Con la voz temblando con una apenas controlada emoción, Athor dijo:
—Exhibe usted una maldita osadía, señor, viniendo aquí esta tarde. Me sorprende que se atreva a mostrarse entre nosotros.
En un rincón de la habitación, Beenay se pasó nervioso la lengua por los labios e intervino con voz trémula:
—Bueno, señor, después de todo…
—¿Tú le invitaste a entrar? ¿Cuándo sabías que había prohibido expresamente…?
—Señor, yo…
—Fue la doctora Siferra —dijo Theremon—. Ella me pidió encarecidamente que viniera. Estoy aquí invitado por ella.
—¿Siferra? ¿Siferra? Dudo mucho eso. Ella me dijo hace tan sólo unas semanas que cree que es usted un loco irresponsable. Habló de usted del modo más duro posible. —Athor miró a su alrededor—. Por cierto, ¿dónde está? Se suponía que debía estar aquí, ¿no? —No hubo ninguna respuesta. Athor se volvió a Beenay y dijo—: Tú eres el que ha dejado entrar a este periodista, Beenay. Me siento absolutamente asombrado de que hayas hecho algo así. Éste no es el momento para insubordinaciones. El observatorio está cerrado a los periodistas esta tarde. Y está cerrado indefinidamente para este periodista en particular. Sácalo de aquí de inmediato.
—Director Athor —dijo Theremon—, si me permite tan sólo explicar que mis razones para…
—No creo, joven, que nada de lo que usted pueda decir ahora haga mucho por contrarrestar sus insufribles columnas diarias de estos últimos dos meses. Ha lanzado usted una enorme campaña periodística contra los esfuerzos de mis colegas y de mí mismo de organizar el mundo contra la amenaza que está a punto de abrumarnos. Ha hecho usted todo lo posible con sus ataques personales para conseguir que el personal de este observatorio se convierta en un objeto de ridículo.
Alzó el ejemplar del Crónica de Ciudad de Saro de encima de la mesa y lo agitó furioso hacia Theremon.
—Incluso una persona de su bien conocido atrevimiento hubiera debido vacilar antes de acudir a mí con la petición de que se le permitiera cubrir los acontecimientos de hoy para su periódico. De entre todos los periodistas…, ¡usted!
Athor lanzó el periódico al suelo, caminó hasta la ventana y cruzó las manos a su espalda.
—Tiene que marcharse de inmediato —restalló por encima del hombro—. Beenay, sácalo de aquí.
A Athor le pulsaba la cabeza. Sabía que era importante mantener su ira bajo control. No podía permitirse dejar que nada le distrajera del enorme y cataclísmico acontecimiento que estaba a punto de producirse.
Miró lúgubremente el horizonte de los tejados de Ciudad de Saro y se forzó a volver a la calma, tanta calma como era capaz de conseguir aquella tarde.
Onos descendía hacia el horizonte. Dentro de poco se desvanecería en las distantes brumas. Athor observó su descenso.
Sabía que nunca volvería a verlo como un hombre cuerdo.
El frío brillo blanco de Sitha era visible también, bajo en el cielo, muy al otro lado de la ciudad, en el otro extremo del horizonte. El gemelo de Sitha, Tano, no se veía por ninguna parte…, ya se había puesto y ahora se deslizaba por el cielo del hemisferio opuesto, que pronto estaría gozando del extraordinario fenómeno de un día de cinco soles…, y el propio Sitha se estaba desvaneciendo rápidamente de la vista. Dentro de unos momentos él también desaparecería.
Detrás de él oyó susurrar a Beenay y Theremon.
—¿Todavía está aquí ese hombre? —preguntó ominosamente.
—Señor —dijo Beenay—, creo que debería escuchar usted lo que tiene que decirle.
—¿Eso crees? ¿Crees que debo escucharle? —Athor giró en redondo y sus ojos brillaron feroces—. Oh, no, Beenay. ¡No, él será el que me va a escuchar a mí! —Se volvió perentoriamente hacia el periodista, que no había hecho ningún gesto de marcharse—. ¡Venga aquí, joven! Voy a proporcionarle su artículo.
Theremon avanzó lentamente hacia él.
Athor hizo un gesto hacia el otro lado de la ventana.
—Sitha está a punto de ponerse…, no, ya lo ha hecho. Onos desaparecerá también, dentro de un momento o dos. De todos los seis soles, sólo Dovim quedará en el cielo. ¿Lo ve?
