Eran cinco. Hombres, aproximadamente de su misma edad. Parecían tan andrajosos como cualquiera que viviese en el bosque. No parecían especialmente locos, como la mayoría de la gente estos días: sus ojos no estaban velados, no babeaban, tan sólo exhibían una expresión que era a la vez hosca y cautelosa y decidida. No parecía que llevaran más armas que garrotes, pero su actitud era claramente hostil.
Cinco contra uno. De acuerdo, pensó, tomad el maldito graben y atragantaos con él. No era tan estúpido como para empezar una pelea por ello.
—Dije: «¿Qué hace usted, señor?» —repitió el primer hombre, con una voz más fría que antes.
Theremon le miró furioso.
—¿Qué le parece a usted? Intento encender un fuego.
—Eso es lo que pensé.
El desconocido avanzó unos pasos. Cuidadosamente, deliberadamente, lanzó una patada contra el pequeño montón de leña de Theremon. La dolorosamente apilada madera salió disparada por todos lados, y el ensartado graben cayó al suelo.
—Eh, espere un segundo…
—Nada de fuegos aquí, señor. Ésa es la ley. —De una forma brusca, firme, inequívoca—. La posesión de equipo para encender fuego está prohibida. Esta madera pretendía ser utilizada para encender un fuego. Eso es evidente. Y usted, además, ha admitido su culpabilidad.
—¿Culpabilidad? —repitió Theremon, incrédulo.
—Dijo usted que estaba intentando encender un fuego. Esas piedras parecen ser equipo para encender fuego, ¿correcto? La ley es clara al respecto. Prohibido.
A una señal del líder, dos de los otros avanzaron. Uno agarró a Theremon por el cuello y el pecho desde atrás, y el otro cogió de sus manos las dos piedras que había estado usando y las arrojó al lago. Chapotearon y desaparecieron. Theremon, mientras las veía desaparecer, imaginó lo que debió de sentir Beenay al ver sus telescopios destrozados por la turba.
—Suélten… me —murmuró, sin dejar de debatirse.
—Soltadle —dijo el líder. Clavó su pie de nuevo en el proyectado fuego de Theremon, enterrando los trozos de paja y tallos en el suelo—. Los fuegos no están permitidos —le dijo a Theremon—. Ya hemos tenido todos los fuegos que necesitábamos y más. No podemos permitir más fuegos a causa del riesgo, el sufrimiento, el daño que pueden causar, ¿no sabía usted eso? Si intenta encender otro, volveremos y le hundiremos la cabeza, ¿me ha entendido?
—Fue el fuego lo que arruinó el mundo —dijo uno de los otros.
—Fue el fuego el que nos echó de nuestros hogares.
—El fuego es el enemigo. El fuego está prohibido. El fuego es maligno.
Theremon se los quedó mirando. ¿El fuego maligno? ¿El fuego prohibido?
¡Así que estaban locos después de todo!
—La penalización por intentar encender un fuego la primera vez —dijo el primer hombre— es una multa. Le multamos con ese animal de aquí. Para enseñarle a no poner en peligro a la gente inocente. Tómalo, Listigon. Será una buena lección para él. La próxima vez que este amigo agarre algo, recordará que no tiene que intentar conjurar al enemigo sólo porque tenga deseos de comer un poco de carne asada.
—¡No! —exclamó Theremon con voz medio estrangulada, mientras Listigon se agachaba para coger el graben—. ¡Es mío, imbéciles! ¡Mío! ¡Mío!
Y cargó ciegamente hacia ellos, barrida toda cautela por la exasperación y la frustración.
Alguien le golpeó, duramente, en el estómago. Jadeó y boqueó y se dobló sobre sí mismo, aferrándose el vientre con las manos, y alguien más le golpeó desde atrás, un golpe en la rabadilla que casi lo envió de bruces al suelo. Pero esta vez lanzó secamente el codo hacia atrás, notó un satisfactorio contacto, oyó un gruñido de dolor.
