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Tenía que encontrar comida. Pronto.

El vecindario a través del que avanzaba ahora, aunque desierto como todo lo demás, parecía un poco menos devastado que las zonas que había dejado atrás. Se habían producido incendios aquí también, pero no por todas partes, y las llamas parecían haber saltado al azar más allá de esta casa y de esa otra, sin dañarlas. Pacientemente, Sheerin fue de una a la siguiente, probando las puertas de todas las que no parecían seriamente dañadas.

Cerradas. Todas ellas.

¡Qué irritante esa gente!, pensó. ¡Qué meticulosa! El mundo se había derrumbado en torno a sus orejas, y habían abandonado sus casas presas de un terror ciego y habían corrido al bosque, al campo, a la ciudad, los dioses sabían dónde…, ¡pero se habían tomado la molestia de cerrar con llave sus casas antes de marcharse! Como si tuvieran intención de tomarse tan sólo unas breves vacaciones durante el tiempo de caos, y luego volver a sus libros y a sus cosas, sus armarios llenos de hermosas ropas, sus jardines, sus patios. ¿O no se habían dado cuenta de que todo había terminado, de que el caos iba a seguir y seguir y seguir?

Quizá, pensó Sheerin con desánimo, no se hayan ido. Tal vez estén ahí escondidos detrás de aquellas puertas cerradas, acurrucados en los sótanos como yo hice, a la espera de que las cosas vuelvan a la normalidad. O tal vez incluso me estén mirando desde las ventanas del primer piso, con la esperanza de que me marche.

Probó otra puerta. Y otra. Y otra. Todas cerradas. Ninguna respuesta.

¡Eh! ¿Hay alguien en casa? ¡Déjenme entrar!

Silencio.

Contempló desolado la gruesa puerta de madera frente a él. Imaginó los tesoros que habría detrás, la comida aún no estropeada y aguardando a ser consumida, el cuarto de baño, la mullida cama. Y ahí estaba él, fuera, sin ninguna forma de entrar. Se sintió un poco como el niño pequeño de la fábula al que se le había dado la llave mágica al jardín de los dioses, donde fluían fuentes de miel y crecían lágrimas de caramelo blando en todos los arbustos, pero que era demasiado pequeño para alcanzar el agujero de la cerradura e introducir la llave. Sintió deseos de llorar.

Entonces recordó que llevaba una pequeña hacha. Y se echó a reír. ¡El hambre debía haberle vuelto estúpido! El muchachito de la fábula perversa, y ofrece sus guantes y sus botas y su gorro de terciopelo a varios animales que pasan por allí para que le ayuden: cada uno se sube a lomos del otro, y él trepa encima y mete la llave en el agujero. ¡Y aquí estaba el no tan pequeño Sheerin, contemplando una puerta cerrada y con un hacha al cinto!

¿Echar abajo la puerta? ¿Simplemente echarla abajo?

Iba contra todo lo que creía que era correcto y propio.

Sheerin contempló el hacha como si se hubiera convertido en una serpiente en su mano. Violentar la puerta…, ¡eso era robo! ¿Cómo podía él, Sheerin 501, profesor de psicología en la Universidad de Saro, echar abajo simplemente la puerta de algún ciudadano cumplidor de la ley y coger todo lo que encontrara dentro?

Tranquilo, se dijo, riendo aún más fuerte ante su propia estupidez. Así es como lo harás.

Hizo girar el hacha en un molinete.

Pero no era tan fácil como eso. Sus músculos debilitados por el hambre se rebelaron ante el esfuerzo. Podía alzar el hacha, de acuerdo, y podía hacerla girar, pero el golpe pareció patéticamente débil, y una línea de fuego estalló en sus brazos y los recorrió de arriba abajo cuando la hoja entró en contacto con la recia madera de la puerta. ¿La había hendido? No. ¿La había cuarteado un poco? Quizá. Tal vez la había astillado un poco. Hizo girar de nuevo el hacha. Y golpeó otra vez. Más fuerte. Ahí vamos, Sheerin. Ahora lo vas a conseguir. ¡Hazla girar de nuevo! ¡Hazla girar!