No era necesario formular la pregunta. La enana roja que era el sol parecía más pequeña que de costumbre esta tarde, más pequeña de lo que había parecido a lo largo de décadas. Pero estaba casi en el cenit, y su rojiza luz caía sobre ellos de una forma pasmosa, inundando el paisaje con una extraordinaria iluminación rojo sangre a medida que los brillantes rayos del poniente Onos morían.
Athor alzó el rostro teñido de rojo a la luz de Dovim.
—Dentro de tan sólo cuatro horas —dijo—, la civilización, tal como la conocemos, llegará a su fin. Lo hará porque, como usted puede ver, Dovim será el único sol en el cielo. —Entrecerró los ojos, miró hacia el horizonte. El último parpadeo amarillo de Onos desapareció en aquel momento—. ¡Ya lo tenemos! ¡Dovim está solo! Nos quedan cuatro horas hasta el final de todo. ¡Imprima eso! Pero no habrá nadie para leerlo.
—Pero, ¿y si resulta que pasan las cuatro horas…, y otras cuatro horas…, y no ocurre nada? —preguntó Theremon con voz suave.
—No deje que eso le preocupe. Ocurrirán muchas cosas, se lo aseguro.
—Quizá. Pero, ¿y si no ocurren?
Athor luchó contra su creciente ira.
—Si no se marcha usted, señor, y Beenay se niega a conducirle fuera, entonces llamaré a los guardias de la universidad y… No. En la última tarde de la civilización, no permitiré descortesías aquí. Tiene usted cinco minutos, joven, para decir lo que ha venido a decir. Al final de ese tiempo, o bien aceptaré que se quede para presenciar el eclipse, o abandonará usted este lugar por voluntad propia. ¿Ha comprendido?
Theremon vaciló apenas un momento.
—Es justo.
Athor sacó el reloj de su bolsillo.
—Cinco minutos, entonces.
—¡Bien! De acuerdo, primera cosa: ¿Qué diferencia significará el que me permita usted o no ser testigo presencial de lo que ocurra? Si su predicción resulta cierta, mi presencia no importará en absoluto…, el mundo terminará, no habrá periódicos mañana, no seré capaz de dañar su reputación de ninguna manera. Por otra parte, ¿y si no hay ningún eclipse? Su gente se verá sometida a un ridículo como el mundo jamás habrá conocido otro. ¿No cree usted que sería juicioso dejar ese ridículo en manos amigas?
Athor bufó.
—¿Se refiere usted a sus manos?
—¡Por supuesto! —Theremon se dejó caer casualmente en la más confortable de las sillas de la habitación y cruzó las piernas—. Puede que mis columnas hayan sido un poco rudas a veces, se lo admito, pero he dejado que su gente tuviera el beneficio de la duda siempre que me ha sido posible. Después de todo, Beenay es amigo mío. Él fue quien primero me dio un atisbo de lo que estaba ocurriendo aquí, y puede que recuerde usted que al principio me mostré completamente favorable a su investigación. Pero…, le pregunto, doctor Athor: ¿Cómo puede usted, uno de los más grandes científicos de toda la historia, volver su espalda al conocimiento de que este siglo es una época de triunfo de la razón sobre la superstición, de los hechos sobre la fantasía, del conocimiento sobre el ciego miedo? Los Apóstoles de la Llama son un anacronismo absurdo. El Libro de las Revelaciones es una enlodada masa de estupideces. Todo el mundo inteligente, todo el mundo moderno, sabe eso. Y así la gente se siente irritada, incluso encolerizada, de que los científicos cambien de bando y nos digan que esos cultistas están predicando la verdad. Ellos…
—Nada de eso, joven —interrumpió Athor—. Si bien algunos de nuestros datos nos han sido proporcionados por los Apóstoles, nuestros resultados no contienen nada del misticismo de los Apóstoles. Los hechos son hechos, y no se puede negar que las llamadas «estupideces» de los Apóstoles contienen ciertos hechos tras ellas. Hemos descubierto esto con hondo pesar, puedo asegurárselo. Pero nos hemos burlado de su mitologización y hemos hecho todo lo que hemos podido por separar sus genuinas advertencias del inminente desastre de su absolutamente ridículo e insostenible programa de transformar y «reformar» la sociedad. Le aseguro que los Apóstoles nos odian ahora más que usted.