, Beenay. Me siento horrorizado incluso ante la necesidad de plantear esta cuestión, pero, ¿y si los Apóstoles tuvieran razón? Tenemos claras indicaciones ahora de que la Oscuridad se produce sobre este planeta a intervalos de exactamente 2.049 años, los mismos que ellos mencionan en su Libro de las Revelaciones. Sheerin, aquí, dice que el mundo se volverá loco si eso ocurre, y tenemos las pruebas de Siferra de que una pequeña sección del mundo, al menos, se volvió loca, una y otra vez, y sus casas fueron barridas por el fuego, a esos mismos intervalos de 2.049 años que no dejan de aparecer.

—¿Qué sugiere usted, entonces? —preguntó Beenay—. ¿Que nos unamos a los Apóstoles?

Athor tuvo que reprimir de nuevo la ira.

—No, Beenay. ¡Simplemente que examinemos sus creencias, y veamos qué tipo de uso podemos hacer de ellas!

—¿Uso? —exclamaron Sheerin y Siferra, casi al unísono.

—¡Sí! ¡Uso! —Athor anudó sus grandes y huesudas manos y giró en redondo para enfrentarse a todos—. ¿No ven ustedes que la supervivencia de la civilización humana puede depender enteramente de nosotros cuatro? La cosa se reduce a eso, ¿no? Por melodramático que suene, nosotros cuatro nos hallamos en posesión de lo que empieza a parecer como una prueba incontrovertible de que el fin del mundo está a punto de caer sobre nosotros. La Oscuridad universal que traerá consigo la locura universal, una conflagración mundial, nuestras ciudades en llamas, nuestra sociedad despedazada. Pero existe un grupo que ha estado prediciendo, sobre la base de quién sabe qué pruebas, exactamente la misma calamidad…, y ha precisado el año, el día incluso.

—El 19 de theptar —murmuró Beenay.

—Sí, el 19 de theptar. El día que en sólo Dovim brillará en el cielo… y, si estamos en lo cierto, llegará Kalgash Dos, y saldrá de su invisibilidad para llenar nuestro cielo y bloquear toda luz. Ese día, nos dicen los Apóstoles, el fuego envolverá nuestras ciudades. ¿Cómo lo saben? ¿Una suposición afortunada? ¿Mero mito al azar?

—Algo de lo que dicen no tiene sentido en absoluto —señaló Beenay—. Por ejemplo, dicen que aparecerán Estrellas en el cielo. ¿Qué son las Estrellas? ¿De dónde aparecerán?

Athor se encogió de hombros.

—No tengo la menor idea. Esa parte de las enseñanzas de los Apóstoles puede ser muy bien algún tipo de fábula. Pero parecen tener alguna especie de registros de pasados eclipses, a partir de los cuales han elaborado sus actuales y lóbregas predicciones. Necesitamos saber más sobre esos registros.

—¿Por qué nosotros? —preguntó Beenay.

—Porque nosotros, como científicos, podemos servir como líderes, figuras de autoridad, en la lucha por salvar la civilización que se abre ante nosotros —dijo Athor—. Sólo si es dada a conocer la naturaleza del peligro aquí y ahora tendrá la sociedad alguna posibilidad de protegerse contra lo que va a ocurrir. Pero, tal como están las cosas, sólo los crédulos y los ignorantes prestan atención a los Apóstoles. La gente más inteligente y racional los mira de la misma forma que nosotros…, como chiflados, como estúpidos, como locos, quizá como estafadores. Lo que necesitamos hacer es persuadir a los Apóstoles de que compartan sus datos astronómicos y arqueológicos, si es que tienen alguno, con nosotros. Y luego hacerlos públicos. Revelar nuestros hallazgos, y respaldarlos con el material que recibamos, si lo recibimos, de los Apóstoles. En esencia, formar una alianza con ellos contra el caos que tanto nosotros como ellos creemos que se avecina. De esa forma podremos conseguir la atención de todos los estratos de la sociedad, desde los más crédulos a los más críticos.

