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La mañana era fría y brumosa. Densas volutas de niebla llenaban las calles en ruinas, una niebla tan densa que Sheerin era incapaz de decir qué soles estaban en el cielo. Onos, ciertamente…, en alguna parte. Pero su dorada luz era difusa y estaba casi completamente oculta por la niebla. Y aquella zona de cielo ligeramente más brillante hacia el Sudoeste indicaba con mucha probabilidad la presencia de una de la pareja de soles gemelos, pero no había forma de discernir si se trataba de Sitha y Tano o de Patru y Trey.

Estaba muy cansado. A estas alturas le resultaba ya muy claro que su idea de hacer el viaje a pie a través de los cientos de kilómetros entre Ciudad de Saro y el parque nacional de Amgando era una absurda fantasía.

¡Maldito Theremon! Juntos, al menos, hubieran tenido una oportunidad. Pero el periodista se había mostrado irreductible en su confianza de que de alguna forma hallaría a Siferra en el bosque. ¡Hablando de fantasía! ¡Hablando de absurdo!

Sheerin miró al frente a través de la niebla. Necesitaba un lugar para descansar un poco. Necesitaba encontrar algo para comer, y quizás un cambio de ropas, o al menos una forma de bañarse. Nunca se había sentido tan sucio en su vida. O tan hambriento. O tan cansado. O tan desalentado.

Durante todo el largo episodio de la llegada de la Oscuridad, desde el primer momento que había oído de boca de Beenay y Athor que algo así era posible, Sheerin había saltado de un lado a otro del espectro psicológico, del pesimismo al optimismo y de vuelta al primero, de la esperanza a la desesperación a la esperanza de nuevo. Su inteligencia y su experiencia le decían una cosa, su personalidad flexible y adaptable le decía otra.

Quizá Beenay y Athor estaban equivocados, y el cataclismo astronómico no llegaría a ocurrir.

No. El cataclismo ocurriría de una forma definitiva.

La Oscuridad, pese a sus propias experiencias perturbadoras con ella en el Túnel del Misterio hacía dos años, podía resultar o no una experiencia tan turbadora como se temía, después de todo…, si llegaba a producirse.

Falso. La Oscuridad causaría una locura universal.

La locura sería tan sólo temporal, un breve período de desorientación.

La locura será permanente, en la mayoría de las personas.

El mundo se vería alterado por unas pocas horas, y luego regresaría a la normalidad.

El mundo será destruido en el caos que seguirá al eclipse.

Adelante y atrás, adelante y atrás, arriba y abajo, arriba y abajo. Dos Sheerin gemelos, unidos en un interminable debate.

Pero ahora había alcanzado el fondo del ciclo y parecía permanecer allí, inmóvil y miserable. Su flexibilidad y su optimismo se habían evaporado en el relumbrar de lo que había visto durante su vagar de aquellos últimos días. Pasarían décadas, probablemente un siglo o más, antes de que las cosas volvieran a la normalidad. El trauma mental había abierto una cicatriz demasiado profunda, la destrucción que ya se había producido en el entramado de la sociedad era demasiado extensa. El mundo que había amado había sido vencido por la Oscuridad y aplastado más allá de toda posible reparación. Ésa era su opinión profesional, y no podía ver ninguna razón para dudar de ella.

Era el tercer día ya desde que Sheerin se había separado de Theremon en el bosque y había emprendido la marcha, con su habitual paso despreocupado, hacia Amgando. Ese paso era difícil de recapturar ahora. Había conseguido salir del bosque en una sola pieza…, había pasado por un par de malos momentos, ocasiones en las que había tenido que enarbolar su hacha y hacerla girar ante él y adoptar una expresión amenazadora y mortífera, un bluff total por su parte, pero había funcionado…, y durante el último día o así había estado avanzando sobre pies que parecían de plomo a través de los en su tiempo agradables suburbios del Sur.

Todo estaba quemado allí. Barrios enteros habían sido destruidos y abandonados. Muchos de los edificios humeaban todavía.

