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Beenay dijo:

—Puedes confiar en Theremon. Ya te lo he dicho: es tan honorable como el que más, en lo que a su trabajo se refiere.

—Lo cual no es decir mucho —señaló Theremon, y se echó a reír—. Pero soy lo bastante consciente como para no quebrantar mi palabra en un asunto de prioridad científica de publicación. Si yo lanzara las campanas al vuelo sobre su historia, Beenay se ocuparía inmediatamente de que mi nombre se convirtiera en lodo en toda la universidad. Y dependo de mis contactos en la universidad para algunas de mis más interesantes columnas. Así que, ¿puedo contar con una entrevista con usted? ¿Digamos, pasado mañana?

Así fue como empezó.

Theremon fue muy persuasivo. Finalmente ella aceptó comer con él, y lentamente, arteramente, él le fue sacando todos los detalles de la excavación de Thombo. Después lo lamentó: esperó ver una estúpida y sensacional columna en el Crónica al día siguiente…, pero Theremon mantuvo su palabra y no publicó nada acerca de ella. Sin embargo, le pidió ver su laboratorio. De nuevo cedió ella, y él inspeccionó los mapas, las fotografías, las muestras de cenizas. Hizo algunas preguntas inteligentes.

—Ahora va a escribir sobre todo, ¿verdad? —preguntó nerviosamente ella—. Ahora que ya lo ha visto todo.

—Le prometí que no lo haría. Y hablaba en serio. Aunque, en el momento en que usted me diga que ha arreglado las cosas para publicar sus hallazgos en uno de los periódicos científicos, me consideraré libre de contarlo todo apenas aparezcan. ¿Qué diría usted de cenar juntos en el Club de los Seis Soles mañana por la tarde?

—Bueno, yo…

—¿O pasado mañana?

Siferra raras veces iba a lugares como los Seis Soles. Odiaba proporcionar a alguien la falsa impresión de que estaba interesada en los enredos sociales.

Pero no resultaba fácil decirle no a Theremon. Gentilmente, alegremente, hábilmente, él maniobró hasta situarla en una posición en la que no pudo eludir una cita…, para dentro de diez días. Bueno, ¿y qué?, se dijo. Era un hombre atractivo. Podía aprovechar un cambio de ritmo del intenso agobio de su trabajo. Se reunió con él en los Seis Soles, donde todo el mundo parecía conocerle. Tomaron unas copas, cenaron, un espléndido vino de la provincia Thamiana. Él llevó la conversación hacia este lado y aquel otro, muy hábilmente: un poco acerca de la vida de ella, su fascinación por la arqueología, sus excavaciones en Beklimot. Descubrió que ella no se había casado nunca y nunca se había interesado en hacerlo. Hablaron de los Apóstoles, de sus locas profecías, de la sorprendente relación de sus hallazgos en Thombo con las afirmaciones de Mondior. Todo lo que él dijo estuvo lleno de tacto, percepción, interés. Se mostró muy encantador…, y también muy manipulador, pensó.

Al final de la velada le preguntó —gentilmente, alegremente, hábilmente— si podía acompañarla a casa. Pero ella trazó el límite allí.

Él no pareció turbado. Simplemente le pidió volver a verla.

Salieron dos o tres veces más después de eso, a lo largo de un período de quizá dos meses. El esquema fue el mismo cada vez: cena en algún lugar elegante, una conversación bien llevada, al final una delicadamente construida invitación para que ella pasara con él el período de sueño. Siferra le cortó cada vez con la misma habilidad y delicadeza. Se estaba convirtiendo en un juego agradable, en una alegre y despreocupada persecución. Se preguntó cuánto tiempo duraría. Ella no sentía ningún interés en particular en irse a la cama con él, pero lo extraño era que ya no sentía tampoco ningún interés en particular en no irse a la cama con él. Había pasado mucho tiempo desde que se había sentido de aquel modo con relación a un hombre.

Entonces vino la primera de la serie de columnas en el periódico en las cuales él denunció las teorías del observatorio, cuestionó la cordura de Athor, comparó la predicción de los científicos del eclipse con los locos desvaríos de los Apóstoles de la Llama.