Apenas sintió el dolor, tras los primeros golpes. Cerró los ojos, llenó de aire los pulmones, hizo girar de nuevo el arma y golpeó. Y otra vez. La puerta crujía ahora. Había un hueco perceptible en la madera. Otro golpe, y otro…, quizá cinco o seis más y se partiría…

Comida. Un baño. Una cama.

Girar. Y golpe. Y…

Y la puerta se abrió bruscamente en su cara. Se sintió tan sorprendido que casi cayó de bruces. Se tambaleó y retrocedió un paso, se apoyó con el mango del hacha contra el marco de la puerta y miró.

Medio docena de feroces rostros de alocados ojos le devolvieron la mirada.

—¿Llamó usted, señor? —dijo un hombre, y todos los demás aullaron con risas maniacas.

Luego tendieron las manos, lo aferraron por los brazos y tiraron de él hacia dentro.

—No necesitará esto —dijo alguien, y retorció sin ningún esfuerzo el hacha de la presa de Sheerin—. Sólo conseguirá hacerse daño usted mismo con una cosa como ésta, ¿no lo sabe?

Más risas…, un alocado aullar. Lo empujaron hasta el centro de la habitación y formaron un círculo a su alrededor.

Eran siete, ocho, quizá nueve. Hombres y mujeres, y un muchacho casi adolescente. Sheerin pudo ver a la primera ojeada que no eran los residentes legítimos de aquella casa, que debía de haber estado limpia y bien cuidada antes de que ellos la ocuparan. Ahora había manchas en la pared, la mitad de los muebles estaban volcados, había un aún mojado charco de algo —¿vino?— en la alfombra.

Sabía quién era esa gente. Eran ocupantes ilegales, de aspecto tosco y harapiento, sin afeitar, sin lavar. Habían entrado allí al azar, habían tomado posesión del lugar después de que sus propietarios huyeran. Uno de los hombres llevaba sólo una camisa. Una de las mujeres, apenas una muchacha, iba vestida únicamente con unos pantalones cortos. Todos despedían un olor acre y repelente. Sus ojos tenían esa expresión intensa, rígida, descentrada, que había visto un millar de veces en los últimos días. No se necesitaba ninguna experiencia clínica para saber que aquellos eran los ojos de la locura.

Por encima del hedor de los cuerpos de aquellos intrusos, sin embargo, había otro olor, uno mucho más agradable que casi volvió loco a Sheerin: el aroma de comida cocinándose. En la habitación contigua estaban preparando la cena. ¿Sopa? ¿Estofado? Algo hervía allí. Se tambaleó, mareado por su propia hambre y la repentina esperanza de comer algo decente al fin.

—No sabía que la casa estuviera ocupada —dijo suavemente—. Pero espero que me dejen quedar con ustedes esta tarde, y luego seguiré mi camino.

—¿Es usted de la Patrulla? —preguntó suspicaz un hombre corpulento y con una densa barba. Parecía ser el líder.

—¿La Patrulla? —repitió Sheerin, inseguro—. No, no sé nada de ninguna Patrulla. Me llamo Sheerin 501 y soy miembro de la Facultad.

—¡Patrulla! ¡Patrulla! ¡Patrulla! —se pusieron a cantar de pronto, y empezaron a danzar en círculo a su alrededor.

—… de la Universidad de Saro —terminó.

Fue como si hubiera pronunciado un encantamiento. Se detuvieron en seco mientras su voz atravesaba sus estridentes gritos, y guardaron silencio y le miraron de una forma terrible.

—¿Dice que es usted de la universidad? —preguntó el líder en un tono extraño.

—Exacto. Del Departamento de Psicología. Soy profesor, y hago también un poco de trabajo de hospital. Miren, no tengo intención de causarles ningún problema. Tan sólo necesito un lugar donde descansar unas cuantas horas y un poco de comida, si pueden dármela. Sólo un poco. No he comido desde…

—¡Universidad! —gritó una mujer. Por la forma en que lo dijo sonó como algo sucio, algo blasfemo. Sheerin había oído aquel tono antes, en Folimun 66, la noche del eclipse, refiriéndose a los científicos. Resultaba aterrador oírlo.