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—¿Que Athor consiguió obtener de ellos?

—Parte al menos. Lo suficiente, de todos modos, como para determinar que los Apóstoles poseían genuinos registros astronómicos del anterior eclipse…, lo suficiente, dijo Athor, como para probar que el mundo había pasado por un cataclismo así al menos una vez antes.

Athor, siguió contándole a Beenay, que le había proporcionado copias de los pocos fragmentos de textos astronómicos que había recibido de Folimun, y ella se los había mostrado a Mudrin. El cual, por supuesto, los había hallado valiosísimos para su traducción de las tablillas. Pero Siferra se había negado a compartir sus tablillas con los Apóstoles, al menos no en sus condiciones. Los Apóstoles afirmaban hallarse en posesión de una clave para la escritura de las tablillas más primitivas, y quizá fuera cierto. Folimun había insistido, sin embargo, en que ella le proporcionara las auténticas tablillas para ser copiadas y traducidas, en vez de entregarle él a ella el material descodificador que tenía. No aceptaría copias del texto de las tablillas. Tenían que ser los artefactos originales, o no había trato.

—Pero tú trazaste aquí tu límite —dijo Beenay.

—De una forma absoluta. Las tablillas no debían abandonar la universidad. Denos a nosotros la clave textual, le dije a Folimun, y nosotros le proporcionaremos copias de los textos de las tablillas. Luego cada uno intentará una traducción.

Pero Folimun se había negado. Las copias de los textos no le eran de ninguna utilidad, puesto que podían ser rechazadas con mucha facilidad como falsificaciones. En cuanto a entregarle a ella sus propios documentos, no, absolutamente no. Lo que ellos poseían, dijo, era material sagrado, que sólo estaba disponible para los Apóstoles. Si se le entregaban a él las tablillas, les proporcionaría traducciones de todas ellas. Pero ningún extraño iba a echar una mirada a los textos que ya se hallaban en su posesión.

—En realidad me sentí tentada a unirme a los Apóstoles por un momento —dijo Siferra—, sólo para tener acceso a la clave.

—¿Tú? ¿Una Apóstol?

—Sólo para conseguir su material textual. Pero la idea me repelía. Rechacé a Folimun. —Y Mudrin tuvo que seguir tanteando con sus traducciones sin la ayuda de cuál fuese el material que tenían los Apóstoles. Resultaba claro que las tablillas parecían hablar realmente de alguna terrible condenación que los dioses habían arrojado sobre el mundo…, pero las traducciones de Mudrin era tentativas, vacilantes, escasas.

Bueno, ahora los Apóstoles tenían las tablillas de todos modos, eso era lo más probable. Y resultaba difícil de aceptar. En el caos que se avecinaba, no dejarían de agitar esas tablillas a su alrededor — las tablillas de ella, como una prueba más de su sabiduría y santidad.

—Lamento que tus tablillas han desaparecido, Siferra —dijo Beenay—. Pero quizá todavía haya una posibilidad de que los Apóstoles no las hayan robado. Que aparezcan en alguna parte.

—No cuento con eso —dijo Siferra. Y sonrió pesarosa, y se volvió para contemplar el cada vez más oscuro cielo.

Lo mejor que podía hacer para consolarse era adoptar el punto de vista de Athor: que el mundo terminaría dentro de poco de todos modos, y nada importaba ya mucho. Pero era un triste consuelo. Luchó interiormente contra ese abogado de la desesperación. Lo importante era seguir pensando en el día de pasado mañana…, en la supervivencia, la reconstrucción, la lucha y la realización. No servía de nada hundirse en el desaliento como Athor, aceptar la caída de la humanidad, encogerse de hombros y abandonar toda esperanza.

Una aguda voz de tenor interrumpió bruscamente sus sombrías meditaciones.

—¡Hola, todo el mundo! ¡Hola, hola, hola!

—¡Sheerin! —exclamó Beenay—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Las regordetas mejillas del recién llegado se expandieron en una sonrisa complacida.

—¿Qué es esta atmósfera propia de depósito de cadáveres aquí dentro? Supongo que nadie habrá perdido el valor todavía.

Athor se sobresaltó, consternado, y dijo irritadamente:

—Sí, ¿qué hace usted aquí, Sheerin? Pensé que iba a quedarse en el Refugio.

Sheerin se echó a reír y dejó caer su rechoncha figura en una silla.

—¡Maldito sea el Refugio! El lugar me aburría. Quería estar aquí, donde las cosas están calientes. ¿Acaso no creen que también siento mi cuota de curiosidad? Después de todo, hice el trayecto del Túnel del Misterio. Puedo sobrevivir a otra dosis de Oscuridad. Y quiero ver esas Estrellas de las que los Apóstoles no han dejado de hablar. —Se frotó las manos y añadió, en un tono más sobrio—: Está helando fuera. Los vientos son suficientes como para que te cuelguen carámbanos de la nariz. Dovim no parece proporcionar ningún calor en absoluto, a la distancia a la que se halla esta tarde.

El director de pelo blanco rechinó los dientes en repentina exasperación.

—¿Por qué se ha salido de su camino para hacer una locura como ésta, Sheerin? ¿Qué tipo de bien puede hacer aquí?

—¿Qué tipo de bien puedo hacer en ninguna otra parte? —Sheerin abrió las manos en un gesto de cómica resignación—. Un psicólogo no vale una maldita mierda en el Santuario. No ahora. No hay nada que pueda hacer por ellos. Están todos cómodos y seguros, encerrados bajo tierra, sin nada de lo que preocuparse.

—¿Y si una multitud lo asalta durante la Oscuridad?

Sheerin se echó a reír.

—Dudo mucho que nadie que no sepa dónde está la entrada sea capaz de hallar el Santuario ni a plena luz del día, y no digamos cuando los soles hayan desaparecido. Pero si lo consiguen, bueno, lo que necesitarán entonces serán hombres de acción para defenderles. ¿Yo? Soy cincuenta kilos demasiado pesado para eso. Así que, ¿por qué debería agazaparme ahí abajo con ellos? Prefiero estar aquí.

Siferra sintió que su espíritu se elevaba al oír las palabras de Sheerin. Ella también había decidido pasar la tarde de Oscuridad en el observatorio antes que en el Refugio. Quizá fuese mera jactancia, tal vez estúpido exceso de confianza, pero estaba segura de que podría resistir las horas del eclipse e incluso la llegada de las Estrellas, si había algo de verdad en esa parte del mito y conservar su cordura. Y, así, había decidido no perderse la experiencia.

Ahora parecía que Sheerin, que no era ningún modelo de valentía, había adoptado el mismo enfoque. Lo cual podía significar que había decidido que el impacto de la Oscuridad no sería tan abrumador después de todo, pese a las hoscas predicciones que había estado haciendo durante meses. Había oído sus historias sobre el Túnel del Misterio y los estragos que había provocado, incluso en el propio Sheerin. Sin embargo, ahí estaba. Debía de haber llegado a la conclusión de que la gente, alguna al menos, demostraría ser en definitiva mucho más resistente de lo que había esperado antes.

O tal vez sólo se estaba volviendo temerario. Quizá prefería perder la razón en un rápido estallido aquella tarde, pensó Siferra, que seguir cuerdo y tener que enfrentarse con los innumerables y quizás insuperables problemas de los difíciles tiempos que se avecinaban…

No. No. Estaba cayendo de nuevo en un morboso pesimismo. Apartó el pensamiento de su cabeza.

—¡Sheerin! —Era Theremon, que cruzaba la habitación para saludar al psicólogo—. ¿Me recuerda? ¿Theremon 762?