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—¿Adónde vas a ir, entonces? —dijo Siferra en voz baja.

—Sheerin me dijo que se está formando un auténtico Gobierno provisional en el parque de Amgando. Gente universitaria, quizás algunas personas del antiguo Gobierno, representantes de todo el país, se están reuniendo ahí abajo. Tan pronto como esté lo bastante fuerte para viajar me encaminaré a Amgando.

Ella le miró fijamente. No respondió.

Theremon hizo una profunda inspiración. Al cabo de un momento dijo:

—Ven conmigo al parque de Amgando, Siferra. —Adelantó una mano hacia ella. Añadió en voz baja—: Quédate conmigo esta tarde, en esta pequeña habitación mía. Y por la mañana marchémonos de aquí y vayamos juntos hacia el Sur. Tú no perteneces más que yo a este lugar. Y tenemos cinco veces más posibilidades de llegar a Amgando juntos que las que tendríamos si cualquiera de los dos intentara hacer el viaje solo.

Siferra siguió guardando silencio. Él no retiró su mano.

—¿Bien? ¿Qué dices?

Observó la sucesión de conflictivas emociones que cruzaban el rostro de ella. Pero no se atrevió a intentar interpretarlas.

Evidentemente, Siferra estaba luchando consigo misma. Pero de pronto la lucha llegó a su fin.

—Sí —dijo—. Sí. Hagámoslo, Theremon.

Y avanzó hacia él. Y tomó su mano. Y apagó la bombilla que colgaba sobre sus cabezas, aunque el suave brillo de la luz de la vela al lado de la cama permaneció.

38

—¿Sabes el nombre de esta zona residencial? —preguntó Siferra. Contempló entumecida, desanimada, el carbonizado y espectral paisaje de casas arruinadas y vehículos abandonados en el que habían entrado. Era poco antes del mediodía del tercer día de su huida del Refugio. La intensa luz de Onos iluminaba despiadadamente los ennegrecidos muros, todas las ventanas destrozadas.

Theremon negó con la cabeza.

—Se llamaba algo estúpido, puedes estar seguro de ello. Acres Dorados, o Heredad de Saro, o algo así. Pero como se llamaba no importa ahora. Ya no es una zona residencial. Lo que tenemos aquí era una elegante zona urbanizada, Siferra, pero hoy no es más que arqueología. Uno de los Suburbios Perdidos de Saro.

Habían alcanzado un punto muy al sur del bosque, casi en las afueras del cinturón suburbano que formaba los límites meridionales de Ciudad de Saro. Más allá se extendían las zonas agrícolas, pequeños pueblos y —en alguna parte muy lejos en la distancia, impensablemente lejos— su meta del parque nacional de Amgando.

Cruzar el bosque les había tomado dos días. Habían dormido la primera tarde en el viejo cobertizo de Theremon, y la segunda entre unos arbustos a medio subir la áspera ladera que conducía a las Alturas de Onos. En todo el camino no habían hallado ninguna indicación de que la Patrulla Contra el Fuego estuviera tras sus huellas. Al parecer Altinol no había hecho ningún intento de perseguirles, aunque se habían llevado consigo armas y dos abultadas mochilas de provisiones. Y seguramente, pensaba Siferra, ahora ya estaban más allá de su alcance.

—La Gran Autopista del Sur debería de estar en alguna parte por aquí, ¿no? —dijo.

—Dentro de otros tres o cuatro kilómetros —respondió él—. Si tenemos suerte no hallaremos ningún fuego activo que nos bloquee el camino.

—Tendremos suerte. Cuenta con ello.

Él se echó a reír.

—Siempre el optimismo, ¿eh?

—No cuesta más que el pesimismo —respondió ella—. De una u otra forma, pasaremos.

—Está bien. De una u otra forma.

Avanzaban a buen ritmo. Theremon parecía estarse recuperando con rapidez de la paliza que había recibido en el bosque y de sus días de hambre. Había una sorprendente resistencia en él. Fuerte como era, Siferra tenía que esforzarse para mantener su ritmo.

También se esforzaba para mantener su espíritu alto. Desde su marcha del Refugio no había abandonado ni un momento una actitud esperanzada, siempre confiada, siempre segura de que llegarían sanos y salvos a Amgando y de que hallarían a gente como ellos mismos ya dedicada intensamente al trabajo de planificar la reconstrucción del mundo. Pero, interiormente, no estaba tan segura. Y cuanto más se adentraban ella y Theremon en aquellas agradables regiones suburbanas, más difícil resultaba reprimir el horror, la impresión, la desesperación, un sentimiento de derrota total.

Era un mundo de pesadilla.

No había ninguna forma de escapar de la enormidad de todo aquello. Te volvieras hacia donde te volvieras, sólo veías destrucción.

¡Mira!, pensaba. ¡Mira! La desolación, las cicatrices, los edificios derrumbados, las paredes invadidas ya por las primeras malezas, ocupadas en buena parte por los primeros pelotones de lagartijas. Por todas partes las marcas de aquella terrible noche, cuando los dioses lanzaron una vez más su maldición sobre el mundo. El horrible olor acre del negro humo que se alzaba de los restos de los incendios que las recientes lluvias habían extinguido; el otro humo, blanco y penetrante, que se alzaba en retorcidas volutas de los sótanos aún ardiendo; las manchas sobre todo; los cuerpos en las calles, retorcidos en su agonía final; la expresión de locura en los ojos de aquellas pocas personas supervivientes que de tanto en tanto atisbaban por entre los restos de sus hogares…

Toda gloria desvanecida. Toda grandeza desaparecida. Todo en ruinas, todo…, como si el océano se hubiera alzado, pensó, y hubiera barrido al olvido todos los logros humanos.

Siferra no era ajena a las ruinas. Había pasado toda su vida profesional cavando en ellas. Pero las ruinas que había excavado eran antiguas, ablandadas por el tiempo, misteriosas y románticas. Lo que veía aquí ahora era demasiado inmediato, demasiado doloroso para soportarlo, y no había nada romántico en ello. Había estado preparada para aceptar la caída de las civilizaciones perdidas del pasado: llevaban consigo poca carga emocional para ella. Pero ahora era su propia época la que había sido barrida al cubo de la basura de la historia, y eso era difícil de soportar.

¿Por qué había ocurrido?, se preguntó a sí misma. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

¿Tan malvados fuimos? ¿Tanto nos alejamos del sendero de los dioses que necesitamos ser castigados de este modo?

No.

¡No!

No hay dioses, no hubo ningún castigo.

De eso estaba segura Siferra. No tenía la menor duda de que todo no era más que la obra del ciego azar, traído por los movimientos impersonales de mundos y soles inanimados e indiferentes que entraban en conjunción cada dos mil años en una desapasionada coincidencia.

Eso era todo. Un accidente.

Un accidente que Kalgash se había visto obligado a soportar una y otra vez a lo largo de su historia.

De tanto en tanto las Estrellas aparecían en toda su terrible majestad; y, en una desesperada agonía suscitada por el terror, el hombre volvía sin saberlo su mano contra sus propias obras. Vuelto loco por la Oscuridad; vuelto loco por la feroz luz de las Estrellas. Era un ciclo interminable. Las cenizas de Thombo habían contado toda la historia. Y ahora era Thombo de nuevo. Tal como Theremon había dicho: Este lugar es arqueología ahora. Exacto.