Выбрать главу

Algunos de los de este tipo, sin duda, habían sido criminales desde un principio. La visión de la sociedad derrumbándose a su alrededor los había liberado de toda atadura. Pero otros, sospechaba Theremon, habían sido gente bastante plácida hasta que sus mentes se vieron hechas pedazos por las Estrellas. Entonces, de pronto, descubrieron que todas las inhibiciones de la vida civilizada huían de ellos. Olvidaron las reglas que habían hecho posible esa vida civilizada. Eran de nuevo como niños pequeños, asociales, preocupados sólo por sus propias necesidades…, pero tenían la fuerza de adultos y la fuerza de voluntad de los profundamente desequilibrados.

Lo que había que hacer, si uno quería sobrevivir, era evitar a los que uno sabía que estaban letalmente locos, o lo sospechaba. Lo que había que desear era que se mataran los unos a los otros dentro de los primeros días, dejando así el mundo seguro para los menos depredadores.

Theremon había tenido tres encuentros con locos de este terrible tipo en los primeros dos días. El primero, un hombre larguirucho con una extraña sonrisa diabólica que daba saltos al lado de un arroyo que Theremon deseaba cruzar, pidió que el periodista le pagara un peaje por pasar.

—Digamos tus zapatos. ¿O qué te parece tu reloj de pulsera?

—¿Qué le parece a usted apartarse de mi camino? —sugirió Theremon, y el hombre se puso frenético.

Agarró una estaca que Theremon no había visto hasta aquel momento, rugió alguna especie de grito de guerra, y cargó contra él. No había tiempo para tomar ninguna acción evasiva. Lo mejor que pudo hacer Theremon fue agacharse mientras el otro hombre hacia girar en un molinete su estaca con una horrible fuerza contra su cabeza.

Oyó la madera pasar silbando junto al oído y fallar por escasos centímetros. Golpeó el árbol que tenía detrás, astillándolo con su tremenda fuerza…, una fuerza tan grande que el impacto viajó a lo largo del brazo del hombre, y éste jadeó de dolor mientras la estaca caía de sus dedos bruscamente entumecidos.

Theremon estuvo encima de él en un instante: agarró el brazo herido del hombre y lo alzó secamente con despiadada fuerza, haciendo que su atacante lanzara un gruñido agónico y se doblara y cayera gimiendo de rodillas. Theremon lo empujó por la espalda hacia abajo hasta que su rostro estuvo metido en el arroyo, y lo mantuvo allí. Y lo mantuvo allí. Y lo mantuvo allí.

Qué sencillo sería, pensó maravillado, simplemente mantenerlo allí con la cabeza bajo el agua hasta que se ahogara.

Una parte de su mente argumentaba realmente en favor de ello. Podría haberte matado sin siquiera pensárselo. Líbrate de él. De otro modo, ¿qué harás cuando lo sueltes? ¿Luchar de nuevo con él? ¿Y si te sigue por todo el bosque en busca de revancha? Ahógalo ahora, Theremon. Ahógalo.

Era una poderosa tentación. Pero sólo un segmento de la mente de Theremon estaba dispuesto a adaptarse tan fácilmente a la nueva moralidad de la jungla en que se había convertido el mundo. El resto de él retrocedía ante la idea; y al fin soltó al hombre y se echó hacia atrás. Recogió la caída estaca y aguardó.

Sin embargo, todo deseo de lucha parecía haber desaparecido del otro ahora. Tosiendo y jadeando, se levantó del arroyo con el agua chorreando de su boca y nariz y se sentó temblando junto a la orilla, estremecido, atragantándose y luchando por respirar. Miró hosca y temerosamente a Theremon, pero no hizo ningún intento de levantarse, y mucho menos de reanudar la pelea.

Theremon lo rodeó, cruzó el arroyo de un salto y desapareció en el bosque con rapidez.

Las implicaciones de lo que casi había hecho no le golpearon plenamente hasta unos diez minutos más tarde. Entonces se detuvo de pronto, en medio de un estallido de sudor y náusea, y fue barrido por un feroz ataque de vómito que lo sacudió de una forma tan salvaje que pasó mucho tiempo antes de que pudiera levantarse.

