Los otros se echaron a reír como si hubiera dicho algo muy, muy divertido.
—Estoy intentando hallar el Refugio de la universidad —dijo Siferra—. ¿Puede decirme dónde está?
—Creo que puede haber sido esto —respondió el hombre—. La gente de la universidad se marchó hará unos días. Ahora es el cuartel general de la Patrulla Contra el Fuego. Dígame, ¿lleva encima algo combustible, profesora?
—¿Combustible?
—Cerillas, encendedor, un generador de bolsillo, cualquier cosa que pueda ser usada para iniciar un incendio.
Ella negó con la cabeza.
—No llevo ninguna de esas cosas.
—El iniciar incendios está prohibido por el Artículo Uno del Código de Emergencia. Si viola usted el Articulo Uno, el castigo es severo.
Siferra le miró inexpresiva. ¿De qué demonios estaba hablando?
Un hombre delgado y de rostro chupado de pie al lado del líder dijo:
—No confío en ella, Altinol. Fueron esos profesores quienes empezaron todo esto. Dos a uno a que lleva algo oculto entre sus ropas, escondido en alguna parte.
—No llevo encima ningún equipo para hacer fuego —dijo Siferra, irritada.
Altinol asintió con la cabeza.
—Quizá. Quizá no. No vamos a correr el riesgo, profesora. Desnúdese.
Ella se le quedó mirando, asombrada.
—¿Qué ha dicho?
—Que se desnude. Quítese la ropa. Demuéstrenos que no lleva oculto ningún dispositivo ilegal en ninguna parte de su persona.
Siferra sopesó su palo, pasó la mano a lo largo de él. Parpadeó sorprendida y dijo:
—Espere un momento. No hablará en serio.
—Artículo Dos del Código de Emergencia: la Patrulla Contra el Fuego podrá tomar cualquier medida que considere necesaria para impedir fuegos no autorizados. Artículo Tres: esto puede incluir la ejecución inmediata y sumaria de todos aquellos que se resistan a la autoridad de la Patrulla Contra el Fuego. Desnúdese, profesora, y hágalo rápido.
Hizo un gesto con su pistola de aguja. Era un gesto muy serio. Pero ella siguió mirándole, siguió sin hacer ningún movimiento para quitarse la ropa.
—¿Quién es usted? ¿Qué es todo eso de la Patrulla Contra el Fuego?
—Ciudadanos vigilantes, profesora. Intentamos restablecer la ley y el orden en Saro después de Colapso. Supongo que ya sabe que la ciudad ha sido casi totalmente destruida. O quizá no lo sepa. Los incendios siguen extendiéndose, y no hay ningún departamento de bomberos que pueda hacer algo al respecto. Y quizá no se haya dado cuenta, pero toda la provincia está llena de gente loca que piensa que todavía no hemos tenido bastantes incendios, así que están iniciando unos cuantos más. Eso no puede seguir así. Tenemos intención de detener a los pirómanos por cualquier medio a nuestro alcance. Se halla usted bajo sospecha de poseer combustibles. La acusación ha sido formulada, y tiene usted sesenta segundos para demostrar que es infundada. Si yo fuera usted, empezaría a quitarme la ropa, profesora.
Siferra pudo ver que contaba en silencio los segundos.
¿Desnudarse delante de una docena de desconocidos? Una bruma roja de furia brotó de ella ante el pensamiento de la indignidad. La mayoría de aquella gente eran hombres. Ni siquiera se molestaban en ocultar su impaciencia. Aquello no era ningún tipo de precaución de seguridad, pese a la solemne cita que había hecho Altinol de un Código de Emergencia. Tan sólo deseaban ver cómo era su cuerpo, y tenían el poder y los medios de someterla. Era intolerable.
Pero entonces, al cabo de un momento, descubrió que su indignación empezaba a disiparse.
¿Qué importaba?, se preguntó de pronto, cansada. El mundo había terminado. La modestia era un lujo que sólo podía permitirse la gente civilizada, y la civilización era un concepto obsoleto.
En cualquier caso éste era un orden tosco, a punta de pistola. Ella se hallaba en un lugar remoto y aislado muy adentro de un camino vecinal. Nadie iba a acudir a rescatarla. El reloj desgranaba los segundos. Y Altinol no parecía estar faroleando.
