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Luego, en el que creyó que debía de ser el cuarto día, Siferra recordó el Refugio.

Sus mejillas llamearon cuando se dio cuenta de que no había habido ninguna necesidad de que viviera aquella vida de cavernícola durante toda una semana.

¡Por supuesto! ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? A sólo unos pocos kilómetros de allí, en este mismo momento, centenares de miembros de la universidad estaban bien seguros en el antiguo laboratorio del acelerador de partículas, bebiendo agua embotellada y cenando agradablemente de los alimentos enlatados que habían estado almacenando durante los últimos meses. ¡Qué ridículo estar vagando por este bosque lleno de locos, escarbando el suelo en busca de sus magras comidas y contemplando hambrienta las pequeñas criaturas del bosque que saltaban más allá de su alcance en las ramas de los árboles!

Iría al Refugio. Habría alguna forma de hacer que le permitieran la entrada. Era una medida de la extensión en que las Estrellas habían alterado su mente, se dijo, el que hubiera necesitado tanto tiempo para recordar que el Refugio estaba allí.

Lástima, pensó, que la idea no se le hubiera ocurrido antes. Se dio cuenta ahora de que había pasado los últimos días viajando precisamente en la dirección equivocada.

Directamente frente a ella se extendía ahora la agreste cadena de las colinas que marcaba los límites meridionales del bosque. Si alzaba la vista podía ver los ennegrecidos restos de la elegante urbanización de las alturas de Onos que coronaban la colina que se alzaba como una oscura pared ante ella. El Refugio, si recordaba correctamente, se hallaba en la dirección opuesta, a medio camino entre el campus y Ciudad de Saro, junto a la carretera que recorría el lado norte del bosque.

Necesitó otro día y medio para desandar el camino a través del bosque hasta el lado Norte. Durante el viaje tuvo que usar su palo en dos ocasiones para ahuyentar atacantes. Tuvo tres enfrentamientos con la mirada, no violentos pero tensos, con jóvenes que la evaluaban para decidir si podían echarse sobre ella y violarla. Y en una ocasión tropezó en unos matorrales con cinco hombres demacrados y de ojos salvajes con cuchillos que saltaban uno tras otro en un amplio círculo como bailarines efectuando algún extraño ritual arcaico. Se apartó de ellos tan rápido como pudo.

Finalmente vio la amplia cinta de asfalto que era la carretera de la Universidad frente a ella, justo más allá del linde del bosque. En alguna parte a lo largo del lado norte de esa carretera estaba el poco llamativo camino vecinal que conducía al Refugio.

Sí: allí estaba. Medio oculto, insignificante, bordeado a ambos lados por sucios matojos de maleza y recia hierba que había granado.

Era última hora de la tarde. Onos ya casi había desaparecido del cielo, y la dura y ominosa luz de Tano y Sitha arrojaba nítidas sombras sobre el suelo, lo cual proporcionaba al día una apariencia ventosa, aunque el aire era suave. El pequeño ojo rojo que era Dovim avanzaba a través del cielo septentrional, aún muy distante, aún muy alto.

Siferra se preguntó qué había sido del invisible Kalgash Dos. Evidentemente había efectuado su terrible trabajo y había seguido su camino. A estas alturas debía de estar ya a un millón de kilómetros lejos en el espacio, alejándose del mundo en su larga órbita, cabalgando la Oscuridad sin aire, para no regresar hasta dentro de otros dos mil cuarenta y nueve años. Lo cual sería al menos dos millones de años demasiado pronto, pensó amargamente Siferra.

Un cartel apareció ante ella:

PROPIEDAD PRIVADA
PROHIBIDO EL PASO
POR ORDEN DE LA JUNTA DE RECTORES
DE LA UNIVERSIDAD DE SARO

Y luego un segundo cartel, en un vívido escarlata:

¡¡¡PELIGRO!!!
INSTALACIÓN INVESTIGADORA DE ALTA ENERGÍA
NO ENTRAR

Bien. Se hallaba en el buen camino, entonces.

Siferra no había estado nunca en el Refugio, ni siquiera en los días en que era todavía un laboratorio de física, pero sabía qué esperar: una serie de puertas, y luego alguna especie de puesto dotado con un escáner que monitorizaría a cualquiera que consiguiera llegar hasta allí. Al cabo de pocos minutos estaba ante la primera puerta. Era una plancha de densa malla metálica sujeta por dobles bisagras, que se alzaba hasta quizá dos veces su altura, con una verja de alambre espinoso de formidable aspecto que se extendía a ambos lados y desaparecía entre las zarzas y matorrales que crecían incontrolables allí.

La puerta estaba abierta de par en par.

La estudió, desconcertada. ¿Alguna ilusión? ¿Algún truco de su confundida mente? No. No, la puerta estaba abierta, de acuerdo. Y era la puerta correcta. Vio el símbolo del servicio de seguridad de la universidad en ella. Pero, ¿por qué estaba abierta? No había ninguna señal de que hubiera sido forzada.

Preocupada ahora, la cruzó.

El camino que se adentraba tras ella no era más que un polvoriento sendero, lleno de profundos baches y roderas. Lo siguió por el borde, y al cabo de poco vio una barrera interior, no una simple verja de alambre espinoso sino un sólido muro de cemento, liso, de aspecto inexpugnable.

Sólo estaba interrumpido por una puerta de metal oscuro, con un escáner montado encima.

Y esta puerta estaba abierta también.

¡Cada vez más extraño! ¿Qué había de toda la alardeada protección que se suponía sellaba por completo el Refugio de la locura general que se había apoderado del mundo?

La cruzó también. Todo estaba muy tranquilo y silencioso allí. Frente a ella había algunos barracones y cobertizos de madera de aspecto destartalado. Quizá la entrada del Santuario en sí —la boca de un túnel subterráneo, sabía Siferra— estaba detrás de ellos. Rodeó los edificios.

Sí, allí estaba la entrada del Refugio, una puerta ovalada en el suelo, con un oscuro pasillo detrás.

Y había gente también, una docena o así de personas, de pie frente a ella, observándola con helada y desagradable curiosidad. Todos llevaban trozos de brillante tela verde anudada en torno a sus gargantas, como una especie de pañuelo. No reconoció a ninguno de ellos. Por todo lo que podía decir, no eran gente de la universidad.

Una pequeña fogata ardía justo a la izquierda de la puerta. Al lado había un montón de troncos cortados, elaboradamente apilados, cada trozo de madera limpiamente dispuesto de acuerdo con su tamaño, con una sorprendente precisión y cuidado. Parecía más bien como alguna especie de meticuloso modelo de arquitectura que una pila de madera.

Una mareante sensación de miedo y desorientación la barrió de pies a cabeza. ¿Qué era aquel lugar? ¿Era realmente el Santuario? ¿Quiénes eran aquella gente?

—Quédese donde está —dijo el hombre al frente del grupo. Habló en voz baja y suave, pero había una fustigante autoridad en su tono—. Levante las manos.

Sostenía una pequeña y bruñida pistola de aguja en su mano. Apuntaba directamente a su estómago.

Siferra obedeció sin una palabra.

Tenía unos cincuenta años y una figura fuerte y autoritaria, casi con toda seguridad era el líder allí. Sus ropas parecían caras y su actitud era tranquila y confiada. El pañuelo verde que llevaba al cuello tenía el brillo de la seda.

—¿Quién es usted? —preguntó calmadamente el hombre, sin dejar de apuntarla con la pistola.

—Siferra 89, profesora de arqueología, Universidad de Saro.

—Interesante. ¿Está planeando realizar algunas excavaciones arqueológicas por aquí, profesora?