La autopista que se dirigía a las provincias del Sur, recordaba Sheerin, empezaba justo a unos pocos kilómetros más allá del parque…, un par de minutos en coche, si uno conducía un coche. Pero él no conducía ningún coche. Había tenido que efectuar la horrenda ascensión fuera del bosque hasta la imponente colina que era las Alturas de Onos prácticamente sobre manos y rodillas, arañando su camino por entre la maleza. Necesitó medio día sólo para ascender aquellos pocos cientos de metros.

Una vez estuvo arriba, Sheerin vio que la colina era más bien una meseta…, que se extendía interminable ante él, y aunque anduvo y anduvo y anduvo, la autopista no aparecía por ninguna parte.

¿Estaba yendo en la dirección correcta?

Sí. Sí, de tanto en tanto veía un indicador de carreteras en un cruce que señalaba que se encaminaba efectivamente a la Gran Autopista del Sur. Pero, ¿a qué distancia estaba? Los indicadores no lo decían. Cada diez o doce manzanas había otro indicador, eso era todo. Siguió andando. No tenía otra elección.

Pero alcanzar la autopista era sólo el primer paso para llegar a Amgando. Todavía seguía en Ciudad de Saro. ¿Luego qué? ¿Seguir andando? ¿Qué otra cosa? Era muy difícil hacer auto stop. No parecía haber coches circulando por ninguna parte. Las estaciones de servicio debían de haberse secado hacía días, aquellas que no habían ardido. ¿Cuánto tiempo iba a tomarle, a este paso, bajar hasta Amgando a pie? ¿Semanas? ¿Meses? No…, podía tomarle toda una eternidad. Estaría muerto de hambre mucho tiempo antes de que llegara a ninguna parte cerca del lugar.

Aún así, tenía que seguir. Sin un propósito al que aferrarse estaría acabado, y lo sabía.

Había transcurrido algo así como una semana desde el eclipse, quizá más. Empezaba a perder la huella del tiempo. Ya no comía ni dormía regularmente, y Sheerin siempre había sido un hombre de hábitos muy regulares. Los soles aparecían y desaparecían en el cielo. La luz brillaba o disminuía, el aire se volvía cálido o frío, el tiempo pasaba: pero, sin la progresión de desayuno, almuerzo, cena, sueño, Sheerin no tenía la menor idea de cómo pasaba. Sólo sabía que estaba consumiendo con rapidez sus fuerzas.

No había comido adecuadamente desde la llegada del Anochecer. Desde aquel oscuro momento en adelante, todo había sido para él mordisquear lo que encontrara, nada más…, una fruta de algún árbol cuando podía encontrarla, cualquier semilla no madura que no pareciese venenosa, hojas de hierba, cualquier cosa. De alguna forma no se ponía enfermo, pero no se estaba alimentando bien tampoco. El contenido nutritivo de lo que comía debían de ser próximo a cero. Sus ropas, raídas y llenas de desgarrones, colgaban de él como un sudario. No se atrevía a mirar debajo de ellas. Imaginaba que su piel debía de pender ahora en sueltos pliegues sobre sus huesos sobresalientes. Su garganta estaba seca todo el tiempo, su lengua parecía hinchada, había un insistente puñear detrás de sus ojos. Y aquella sorda, hueca, persistente sensación en sus entrañas todo el tiempo.

Bueno, se decía en sus momentos más alegres, tenía que haber alguna razón por la cual se había dedicado tan asiduamente y durante tantos años a cultivar una capa de grasa tan opulenta, y ahora estaba averiguando cuál era.

Pero esos momentos alegres eran menores y más espaciados a cada día que pasaba. El hambre se estaba apoderando de su espíritu. Y se dio cuenta de que no podría resistir mucho más tiempo de aquel modo. Su cuerpo era grande; estaba acostumbrado a alimentarse regular y abundantemente; sólo podía vivir un tiempo limitado de sus reservas acumuladas; luego estaría tan débil que sería incapaz de seguir adelante. Antes de mucho le parecería de lo más simple acurrucarse detrás de algún arbusto y descansar…, y descansar…, y descansar…