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El mundo que habían conocido había desaparecido. Pero todavía estamos aquí, pensó.

¿Qué debemos hacer? ¿Qué debemos hacer?

El único consuelo que podía hallar entre la desolación era el recuerdo de aquella primera tarde con Theremon, en el Refugio: todo tan repentino, tan inesperado, tan maravilloso. Seguía revisándolo mentalmente, una y otra vez. Su extrañamente tímida sonrisa cuando le pidió que se quedara con él…, ¡no un truco de seductor, en absoluto! Y la expresión en sus ojos. Y la sensación de sus manos contra su piel…, su abrazo, su aliento mezclándose con el de ella…

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que había estado con un hombre? Ya casi había olvidado cómo era…, casi. Y siempre, aquellas otras veces, había habido la intranquila sensación de cometer un error, de tomar un camino equivocado, de emprender un viaje que no debería haber emprendido. No había sido así con Theremon: simplemente dejar caer las barreras y los fingimientos y los temores, una alegre rendición, una admisión, al fin, de que en este desgarrado y torturado mundo ya no tendría que seguir sola, que era necesario formar una alianza, y que Theremon, directo y brusco e incluso un poco áspero, fuerte y decidido y de confianza, era el aliado que necesitaba y deseaba.

Y así se había entregado al fin, sin vacilar y sin lamentarlo.

¡Qué ironía, pensó, que hubiera sido necesario el fin del mundo para llevarla al punto de enamorarse! Pero al menos tenía eso.

Todo lo demás podía haberse perdido; pero tenía eso al menos.

—Mira ahí —dijo de pronto, y señaló—. Un indicador de carreteras.

Era una placa de metal verde que colgaba en un loco ángulo de una farola, con su superficie ennegrecida por las manchas del humo. Estaba perforada en tres o cuatro lugares por lo que probablemente eran agujeros de bala. Pero las brillantes letras amarillas todavía eran razonablemente legibles: GRAN AUTOPISTA DEL SUR, y una flecha que les indicaba que siguieran rectos.

—No puede haber más que otros dos o tres kilómetros desde aquí —dijo Theremon—. Deberíamos alcanzarla a…

Hubo un repentino y agudo sonido zumbante, y luego un resonante restallido que reverberó con un asombroso impacto. Siferra se cubrió los oídos con las manos. Un momento más tarde sintió a Theremon tirar de su brazo, empujarla al suelo.

—¡Abajo! —susurró roncamente él—. ¡Alguien nos está disparando!

—¿Quién? ¿Dónde?

Theremon tenía su pistola de aguja en la mano. Ella extrajo también la suya. Alzó la vista y vio que el proyectil había golpeado contra el indicador de carreteras: había un nuevo orificio entre las primeras dos palabras, borrando algunas de las letras.

Theremon, agachado, avanzó con rapidez hacia la esquina del edificio más cercano. Siferra le siguió, con la sensación de hallarse horriblemente expuesta. Aquello era peor que permanecer de pie desnuda frente a Altinol y la Patrulla Contra el Fuego: un millar de veces peor. El siguiente disparo podía llegar en cualquier momento, desde cualquier dirección, y ella no tenía ninguna forma de protegerse. Ni siquiera cuando dobló la esquina del edificio y se acurrucó contra Theremon en el callejón, respirando pesadamente, con el corazón martilleando alocado, tuvo la seguridad de hallarse a salvo.

Él hizo un gesto con la cabeza hacia una hilera de casas quemadas al otro lado de la calle. Dos o tres de ellas estaban intactas, cerca de la esquina opuesta; y ahora Siferra vio sucios y sombríos rostros que atisbaban desde una ventana de arriba de la más alejada.

—Hay gente ahí arriba. Ocupantes ilegales, supongo. Locos.

—Ya los veo.

—No tienen miedo de nuestros pañuelos de la Patrulla. Quizá la Patrulla no signifique nada para ellos, tan en las afueras de la ciudad. O quizá nos hayan disparado porque los llevamos.

—¿Lo crees posible?

