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—He examinado las pruebas. Creo que su gente ha estado saltando precipitadamente a conclusiones.

—Bueno, todos sabremos quién tiene razón el próximo diecinueve, ¿no? —dijo ella con frialdad.

—Desearía poder creerla, porque usted y Beenay y el resto de ustedes son unas personas tan espléndidas, tan obviamente dedicadas y brillantes y todo lo demás. Pero no puedo. Soy escéptico por naturaleza. Lo he sido toda mi vida. No puedo aceptar ningún tipo de dogma que otra gente intente venderme. Es un fallo serio de mi carácter, supongo…, me hace parecer frívolo. Quizá sea frívolo. Pero al menos soy honesto. Simplemente no creo que haya un eclipse, o locura, o incendios.

—Esto no es un dogma, Theremon. Es una hipótesis.

—Eso es jugar con las palabras. Lamento si lo que he escrito la ha ofendido, pero no puedo evitarlo, Siferra.

Ella guardó silencio unos instantes. Algo en su voz la había emocionado de una forma extraña. Finalmente dijo:

—Dogma, hipótesis, lo que sea, va a ser probado dentro de pocas semanas. Estaré en el observatorio la tarde del diecinueve. Puede venir allí también, y veremos quién de los dos tiene razón.

—Pero, ¿no se lo ha dicho Beenay? ¡Athor me ha declarado persona non grata en el observatorio!

—¿Eso le ha detenido alguna vez?

—Se niega incluso a hablar conmigo. ¿Sabe?, tengo una proposición que hacerle, algo que podría serle de gran ayuda después del diecinueve, cuando todo este tremendo montaje falle en un aullante anticlímax y el mundo empiece a gritar pidiendo su piel, pero Beenay dice que no hay ninguna posibilidad en absoluto de que hable conmigo, y menos aún de que me deje estar allí esa tarde.

—Venga como invitado mío. Mi cita —dijo ella ácidamente—. Athor estará demasiado ocupado como para que le importe. Quiero que esté usted en la misma habitación que yo cuando el cielo se vuelva negro y empiecen los fuegos. Quiero ver la expresión de su rostro. Quiero ver si tiene usted tanta experiencia en disculparse como la tiene en la seducción, Theremon.

22

Eso había sido hacía tres semanas. Ahora, huyendo furiosa de Theremon, Siferra se apresuró hacia el otro extremo de la habitación y vio a Athor, de pie solo, examinando un conjunto de copias de impresora de ordenador. Estaba girando tristemente las páginas una y otra vez, como si esperara hallar enterrada en algún lugar en medio de las densas columnas una forma de suspender la ejecución del mundo. Entonces alzó la vista y la vio.

El color volvió al rostro de Siferra.

—Doctor Athor, creo que debo pedirle perdón por invitar a ese hombre a que estuviera aquí esta tarde, después de todo lo que ha dicho acerca de nosotros, acerca de usted, acerca de… —Sacudió la cabeza—. Pensé genuinamente que sería instructivo para él hallarse entre nosotros, cuando…, cuando…, bueno, estaba equivocada. Es aún más superficial y estúpido de lo que había imaginado. Nunca hubiera debido decirle que viniera.

Athor dijo débilmente:

—Eso apenas tiene importancia ahora, ¿no? Mientras se mantenga fuera de mi camino, no me importa el que esté aquí o no. Unas cuantas horas más, y luego nada significará ninguna diferencia. —Señaló a través de la ventana, hacia el cielo—. ¡Tan oscuro! ¡Tan tan oscuro! Y, sin embargo, no tan oscuro como será dentro de poco. Me pregunto dónde están Faro y Yimot. No los ha visto usted, ¿verdad? ¿No? Cuando entró, doctora Siferra, dijo que se había producido un problema de último minuto en su oficina. Espero que no fuese nada serio.

—Las tablillas de Thombo han desaparecido —dijo ella.

¿Desaparecido?

—Estaban en la caja fuerte de los artefactos, por supuesto. Justo antes de salir para venir aquí, el doctor Mudrin vino a verme. Iba camino del Refugio, pero deseaba comprobar una última cosa en su traducción, una nueva noción que se le había ocurrido. Así que abrimos la caja fuerte y…, nada. Desaparecidas, las seis. Tenemos copias, naturalmente. Pero de todos modos…, los originales, los auténticos objetos antiguos…

—¿Cómo puede haber ocurrido esto? — preguntó Athor.