Después, aquella misma tarde, se dio cuenta de que sus vagabundeos lo habían conducido directamente al borde del bosque. Cuando miró entre los árboles vio una carretera —totalmente desierta— y, en el extremo más alejado de la carretera, las ruinas de un alto edificio de ladrillo de pie en medio de una amplia plaza.

Reconoció el edificio. Era el Panteón, La Catedral de Todos los Dioses.

No quedaba mucho de él. Cruzó la carretera y miró, incrédulo. Parecía como si se hubiera iniciado un incendio en el corazón mismo del edificio —¿qué habían estado haciendo, usar los bancos para hacer astillas?—, para ascender directamente por la estrecha torre encima del altar, prendiendo en las vigas de madera. Toda la torre se había derrumbado, arrastrando consigo las paredes. Los ladrillos estaban esparcidos por toda la plaza. Vio que emergían cuerpos entre los restos.

Theremon nunca había sido un hombre particularmente religioso. No conocía a nadie que lo fuera. Como todo el mundo, decía cosas como «¡Dios mío!» o «¡Dioses!» o «¡Grandes dioses!» para dar énfasis, pero la idea de que pudiera haber realmente un dios, o varios dioses, o lo que fuera que afirmara el sistema de creencias vigente en aquel momento, siempre le había parecido irrelevante para la forma en que vivía su vida. La religión le parecía algo medieval, peculiar y arcaico. De tanto en tanto acudía a una iglesia para asistir a la boda de un amigo —que era tan no creyente como él, por supuesto— o para cubrir algún rito oficial en su calidad de periodista, pero nunca había entrado en ningún tipo de edificio sagrado con propósitos religiosos desde su propia confirmación, cuando tenía diez años.

De todos modos, la visión de la catedral en ruinas lo alteró profundamente. Había asistido a su inauguración, hacía una docena de años, cuando era un joven periodista. Sabía los muchos millones de créditos que había costado el edificio; se había maravillado ante las espléndidas obras de arte que contenía; se había emocionado ante la maravillosa música del Himno a los dioses de Ghissimal cuando resonó por la gran sala. Ni siquiera él, que no creía en lo sagrado, pudo evitar el sentir que, si había algún lugar en Kalgash donde los dioses estuvieran realmente presentes, tenía que ser aquél.

¡Y los dioses habían permitido que el edificio fuese destruido de aquel modo! ¡Los dioses habían enviado las Estrellas, sabiendo que la locura que seguiría destruiría incluso su propio Panteón!

¿Qué significaba eso? ¿Qué decía eso acerca de lo incognoscible e insondable de los dioses…, suponiendo que existieran?

Nadie podría reconstruir nunca aquella catedral, sabía Theremon. Nadie volvería a ser nunca como había sido.

—Ayuda —llamó una voz.

Aquel débil sonido interrumpió las meditaciones de Theremon. Miró a su alrededor.

—Por aquí. Aquí.

A su izquierda. Sí. Theremon vio el brillo de unas ropas doradas a la luz del sol. Había un hombre medio enterrado entre los cascotes, un poco lejos, a un lado del edificio, uno de los sacerdotes al parecer, a juzgar por la riqueza de su atuendo. Estaba atrapado por debajo de la cintura por una pesada viga, y hacía gestos con lo que debían ser sus últimas fuerzas.

Theremon echó a andar hacia él. Pero, antes de que pudiera dar más de una docena de pasos, una segunda figura apareció en el extremo más alejado del caído edificio y avanzó corriendo: un hombrecillo delgado y ágil que trepó por los ladrillos con una rapidez animal en dirección al inmovilizado sacerdote.

Bien, pensó Theremon. Entre los dos podrían alzar aquella viga.

Pero, cuando estaba todavía a unos seis metros de distancia, se detuvo horrorizado. El ágil hombrecillo había alcanzado ya al sacerdote, se había inclinado sobre él y le había rebanado la garganta con un rápido golpe de un pequeño cuchillo, de una forma tan indiferente como alguien abriría un sobre, y ahora se ocupaba dedicadamente de cortar los cordones que sujetaban la rica vestimenta del sacerdote.