Se había visto enzarzado en peleas antes, pero no desde hacía mucho, mucho tiempo. Y nunca en uno contra cinco. Pero no había forma de escapar de ésta ahora. Lo que tenía que hacer, se dijo, era permanecer en pie y retroceder hasta situarse contra la pared de roca, donde al menos no podrían atacarle por detrás. Y entonces simplemente intentar mantenerles a raya a base de patadas y puñetazos, y si era necesario rugiendo y mordiendo, hasta que decidieran dejarlo tranquilo.
Una voz en alguna parte muy dentro de él dijo: Están completamente locos. Es muy probable que sigan can esto hasta que te maten a golpes.
Pero ahora ya no podía hacer nada al respecto, pensó. Excepto intentar mantenerles a raya.
Mantuvo la cabeza baja y golpeó con los puños tan fuerte como pudo, mientras retrocedía hacia la pared. Se apiñaron a su alrededor, golpeándole desde todos los lados. Pero siguió en pie. Su ventaja numérica no era tan abrumadora como había esperado. En una lucha cuerpo a cuerpo, los cinco eran incapaces de lanzarse sobre él a la vez, y Theremon en cambio era capaz de crear confusión en su propio beneficio, golpeando en todas direcciones y moviéndose tan rápidamente como le era posible mientras se agitaban a su alrededor intentando evitar golpearse entre ellos.
Aún así, sabía que no podría resistir mucho tiempo más. Tenía el labio partido y empezaba a hinchársele un ojo, y se estaba quedando sin aliento. Un puñetazo un poco más bien dirigido lo enviaría al suelo. Mantenía un brazo frente a su rostro y golpeaba con el otro, mientras seguía retrocediendo hacia el refugio de la pared rocosa. Pateó a alguien. Hubo un aullido y una maldición. Alguien le devolvió la patada. Theremon la recibió en la cadera y se inclinó hacia un lado, siseando de dolor.
Se tambaleó. Luchó desesperadamente por recobrar el aliento. Resultaba difícil ver, resultaba difícil decir qué estaba ocurriendo. Estaban a todo su alrededor ahora, los puños llovían sobre él desde todos los lados. No iba a alcanzar la pared. No iba a mantenerse en pie mucho tiempo más. Iba a caer, y entonces lo pisotearían, e iba a morir…
Iba… a… morir.
Entonces se dio cuenta de una confusión dentro de la confusión: los gritos de distintas voces, nueva gente que se mezclaba con la que ya había, figuras por todos lados. Estupendo, pensó. Otro puñado de locos que se une a la diversión. Pero quizá pueda escabullirme de algún modo en medio de todo esto…
—¡En nombre de la Patrulla Contra el Fuego, alto! —gritó una voz de mujer, clara, fuerte, autoritaria—. ¡Es una orden! ¡Alto, todos! ¡Apartaos de él! ¡Ahora!
Theremon parpadeó y se frotó la frente. Miró a su alrededor con ojos confusos.
Había cuatro recién llegados en el claro. Parecían seguros de sí mismos y tajantes, y llevaban ropas limpias. Pañuelos verdes que se agitaban al viento rodeaban sus cuellos. Llevaban pistolas de aguja.
La mujer —parecía estar al mando— hizo un rápido gesto imperativo con el arma que sujetaba, y los cinco hombres que habían atacado a Theremon se apartaron de él y se situaron obedientes frente a ella. Les miró con ojos duros y severos.
Theremon contempló incrédulo la escena.
—¿Qué es todo esto? —preguntó la mujer al líder de los cinco, con voz cortante.
—Estaba encendiendo un fuego…, intentándolo…, iba a asar un animal, pero llegamos a tiempo…
—Está bien. No veo ningún fuego aquí Las leyes han sido mantenidas. Podéis iros.
El hombre asintió. Se inclinó para coger el graben.
—¡Eh! —dijo Theremon roncamente—. Eso me pertenece.
—No —dijo el otro—. Lo has perdido. Te multamos por quebrantar las leyes sobre el fuego.
—Yo decidiré el castigo —dijo la mujer— ¡Dejad el animal y marchaos! ¡Ya!
—Pero…
—Marchaos, o seré yo quien os acuse a vosotros ante Altinol. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera!