—¡Universidad! ¡Universidad! ¡Universidad!
Empezaron a girar de nuevo en círculo a su alrededor, cantando otra vez, señalándole, haciendo extraños signos con sus dedos engarfiados. Ya no podía comprender sus palabras. Era un ronco canto de pesadilla, sílabas sin sentido.
¿Era esa gente algún subcapítulo de los Apóstoles de la Llama, que se habían reunido allí para practicar algún arcano rito? No, lo dudaba. Su aspecto era distinto, demasiado sucios, demasiado andrajosos, demasiado dementes. Los Apóstoles, los pocos que había visto, se habían mostrado siempre tajantes, reservados, casi alarmantemente controlados. Además, los Apóstoles no se habían dejado ver por ninguna parte desde el eclipse. Sheerin suponía que todos ellos se habían retirado a algún refugio propio para gozar de la vindicación de sus creencias en privado.
Esta gente, pensó, no eran más que locos errantes sin la menor afiliación.
Y Sheerin creyó ver la muerte en sus ojos.
—Escuchen —dijo—, si he interrumpido alguna ceremonia suya me disculpo, y estoy dispuesto a marcharme ahora mismo. Sólo intentaba entrar porque creí que la casa estaba vacía y tenía tanta hambre. No pretendía…
—¡Universidad! ¡Universidad!
Nunca había visto una expresión de tan intenso odio como la que le estaba ofreciendo aquella gente. Pero también había miedo. Se mantenían lejos de él, tensos, temblando, como si temieran que pudiera lanzar sobre ellos algún terrible e inesperado poder.
Sheerin alzó las manos hacia ellos, implorante. ¡Si tan sólo dejaran de saltar y cantar por un momento! El olor de la comida que se cocinaba en la habitación contigua lo estaba volviendo loco. Sujetó a una de las mujeres por el brazo, con la esperanza de detenerla lo suficiente para pedirle un mendrugo, un tazón de guiso, cualquier cosa. Pero ella se apartó de un salto, siseando como si Sheerin la hubiera quemado con su contacto, y se frotó frenéticamente en el lugar de su brazo donde los dedos de él se habían apoyado brevemente.
—Por favor —dijo—, no pretendía hacerle ningún daño. Soy tan inofensivo como cualquiera de aquí, créame.
—¡Inofensivo! —exclamó el líder, y pareció escupir la palabra—. ¿Usted? ¿Usted, universidad? Usted es peor que la Patrulla. La Patrulla sólo crea unos pocos problemas a la gente. Pero usted destruyó el mundo.
—¿Yo qué?
—Ve con cuidado, Tasibar —dijo una mujer—. Sácalo de aquí antes de que utilice magia contra nosotros.
—¿Magia? —murmuró Sheerin—. ¿Yo?
Le estaban señalando de nuevo, sus dedos apuñalaban el aire de una forma vehemente, terrible. Algunos habían empezado a cantar en murmullos, un bajo y feroz canto que tenía el ritmo de un motor ascendiendo firmemente de revoluciones y que pronto giraría fuera de control.
La muchacha que llevaba sólo los pantalones cortos dijo:
—Fue la universidad la que llamó la Oscuridad sobre nosotros.
—Y las Estrellas —dijo el hombre que llevaba sólo una camisa—. Ellos trajeron las Estrellas.
—Y éste puede traerlas de nuevo —dijo la mujer que había hablado antes—. ¡Echadlo de aquí! ¡Echadlo de aquí!
Sheerin miraba incrédulo todo aquello. Se dijo a sí mismo que hubiera debido predecir algo así. Era un desarrollo demasiado predecible: las sospechas patológicas hacia todos los científicos, hacia toda la gente educada, una fobia irrazonable que debía de estar hirviendo ahora como un virus entre los supervivientes de la noche de terror.
—¿Creen que puedo hacer volver las Estrellas con sólo chasquear los dedos? ¿Es eso lo que les asusta?
—Usted es la universidad —dijo el hombre llamado Tasibar—. Usted conocía los secretos. La universidad trajo la Oscuridad, sí. La universidad trajo las Estrellas, trajo la condenación.
Aquello era demasiado.
Ya resultaba bastante malo ser arrastrado ahí dentro y obligado a inhalar el enloquecedor aroma de aquella comida de la que no le correspondería nada. Pero ser culpado de la catástrofe…, ser considerado como una especie de brujo maligno por aquella gente…
Algo se rompió en Sheerin.
Despectivamente, exclamó:
—¿Es eso lo que creen? ¡Idiotas! ¡Estúpidos locos supersticiosos! ¿Culpar a la universidad? ¿Que nosotros trajimos la Oscuridad? ¡Por todos los dioses, qué estupidez! ¡Nosotros fuimos los que intentamos advertirles!
Gesticuló furioso, con los puños apretados, los golpeó frenético uno contra otro.
—¡Va a traerla de nuevo, Tasibar! ¡Va a derramar la Oscuridad sobre nosotros! ¡Detenle! ¡Detenle!
De pronto estaban todos apiñados a su alrededor, cerrándose sobre él, tendiendo las manos hacia él.
Sheerin, de pie en el centro, adelantó desvalidamente los brazos hacia ellos, como disculpándose, y no intentó moverse. Lamentó haberles insultado, no porque así hubiera puesto en peligro su vida —probablemente ni siquiera habían prestado atención a las cosas que les había llamado— sino porque sabía que si eran así no era por culpa de ellos mismos. Si algo era culpa de él era el no haber intentado con más fuerza ayudarles a protegerse a sí mismos contra lo que sabía que iba a venir.
Esos artículos de Theremon…, si tan sólo hubiera hablado con el periodista, si tan sólo le hubiera convencido de que debía cambiar su tono burlón…
Sí, ahora lamentaba todo eso.
Lamentaba todo tipo de cosas, cosas que había hecho y cosas que había dejado de hacer. Pero ya era demasiado tarde.
Alguien le lanzó un golpe. La sorpresa y el dolor le hicieron jadear.
—Liliath… —consiguió decir.
Entonces cayeron sobre él.
36
Había cuatro soles en el cielo: Onos, Dovim, Patru, Trey. Se suponía que los días de cuatro soles eran afortunados, recordaba Theremon. Y, ciertamente, éste lo era.
¡Carne! ¡Auténtica carne al fin! ¡Era una visión gloriosa!
Era una comida que había conseguido estrictamente por accidente. Pero estaba bien así. Los nuevos encantos de la vida al aire libre se habían ido haciendo más y más tenues para él a medida que se sentía más hambriento. A estas alturas aceptaría alegremente que su carne viniera de donde viniese, muchas gracias y adiós.
El bosque estaba lleno de todo tipo de animales salvajes, la mayoría de ellos pequeños, muy pocos peligrosos, y todos imposibles de atrapar…, al menos con sus manos desnudas. Y Theremon no sabia nada acerca de construir trampas, ni tenía nada con lo que poder hacer una aunque hubiera sabido.
Esos relatos infantiles acerca de gente perdida en los bosques que se adaptaba de inmediato a la vida al aire libre y se convertía al instante en capaces cazadores y constructores de refugios no eran más que eso…, fábulas. Theremon se consideraba un hombre razonablemente competente, como lo eran todos los habitantes de las ciudades; pero sabía que no tenía más posibilidades de cazar alguno de los animales del bosque de las que tenía de hacer que los generadores municipales de corriente funcionaran de nuevo. Y, en cuanto a construir un refugio, lo mejor que había sido capaz de hacer era levantar una especie de cobertizo con ramas y ramillas para protegerse precariamente de la lluvia un día de tormenta.
Pero ahora el tiempo era cálido y bueno de nuevo, y tenía auténtica carne para cenar. El único problema era asarla. Que se maldijera si iba a comerla cruda.
Resultaba irónico que, en medio de una ciudad que había sufrido una casi total destrucción por el fuego, estuviera preguntándose cómo iba a asar un poco de carne. Pero la mayor parte de los peores incendios se habían apagado ya por sí mismos, y la lluvia se había ocupado del resto. Y, aunque por un tiempo en los primeros días después de la catástrofe había dado la impresión como si se iniciaran algunos incendios nuevos, eso ya no parecía estar ocurriendo.