Siferra no lo creyó, al principio. ¿Era aquello una especie de broma? ¿El amigo de Beenay —su amigo ahora, por cierto—, atacándoles de aquella forma tan inmoral?

Transcurrieron un par de meses. Los ataques continuaron. Ella no supo nada de Theremon.

Finalmente, no pudo seguir en silencio más tiempo. Le llamó a la oficina del periódico.

—¡Siferra! ¡Qué delicia! Lo crea o no, iba a llamarla esta misma tarde, para pedirle si estaba interesada en ir a…

—No lo estoy —dijo ella—. Theremon, ¿qué está haciendo?

—¿Haciendo?

—Esas columnas acerca de Athor y el observatorio.

Hubo un silencio durante un largo momento al otro lado de la línea.

Luego él dijo:

—Ah. Está usted trastornada.

—¿Trastornada? ¡Estoy lívida!

—Cree que he sido un poco duro. Mire, Siferra, cuando uno escribe para un público amplio de gente ordinaria, parte de ella muy ordinaria, hay que poner las cosas en términos de blanco y negro o correr el riesgo de no ser entendido. No puedo decir simplemente que creo que Athor y Beenay están equivocados. Tengo que decir que están locos. ¿Me sigue?

—¿Desde cuándo cree usted que están equivocados? ¿Sabe Beenay eso?

—Bueno…

—Lleva usted cubriendo la historia desde hace meses. Ahora ha dado de pronto un giro de ciento ochenta grados. Escuchándole, uno pensaría que todo el mundo en el campus es un discípulo de Mondior y que además todos estamos chiflados. Si necesitaba encontrar usted a alguien que fuera el blanco de sus chistes baratos, ¿no podía haber buscado en alguna otra parte que no fuese la universidad?

—No son chistes, Siferra —dijo Theremon en voz baja.

—Entonces, ¿cree realmente en lo que está escribiendo?

—Sí. Honestamente, sí. No va a haber ningún cataclismo, eso es lo que pienso. Y aquí está Athor tirando del timbre de alarma contra incendios en un teatro atestado. Con mis chistes baratos, con mis aguijoneos aquí y allá a base de un poco de humor benévolo, intento decirle a la gente que no tienen que tomarlo necesariamente en serio…, que no deben dejarse llevar por el pánico, que no deben alarmarse…

—¿Qué? —exclamó ella—. ¡Pero va a haber fuego, Theremon! Y está jugando usted a un juego peligroso con el bienestar de todo el mundo con sus burlas. Escúcheme: he visto las cenizas de los incendios anteriores, incendios de miles de años de antigüedad. Sé lo que va a ocurrir. Llegarán las Llamas. No tengo la menor duda al respecto. Usted ha visto también las pruebas. Y para usted tomar la posición que está tomando ahora es la cosa más destructiva imaginable que puede hacer, Theremon. Es algo cruel y estúpido y odioso. Y absolutamente irresponsable.

—Siferra…

—Creí que era usted un hombre inteligente. Ahora veo que es exactamente como todos los demás de ahí fuera.

—Sifer…

Cortó la comunicación.

Y la mantuvo cortada, negándose a devolver ninguna de sus llamadas, hasta sólo unas pocas semanas antes del día fatídico.

A principios del mes de theptar, Theremon llamó una vez más, y Siferra se encontró al otro lado de la línea antes de saber quién era.

—No cuelgue —dijo él rápidamente—. Concédame sólo un minuto.

—Prefiero que no.

—Escuche, Siferra. Puede odiarme todo lo que quiera, pero quiero que sepa esto: no soy cruel ni estoy loco.

—¿Quién ha dicho que lo fuera?

—Usted lo dijo, hace meses, la última vez que hablamos. Pero no es así. Todo lo que he escrito en mi columna acerca del eclipse ha figurado allí porque yo creo en ello.

—Entonces está usted loco. O es estúpido, al menos. Lo cual puede ser ligeramente distinto, pero en absoluto mejor.