—¡Por los dioses!
—Los dioses ya no escuchan, Theremon. Si es que escucharon alguna vez.
—Supongo que no… ¿Dónde ha estado viviendo, Sheerin?
Su expresión se hizo vaga.
—Aquí. Allá. Volví primero a mi apartamento, pero todo el complejo de edificios había ardido. Sólo era un cascarón, no había nada recuperable. Dormí allí aquella tarde, justo en medio de las ruinas. Yimot estaba conmigo. Al día siguiente nos dirigimos hacia el Refugio, pero no había ninguna forma de llegar allí desde donde estábamos. La carretera estaba bloqueada…, había incendios por todas partes. Y, donde ya no ardían, nos hallábamos ante montañas de cascotes que nos cortaban el paso. Parecía una zona de guerra. Así que nos dirigimos al Sur, al interior del bosque, pensando que podríamos rodearlo por la carretera del vivero e intentar alcanzar el Refugio por aquel lado. Fue entonces cuando…, Yimot fue muerto. El bosque debió ser allá adonde fueron los más afectados.
—Es a donde fue todo el mundo —dijo Theremon—. Es más difícil prender fuego al bosque que a la ciudad. ¿Me dijo usted que cuando finalmente llegó al Refugio lo halló vacío?
—Exacto. Llegué a él ayer por la tarde, y estaba completamente abierto. La puerta exterior y la interior también, y la propia puerta del Refugio. Todo el mundo se había ido. Hallé una nota de Beenay clavada en la parte delantera.
—¡Beenay! ¡Entonces llegó sano y salvo al Refugio!
—Al parecer sí —dijo Sheerin—. Un día o dos antes que yo, supongo. Lo que decía su nota era que todo el mundo había decidido evacuar el Refugio y encaminarse al parque de Amgando, donde algunas personas de los distritos del Sur están intentando establecer un Gobierno temporal. Cuando llegó al Refugio no halló a nadie allí excepto mi sobrina Raissta, que debía de estarle aguardando. Ahora han ido también a Amgando. Y allí voy yo. Mi amiga Liliath estaba en el Refugio, ¿sabe? Supongo que se halla de camino a Amgando con los otros.
—Suena descabellado —dijo Theremon—. Estaban tan seguros en el Refugio como podían estarlo en cualquier otro lugar. ¿Por qué demonios desearían salir a todo este loco caos e intentar recorrer centenares de kilómetros hasta Amgando?
—No lo sé. Pero debieron de tener alguna buena razón. En cualquier caso no tenemos elección, ¿no cree? Usted y yo. Todos los que aún siguen cuerdos se están congregando allí. Podemos quedarnos aquí y aguardar a que alguien nos abra en canal de la forma que lo hizo esa niña de pesadilla con Yimot…, o podemos correr el riesgo de intentar llegar a Amgando. Aquí estamos inevitablemente condenados, más pronto o más tarde. Si podemos llegar a Amgando estaremos seguros.
—¿Ha sabido algo de Siferra? —preguntó Theremon.
—Nada. ¿Por qué?
—Me gustaría encontrarla.
—Puede que haya ido a Amgando también. Si se encontró con Beenay en alguna parte a lo largo del camino, él debió de decirle adónde iba todo el mundo y…
—¿Tiene alguna razón para creer que puede haber ocurrido eso?
—Es sólo una suposición.
—Mi suposición es que ella sigue todavía en alguna parte por los alrededores —dijo Theremon—. Quiero probar de hallarla.
—Pero las posibilidades en contra son…
—Usted me encontró a mí, ¿no?
—Sólo por accidente. Las posibilidades de que sea usted capaz de localizarla del mismo modo…
—Son bastante buenas —dijo Theremon—. O eso prefiero creer. Voy a intentarlo, de todos modos. Siempre puedo ir a Amgando más tarde. Con Siferra.
Sheerin le dirigió una extraña mirada, pero no dijo nada.
—¿Piensa que estoy loco? —murmuró Theremon—. Bueno, quizá sí.