Siferra dijo amargamente:

—¿No resulta obvio? Los Apóstoles las han robado. Probablemente para usarlas como alguna especie de talismanes sagrados, después de…, de que la Oscuridad haya caído sobre nosotros y hecho su trabajo.

—¿Hay algún indicio?

—No soy detective, doctor Athor. No hay prueba alguna que signifique nada para mí. Pero han tenido que ser los Apóstoles. Las han deseado desde que supieron que las teníamos. ¡Oh, desearía no haberles dicho nunca ni una palabra sobre ellas! ¡Desearía no haber mencionado esas tablillas a nadie!

Athor la tomó por las manos.

—No debe mostrarse tan trastornada, muchacha.

¡Muchacha! Le miró con ojos llameantes, asombrada. ¡Nadie la había llamado así en veinticinco años! Pero se tragó su furia. Después de todo, él era viejo. Y sólo intentaba ser amable.

—Dejemos que se las queden, Siferra —dijo Athor—. Ahora no significan ninguna diferencia. Gracias a ese hombre de aquí, nada significa ninguna diferencia, ¿no?

Ella se encogió de hombros.

—Sigo odiando el pensamiento de que algún ladrón con hábitos de Apóstol ha estado husmeando por mi oficina…, forzando mi caja fuerte, cogiendo cosas que yo había puesto al descubierto con mis propias manos. Es casi como una violación de mi cuerpo. ¿Puede comprenderlo, doctor Athor? Haber sido despojada de esas tablillas…, es casi como una violación sexual.

—Sé lo trastornada que se siente —dijo Athor, en un tono que indicaba que en realidad no comprendía nada en absoluto—. Mire…, mire ahí. ¡Qué brillante está Dovim esta tarde! Y, dentro de poco, qué oscuro se volverá todo.

Siferra consiguió esbozar una vaga sonrisa y se alejó de él. La gente iba de un lado para otro a todo su alrededor, comprobando esto, discutiendo aquello, corriendo a la ventana, señalando, murmurando. De tanto en tanto alguien entraba precipitadamente con algún nuevo dato de la cúpula del telescopio.

Se sentía como una completa extraña entre aquellos astrónomos. Y absolutamente débil, absolutamente desamparada. Algo del fatalismo de Athor debe de haberse infiltrado en mí, pensó.

El hombre parecía tan deprimido, tan perdido. No era en absoluto propio de él ser de ese modo.

Deseaba recordarle que no era el mundo lo que terminaría aquella tarde, que era sólo el actual ciclo de civilización. Volverían a reconstruir. Aquellos que se hubieran ocultado seguirían adelante y lo empezarían todo de nuevo, como había ocurrido una docena de veces antes —o veinte, o un centenar— desde el inicio de la civilización en Kalgash.

Pero el que ella le dijera eso a Athor probablemente no le produciría más bien que el que él le dijera que no se preocupara por la pérdida de las tablillas. Él había esperado que todo el mundo se preparara contra la catástrofe. Y en vez de ello sólo una pequeña fracción había prestado algo de atención a la advertencia. Sólo aquellos pocos que habían ido al Refugio de la universidad, o a cualquier otro refugio que pudiera haberse habilitado en otras partes…

Beenay se acercó a ella.

—¿Qué es eso que he oído de Athor? ¿Las tablillas han desaparecido?

—Desaparecido, sí. Robadas. Sabía que nunca hubiera debido permitirme tener ningún tipo de contacto con los Apóstoles.

—¿Crees que ellos las robaron?

—Estoy segura —dijo ella amargamente—. Apenas la existencia de las tablillas de Thombo se convirtió en algo del dominio público me hicieron saber que tenían información que podía serme de utilidad. Lo que deseaban era un acuerdo similar al que había efectuado Athor con ese sumo sacerdote o lo que fuera: Folimun 66. «Hemos conservado nuestro conocimiento del antiguo lenguaje —me dijo Folimun—. El lenguaje hablado en el Año de Gracia anterior.» Y al parecer era cierto…, textos de algún tipo, diccionarios, alfabetos de la antigua escritura, quizá muchas más cosas.