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Alzó la cabeza y lanzó a Theremon una mirada furiosa. Sus ojos eran feroces y abrumadores.

—Es mío —gruñó, como una bestia de la jungla—. ¡Mío! —E hizo un floreo con el cuchillo.

Theremon se estremeció. Durante un largo momento permaneció helado sobre sus piernas, horriblemente fascinado por la eficiencia con la que el saqueador estaba despojando al muerto sacerdote. Luego, abrumado por la tristeza, dio media vuelta y se alejó a toda prisa, cruzó la carretera y volvió a adentrarse en el bosque. No tenía sentido hacer ninguna otra cosa.

Aquella tarde, cuando Tano y Sitha y Dovim llenaron el cielo con su melancólica luz, Theremon se concedió unas cuantas horas de fragmentario sueño en un denso bosquecillo; pero despertó una y otra vez, imaginando que algún loco con un cuchillo se arrastraba sigilosamente hacia él para robarle los zapatos. El sueño le abandonó mucho antes de la salida de Onos. Parecía casi sorprendente hallarse aún vivo cuando finalmente llegó la mañana.

Medio día más tarde tuvo su tercer encuentro con uno de la nueva raza de asesinos. Esta vez cruzaba un herboso prado cerca de uno de los brazos del río cuando divisó a dos hombres sentados en un sombreado claro justo al otro lado del camino, jugando a algún tipo de juego con unos dados. Parecían tranquilos y bastante pacíficos. Pero cuando Theremon se acercó más, se dio cuenta de que entre ellos se había desatado una discusión; y entonces, de una forma impensablemente rápida, uno de los hombres agarró un cuchillo de cortar pan que estaba sobre una manta a su lado y lo hundió con mortífera fuerza en el pecho del otro hombre.

El que había manejado el cuchillo miró a Theremon y le sonrió.

—Me engañó —dijo—. Ya sabe usted cómo es eso. Te pone furioso. No puedo soportarlo cuando alguien intenta engañarme. —Todo aquello le parecía muy normal. Ensanchó su sonrisa e hizo resonar los dados—. Eh, ¿quiere echar una partida?

Theremon contempló los ojos de la locura.

—Lo siento —dijo, tan indiferentemente como pudo—. Estoy buscando a mi amiga.

Siguió andando.

—¡Eh, puede buscarla más tarde! ¡Venga y juegue un poco!

—Creo que la veo —exclamó Theremon, y avanzó más aprisa, y se alejó de allí sin mirar atrás ni una sola vez.

Después de eso, se mostró menos despreocupado en su vagar por el bosque. Halló un rincón abrigado en lo que parecía un claro relativamente desocupado y se construyó un pequeño refugio bajo un saliente. Había un arbusto de bayas cerca cargado de frutos rojos comestibles, y cuando sacudió el árbol justo al otro lado de su refugio cayó sobre él una lluvia de redondas nueces amarillas que contenían una almendra oscura y muy sabrosa. Estudió el pequeño arroyo un poco más allá, preguntándose si contendría algo comestible que pudiera atrapar; pero no parecía haber nada en él excepto diminutos peces, y se dio cuenta de que, aunque consiguiera atraparlos, tendría que comerlos crudos, porque no tenía nada que pudiera utilizar como combustible para una hoguera ni ninguna forma de encenderlo.

Vivir de bayas y nueces no era la idea de Theremon de una vida en gran estilo, pero podría tolerarlo unos cuantos días. Su cintura empezaba ya a reducirse loablemente: el único efecto secundario admirable de toda la calamidad. Mejor permanecer oculto allá hasta que las cosas se calmaran.

Estaba completamente seguro de que las cosas se calmarían. La cordura general iba a regresar, más pronto o más tarde. O eso esperaba, al menos. Sabía que él mismo había recorrido un largo camino de vuelta desde los primeros momentos de caos que la visión de las Estrellas habían inducido en su cerebro.

