En verdad, se dio cuenta —por improbable que fuera, por incómoda que la hiciera sentirse—, en cierto modo la atraía. ¿Una atracción de polos opuestos?, pensó. Sí, sí, ésa era una forma bastante exacta de decirlo. Pero no enteramente. Debajo de las diferencias superficiales, sabía Siferra, tenía más cosas en común con Theremon de las que estaba dispuesta a admitir.
Miró intranquila hacia la ventana.
—Se está haciendo oscuro ahí fuera —dijo—. Más oscuro de lo que nunca había visto antes.
—¿Asustada? — preguntó Theremon.
—¿De la Oscuridad? No, realmente no. Pero estoy asustada de lo que va a ocurrir después de ella. Usted también debería de estarlo.
—Lo que va a ocurrir después —dijo él— es la salida de Onos, y supongo que Trey y Patru brillarán también, y todo volverá a ser como era antes.
—Suena usted muy seguro de ello.
Theremon se echó a reír.
—Onos ha salido cada mañana de mi vida. ¿Por qué no debería estar seguro de que lo hará mañana?
Siferra agitó la cabeza. El hombre empezaba a irritarla de nuevo con su testarudez. Resultaba difícil de creer que hacía unos momentos se había estado diciendo a sí misma que lo hallaba atractivo.
—Onos saldrá mañana —dijo fríamente—. Y contemplará una escena de devastación que una persona de su limitada imaginación es evidentemente incapaz de anticipar.
—¿Todo presa del fuego, quiere decir? ¿Y todo el mundo vagando de un lado para otro, balbuceando y farfullando mientras la ciudad arde?
—Las pruebas arqueológicas indican…
—Fuegos, sí. Holocaustos repetidos. Pero sólo en un pequeño emplazamiento, a miles de kilómetros de aquí y a miles de años de distancia en el pasado. —Los ojos de Theremon llamearon con repentina vitalidad—. ¿Y dónde están sus pruebas arqueológicas de los estallidos de locura masiva? ¿Extrapola usted a partir de todos esos fuegos? ¿Cómo puede estar segura de que ésos no fueron fuegos puramente rituales, encendidos por hombres y mujeres perfectamente cuerdos con la esperanza de que trajeran a los soles de vuelta y desvanecieran la Oscuridad? ¿Fuegos que se les escaparon cada vez de las manos y causaron unos daños mayores de los calculados, cierto, pero que de ninguna forma pueden relacionarse a un deterioro mental por parte de la población?
Ella le miró llanamente.
—Hay pruebas arqueológicas de eso también. Del extenso deterioro mental, quiero decir.
—¿De veras?
—Los textos de las tablillas. Que hemos terminado de descifrar esta misma mañana de acuerdo con los datos filológicos proporcionados por los Apóstoles de la Llama…
Theremon se echó a reír a carcajadas.
—¡Los Apóstoles de la Llama! ¡Maravilloso! ¡Así que usted es un Apóstol también! Qué vergüenza, Siferra. Una mujer con una figura como la suya, y a partir de ahora tendrá que ocultarse dentro de uno de esos horribles hábitos informes…
—¡Oh! —exclamó ella, refrenando un enrojecido estallido de furia y odio—. ¿No sabe hacer usted ninguna otra cosa excepto burlarse? ¿Tan convencido está de su propia rectitud que incluso cuando está mirando directamente la verdad todo lo que puede hacer es dejar escapar alguna lamentable broma de mal gusto? Oh…, usted…, es imposible…
Giró en redondo y se encaminó rápidamente hacia el otro extremo de la habitación.
—Siferra… Siferra, espere…
Ella le ignoró. Su corazón latía con furia. Se daba cuenta ahora de que había sido un terrible error haber invitado a alguien como Theremon a estar allí la tarde del eclipse. Un error, de hecho, haber tenido incluso nada que ver con él. Era culpa de Beenay, pensó. Todo era culpa de Beenay.
Al fin y al cabo, era Beenay quien le había presentado a Theremon, aquel día en el club de la facultad, hacía varios meses. Al parecer el periodista y el joven astrónomo se conocían desde hacía tiempo, y Theremon consultaba regularmente a Beenay sobre asuntos científicos que eran noticia.
Lo que era noticia justo entonces era la predicción de Mondior 71 de que el mundo terminaría el 19 de theptar…, que por aquel entonces estaba aproximadamente a un año en el futuro. Por supuesto, nadie en la universidad tenía a Mondior y a sus Apóstoles en ningún tipo de consideración, pero fue aproximadamente en el mismo momento cuando vino Beenay con sus observaciones de las aparentes irregularidades en la órbita de Kalgash, y Siferra informó de sus hallazgos de incendios a intervalos de 2.000 años en la Colina de Thombo. Ambos descubrimientos, por supuesto, tenían la desalentadora cualidad de reforzar la plausibilidad de las creencias de los Apóstoles.
Theremon había parecido saberlo todo acerca del trabajo de Siferra en Thombo. Cuando el periodista entró en el club de la facultad — Siferra y Beenay estaban ya allí, aunque no a causa de ninguna cita preestablecida—, Beenay simplemente tuvo que decir:
—Theremon, ésta es mi amiga la doctora Siferra, del Departamento de Arqueología.
Y Theremon respondió al instante:
—Oh, sí. Los poblados quemados uno encima del otro en esa antigua colina.
Siferra sonrió fríamente.
—¿Ha oído hablar de eso?
—Beenay me ha contado algo, sí. Por supuesto, me dijo que no podía publicar nada al respecto. ¡Fascinante! ¡Absolutamente fascinante! ¿Cuál es la edad del inferior, diría usted? ¿Cincuenta mil años?
—Más bien doce o catorce —rectificó Siferra—. Lo cual es inmensamente viejo, cuando uno considera que Beklimot…, ¿conoce Beklimot, ¿verdad?…, que Beklimot tiene tan sólo veinte siglos de antigüedad, y hasta ahora se ha pensado que era el asentamiento más antiguo en Kalgash. Tiene intención de escribir algo acerca de mis hallazgos, ¿verdad?
—En realidad, no era ésa mi intención. Le repito, le di a Beenay mi palabra. Además, parecía un poco abstracto para los lectores del Crónica, un poco remoto para sus preocupaciones cotidianas. Pero ahora creo que hay una auténtica historia ahí. Si estuviera dispuesta usted a fijar una cita conmigo y proporcionarme los detalles…
—Prefiero que no — dijo Siferra con rapidez.
—¿El qué? ¿Fijar una cita? ¿O proporcionarme los detalles?
Su rápida y descarada respuesta le dio a toda la conversación una nueva luz para ella. Vio, con ligera irritación y leve sorpresa, que el periodista se mostraba de hecho atraído por ella. Entonces se dio cuenta, pensando en los últimos minutos, que Theremon debía de haberse estado preguntando todo el tiempo si había algo romántico entre ella y Beenay, puesto que los había encontrado a los dos sentados juntos en el club. Y al fin había decidido que no había nada, y de este modo se había decidido a ofrecer ese primer avance, ligeramente como un flirteo.
Bueno, ése era su problema, pensó Siferra.
Ella dijo, en un tono deliberadamente neutraclass="underline"
—Todavía no he publicado mi trabajo en Thombo en las revistas científicas. Sería mejor que no apareciera nada en la Prensa general hasta que haya salido en la especializada.
—Entiendo. Pero, si le prometo que retendré el material hasta que usted lo haya hecho público, ¿estará dispuesta a proporcionarme su material con la anticipación suficiente?
—Bueno, yo…
Miró a Beenay. ¿Qué valía la promesa de un periodista después de todo?