—¿Así que sugiere usted que dejemos de ser científicos y entremos en el mundo de la política? —preguntó Siferra—. No me gusta. Éste no es en absoluto nuestro trabajo. Voto por entregar todo nuestro material al Gobierno y dejar que sean ellos…

—¡El Gobierno! —bufó Beenay.

—Beenay tiene razón —dijo Sheerin—. Sé cómo es la gente del Gobierno. Formarán un comité, y finalmente emitirán un informe, y archivarán el informe en alguna parte, y luego más tarde formarán otro comité para que investigue qué fue lo que descubrió el primer comité, y luego votarán, y… No, no tenemos tiempo para todo eso. Nuestro deber es hablar nosotros mismos. Sé de primera mano lo que la Oscuridad hace a las mentes de la gente. Athor y Beenay tienen pruebas matemáticas de que la Oscuridad llegará pronto. Usted, Siferra, ha visto lo que la Oscuridad ha hecho a pasadas civilizaciones.

—Pero, ¿nos atreveremos a ir en busca de los Apóstoles? —preguntó Beenay—. ¿No será peligroso para nuestra reputación y nuestra responsabilidad científica tener algo que ver con ellos?

—Un buen punto —dijo Siferra—. ¡Tenemos que mantenernos alejados de ellos!

Athor frunció el ceño.

—Quizá tengan razón. Puede que resulte ingenuo por mi parte sugerir que formemos cualquier tipo de asociación de trabajo con esa gente. Retiro la sugerencia.

—Espere —dijo Beenay—. Tengo un amigo, tú le conoces, Sheerin, es el periodista Theremon, que ya está en contacto con alguien de alto nivel entre los Apóstoles. Él puede arreglar una reunión secreta entre Athor y ese Apóstol. Usted puede sondear a los Apóstoles, señor, y ver si saben algo que valga la pena, sólo a fin de obtener más pruebas confirmadoras para nosotros, y siempre podemos negar que la reunión tuvo lugar, si resulta que no tienen nada que nos interese.

—Es una posibilidad —admitió Athor—. Por desagradable que parezca, estoy dispuesto a reunirme con ellos. ¿Supongo, entonces, que nadie tiene fundamentalmente nada en contra de mi sugerencia básica? ¿Están de acuerdo conmigo en que es esencial que nosotros cuatro emprendamos alguna acción en respuesta a lo que hemos descubierto?

—Ahora sí —dijo Beenay, mirando a Sheerin—. Sigo convencido de poder sobrevivir a la Oscuridad por mí mismo. Pero todo lo que se ha dicho aquí hoy me conduce a darme cuenta de que muchos otros no. Ni la civilización como tal…, a menos que hagamos algo.

Athor asintió.

—Muy bien. Habla con tu amigo Theremon. Con cautela, sin embargo. Ya sabes cuál es mi opinión respecto a la Prensa. Los periodistas no me gustan mucho más que los Apóstoles. Pero da a entender muy cautelosamente a tu Theremon que me gustaría reunirme en privado con ese Apóstol conocido suyo.

—Lo haré, señor.

—Usted, Sheerin: reúna toda la literatura que pueda encontrar referente a los efectos de la exposición a una Oscuridad prolongada, y déjeme echarle un vistazo.

—No hay ningún problema, doctor.

—Y usted, Siferra…, ¿puedo obtener un informe, capaz de ser entendido por cualquier profano, sobre su excavación de Thombo? Incluyendo todas las pruebas que pueda proporcionar referentes a este asunto de las conflagraciones repetitivas.

—Parte de él aún no está preparado, doctor Athor. Material del que no he hablado hoy.

La frente de Athor se frunció.

—¿Qué quiere decir?

—Tablillas de arcilla con inscripciones —dijo la arqueóloga—. Fueron halladas en el tercer y quinto niveles contando desde arriba. El doctor Mudrin está intentando la muy difícil tarea de traducir las inscripciones. Su opinión preliminar es que se trata de algún tipo de advertencia sacerdotal sobre el inminente fuego.