No valía la pena morir sólo por ocultarles su cuerpo. Arrojó el palo al suelo.
Luego, con una fría furia pero sin exhibirla, empezó a quitarse metódicamente las ropas y dejarlas caer a su lado.
—¿La ropa interior también? — preguntó sardónicamente.
—Todo.
—¿Parece como si llevara algún encendedor oculto ahí dentro?
—Le quedan veinte segundos, profesora.
Siferra le miró furiosa y terminó de desnudarse sin más palabra. Fue sorprendentemente fácil, una vez lo hubo hecho, permanecer desnuda de pie delante de aquellos desconocidos. No le importó. Se dio cuenta de que eso era lo esencial que había llegado con el fin del mundo. No le importaba. Se irguió en toda su imponente estatura y permaneció allí, casi desafiante, y aguardó a ver qué hacían a continuación. Los ojos de Altinol recorrieron su cuerpo con una mirada tranquila y segura de sí misma. De alguna forma descubrió que eso tampoco le importaba. Una especie de indiferencia absoluta había caído sobre ella.
—Encantador, profesora —dijo el hombre al fin.
—Muchas gracias. —El tono de Siferra era helado—. ¿Puedo volver a vestirme?
Altinol hizo un gesto ampuloso.
—Por supuesto. Lamento las molestias. Pero teníamos que estar completamente seguros. —Se metió la pistola de aguja en una faja que llevaba a la cintura y se quedó allá con los brazos cruzados, observando indiferente mientras ella se vestía. Luego dijo—: Debe de pensar usted que ha caído entre salvajes, ¿no es así, profesora?
—¿Le interesa realmente lo que piense?
—Observará que ninguno de nosotros se ha reído o ha babeado o se ha mojado los pantalones mientras usted estaba…, hum…, demostrándonos que no ocultaba ningún aparato susceptible de provocar fuego. Como tampoco nadie ha intentado molestarla de ninguna forma.
—Eso ha sido extremadamente amable.
—Señalo todo esto —siguió Altinol, como si no la hubiera oído—, aunque me doy cuenta de que no significa mucha diferencia para usted puesto que aún sigue furiosa con nosotros, porque deseo que sepa que esto con lo que ha tropezado usted aquí puede que sea el último bastión de civilización que queda en este mundo olvidado de la mano de los dioses. No sé dónde han desaparecido nuestros queridos líderes gubernamentales, y ciertamente no considero que nuestra querida hermandad de los Apóstoles de la Llama sea en absoluto civilizada, y sus amigos de la universidad que se ocultaron aquí han abandonado el lugar hacia no sé dónde. Mientras que todos los demás parece que han perdido definitivamente la razón. Excepto, por supuesto, usted y nosotros, profesora.
—Qué halagador que me haya incluido.
—Nunca halago a nadie. Tiene usted el aspecto de haber resistido la Oscuridad y las Estrellas y el Colapso mucho mejor que la mayoría. Lo que deseo saber es si está usted interesada en quedarse aquí y formar parte de nuestro grupo. Necesitamos gente como usted, profesora.
—¿Qué significa esa proposición? ¿Barrer suelos para usted? ¿Cocinar?
Altinol pareció impávido a sus sarcasmos.
—Significa ayudar en la lucha por mantener viva la civilización, profesora. No lo considere demasiado altanero por nuestra parte, pero consideramos que tenemos una misión sagrada. Nos estamos abriendo camino día a día a través de esa locura de ahí fuera: desarmamos a los locos, les confiscamos todos los utensilios capaces de provocar fuego, nos reservamos sólo para nosotros el derecho de encender ese fuego. No podemos apagar los fuegos que ya están ardiendo, al menos todavía no, pero podemos hacer todo lo posible por impedir que se inicien otros. Ésa es nuestra misión, profesora. Estamos tomando el control del concepto de fuego. Es el primer paso hacia hacer que el mundo sea apto para vivir de nuevo en él. Usted parece lo bastante cuerda como para unirse a nosotros, y en consecuencia la invitamos a ello. ¿Qué dice, profesora? ¿Desea formar parte de la Patrulla Contra el Fuego? ¿O prefiere tentar su suerte de vuelta ahí en el bosque?