—Cualquier cosa es posible. —Theremon se asomó un poco—. Lo que me pregunto es si intentan dispararnos y su puntería es realmente mala, o si tan sólo quieren asustarnos. Si han intentado dispararnos y todo lo mejor que han podido hacer ha sido alcanzar el indicador de carreteras, entonces podríamos intentar largamos corriendo. Pero si ha sido tan sólo una advertencia…

—Eso es lo que sospecho que ha sido. Un disparo fallido no hubiera ido a dar precisamente en el indicador. Es algo demasiado limpio.

—Probablemente sí —dijo Theremon. Frunció el ceño—. Creo que voy a dejarles saber que estamos armados. Sólo para desanimarles de intentar enviarnos una avanzadilla alrededor de una de esas casas para atrapamos por detrás.

Contempló su pistola de aguja, ajustó la apertura a un haz amplio y máxima distancia. Luego alzó el arma y efectuó un solo disparo. Un estallido de luz roja siseó a través del aire y golpeó el suelo justo frente al edificio donde se habían asomado los rostros. Un furioso círculo calcinado apareció en el césped, y se alzaron retorcidas volutas de humo.

—¿Crees que han visto eso? —preguntó Siferra.

—A menos que estén tan idos que sean incapaces de prestar atención. Pero sospecho que sí lo vieron. Y no les gustó mucho.

Los rostros estaban de vuelta a la ventana.

—Mantente agachada —advirtió Theremon—. Tienen alguna especie de rifle de caza potente. Puedo ver su cañón.

Hubo otro sonido zumbante, otro tremendo impacto. El indicador de carreteras, hecho pedazos, cayó al suelo.

—Puede que estén locos —dijo Siferra—, pero su puntería es malditamente buena.

—Demasiado buena. Sólo jugaban con nosotros cuando dispararon ese primer tiro. Se ríen de nosotros. Nos están diciendo que si asomamos la nariz nos la volarán. Nos tienen atrapados aquí, y disfrutan con ello.

—¿No podemos salir por el otro extremo del callejón?

—Está lleno de cascotes. Y, por todo lo que sé, puede que haya más ocupantes aguardándonos en el otro lado.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer?

—Incendiar esa casa —dijo Theremon—. Quemarlos. Y matarlos, si están demasiado locos para rendirse.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Matarles?

—Si no nos dan otra opción sí, lo haré. ¿Quieres llegar a Amgando, o prefieres pasar el resto de tu vida oculta aquí en este callejón?

—Pero no puedes simplemente matar a la gente, aunque tú…, aunque ellos…

Su voz se apagó. No sabía qué era lo que estaba intentando decir.

—¿Aunque ellos estén intentando matarte, Siferra? ¿Aunque ellos crean que resulta divertido lanzar un par de balas silbando junto a nuestros oídos?

Ella no respondió. Había pensado que empezaba a comprender la forma en que funcionaban las cosas en el monstruoso nuevo mundo que había cobrado vida la tarde del eclipse; pero se dio cuenta de que no comprendía nada, absolutamente nada.

Theremon se había arrastrado de nuevo un corto trecho hacia la calle. Apuntaba con su pistola de aguja.

El estallido incandescente de luz golpeó la blanca fachada de la casa del extremo de la calle. Al instante la madera empezó a volverse negra. Brotaron pequeñas llamas. Trazó una línea de fuego a través de la fachada del edificio, hizo una pausa, disparó de nuevo y trazó una segunda línea encima de la primera.

—Dame tu pistola —pidió a Siferra—. La mía se está sobrecalentando.

Ella le pasó el arma. Él la ajustó y disparó una tercera vez. Toda una sección de la fachada de la casa estaba en llamas ahora. Theremon estaba cortando a través de ella, apuntando su haz al interior del edificio. No hacía mucho tiempo, pensó Siferra, aquella casa blanca de madera había pertenecido a alguien. Allí había vivido gente, una familia, orgullosa de su casa, de su vecindario…, cuidando su césped, regando sus plantas, jugando con sus animales de compañía, dando cenas para sus amigos, sentándose en el patio a beber refrescos y contemplar los soles cruzar el cielo vespertino. Ahora nada de eso significaba nada. Ahora Theremon estaba tendido boca abajo en un callejón lleno de ceniza y cascotes al otro lado de la calle, prendiendo fuego eficiente y sistemáticamente a aquella casa. Porque ésa era la única forma que él y ella podían salir sanos y salvos de aquella calle y seguir su camino hacia el parque de Amgando.