Cada día que transcurría se sentía más estable, más capaz de enfrentarse a las cosas. Tenía la impresión de ser de nuevo su antiguo yo, aún un poco estremecido quizás, un poco nervioso, pero eso era de esperar. Al menos se sentía fundamentalmente cuerdo. Se dio cuenta de que muy probablemente había sufrido un impacto menos fuerte durante el Anochecer que la mayoría de la gente: que era más adaptable, de mente más fuerte, más capaz de soportar el terrible impacto de aquella experiencia despedazadora. Pero quizá todo el mundo se estuviera recuperando también, incluso aquellos que se habían visto mucho más profundamente afectados que él, y tal vez fuera seguro más adelante salir y ver si se estaba haciendo algo en alguna parte por intentar volver a recomponer el mundo.

Pero de momento, se dijo, lo que tenía que hacer era permanecer tranquilamente allí y evitar ser asesinado por alguno de esos psicópatas que corrían por ahí fuera. Que arreglaran las cuentas unos con otros tan rápido como pudieran; luego él saldría arrastrándose cautelosamente para averiguar qué ocurría. No era un plan particularmente valeroso. Pero parecía muy prudente.

Se preguntó qué les habría ocurrido a los demás que estaban en el observatorio con él en el momento de la Oscuridad. A Beenay, a Sheerin, a Athor. A Siferra.

En especial a Siferra.

De tanto en tanto Theremon pensaba en aventurarse fuera y buscarla. Era una idea atractiva. Durante sus largas horas de soledad hacía girar en su cabeza resplandecientes fantasías de lo que sería tropezarse con ella en alguna parte de aquel bosque. Los dos viajando juntos a través de aquel mundo transformado y aterrador, formando una alianza de protección mutua…

Se había sentido atraído hacia ella desde un principio, por supuesto. Pero, por todo lo que había conseguido con ello, igual hubiera sido no haberla conocido, pensó: hermosa como era, parecía pertenecer al tipo de mujer que se basta absolutamente a sí misma, que no necesita la compañía de ningún hombre, o de ninguna mujer, puestos a ello. Había conseguido que saliera con él de tanto en tanto, pero le había mantenido con serenidad y eficiencia a una distancia segura todo el tiempo.

Theremon era lo suficientemente experimentado en cosas mundanas como para comprender que ninguna cantidad de charla lisonjera era lo bastante persuasiva para penetrar unas barreras que habían sido tan decididamente alzadas. Hacía mucho tiempo que había decidido que ninguna mujer que valiera la pena podía ser nunca seducida; podías presentarle la posibilidad, pero en último término tenías que dejarle a ella efectuar por ti la seducción, y si no les apetecía, entonces era muy poco lo que tú podías hacer por cambiar el resultado de las cosas. Y, con Siferra, las cosas se habían ido deslizando en la dirección equivocada para él a lo largo de todo el año. Ella se había vuelto ferozmente contra él —y con cierta justificación, pensó muy a su pesar— cuando él empezó su desafortunada campaña de burlas contra Athor y el grupo del observatorio.

En algún momento casi al final había tenido la impresión de que ella se estaba debilitando, que se estaba mostrando interesada pese a todo en él. ¿Por qué otro motivo le había invitado al observatorio, contra las acaloradas órdenes de Athor, la tarde del eclipse? Durante un corto momento aquella tarde había parecido florecer un auténtico contacto entre ellos.

Pero entonces había llegado la Oscuridad, las Estrellas, la turba, el caos. Después de eso, todo se había sumido en la confusión. Pero si pudiera hallarla de algún modo, ahora…

Trabajaríamos bien juntos, pensó. Formaríamos un tremendo equipo…, decidido, competente, orientado a la supervivencia. Fuera cual fuese el tipo de civilización que evolucionara, hallaríamos un buen lugar para nosotros en ella.

Y, si se había armado alguna pequeña barrera psicológica entre ellos antes, estaba seguro de que a ella le parecería sin importancia ahora. Se hallaban en un mundo completamente nuevo, y eran necesarias nuevas actitudes si uno quería sobrevivir.