—Yo no dije eso. Pero creo que está arriesgando usted su cuello para nada. Este lugar se está convirtiendo en una jungla prehistórica. Todo se ha vuelto completamente salvaje, y no va a mejorar en los próximos días, por lo que he visto. Venga al Sur conmigo, Theremon. Podemos estar fuera de aquí en dos o tres horas, y la carretera a Amgando está justo…
—Quiero buscar primero a Siferra —dijo Theremon con voz obstinada.
—Olvídela.
—No tengo intención de hacer eso. Voy a quedarme aquí y buscarla.
Sheerin se encogió de hombros.
—Quédese, entonces. Yo me marcho. Vi a Yimot ser acuchillado por una niña pequeña, recuérdelo, delante mismo de mis ojos, a no más de doscientos metros de aquí. Este lugar es demasiado peligroso para mí.
—¿Y cree usted que una excursión a pie de quinientos o seiscientos kilómetros completamente solo no va a ser peligrosa?
El psicólogo palmeó su hacha.
—Tengo esto, si lo necesito.
Theremon reprimió una carcajada. Sheerin era de unos modales tan absurdamente suaves que el pensamiento de él defendiéndose con un hacha era imposible de tomar en serio.
Al cabo de un momento dijo:
—Mucha suerte.
—¿Tiene realmente intención de quedarse?
—Hasta que encuentre a Siferra.
Sheerin le miró tristemente.
—Que tenga la suerte que acaba de ofrecerme, entonces. Creo que la necesitará más que yo.
Se volvió y se alejó sin más palabras.
34
Durante tres días —o quizá fueran cuatro; el tiempo pasaba como una bruma—, Siferra avanzó hacia el Sur a través del bosque. No tenía ningún plan excepto permanecer con vida.
Ni siquiera tenía sentido intentar volver a su apartamento. La ciudad aún parecía estar ardiendo. Una baja cortina de humo colgaba en el aire mirara donde mirase, y ocasionalmente veía una sinuosa lengua de rojas llamas lamer el cielo allá en el horizonte. Tenía la impresión como si nuevos incendios se iniciaran cada día. Lo cual significaba que la locura aún no había empezado a remitir.
Podía sentir que su propia mente regresaba gradualmente a la normalidad, se aclaraba día a día, emergía como una bendición a la claridad como si estuviera despertando de una terrible fiebre. Se daba cuenta de una forma incómoda de que todavía no era por completo ella misma…, formar una secuencia de pensamientos era una tarea laboriosa, y a menudo se perdía rápidamente en la confusión. Pero regresaba, de eso estaba segura.
Al parecer muchos de los que la rodeaban en el bosque no se recuperaban en absoluto. Aunque Siferra intentaba mantenerse tan apartada como podía, se encontraba con algunas personas de tanto en tanto, y la mayoría de ellas tenían un aspecto muy trastornado: sollozaban, gemían, reían alocadas, miraban de una forma extraña, rodaban sobre sí mismas en el suelo una y otra vez. Tal como Sheerin había sugerido, algunas habían sufrido un trauma mental tan grande durante el tiempo de la crisis que nunca recobrarían la cordura. Siferra se dio cuenta de que enormes segmentos de la población debían de haberse deslizado hasta la barbarie o algo peor. Debían de estar incendiando por simple diversión ahora. O matando por la misma razón.
Así que avanzó cautelosamente. Sin ningún destino en particular en mente, derivó más o menos hacia el Sur a través del bosque, acampando allá donde encontraba agua fresca. El palo que había cogido la tarde del eclipse no estaba nunca muy lejos de su mano. Comía todo lo que encontraba que pareciera comestible: semillas, nueces, frutas, incluso hojas y corteza. No era nada parecido a una dieta. Sabía que era lo bastante fuerte físicamente como para soportar una semana o así de esas raciones improvisadas, pero que después de eso empezaría a observar las consecuencias. Ya podía notar que estaba perdiendo ese pequeño peso extra que había estado acumulando, y su resistencia física empezaba a disminuir poco a poco. Y la provisión de bayas y frutas disminuía también, muy rápidamente, a medida que los miles de hambrientos nuevos habitantes del bosque las consumían.