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—¡Theremon!

—Lo sé. ¿De qué hubiera servido? ¿Un Apóstol más o menos? Dejemos que viva. Dejemos que establezca su Gobierno y digamos a todo el mundo que sea lo bastante desafortunado como para vivir al norte de Ciudad de Saro lo que tiene que hacer y que pensar. ¿Por qué debería de importarnos? Nos encaminamos al Sur, ¿no? Lo que hagan los Apóstoles no nos afectará. No serán más que otro de los cincuenta gobiernos rivales en discordia, cuando las cosas tengan la oportunidad de asentarse. Uno entre cinco mil, quizá. Cada distrito tendrá su propio dictador, su propio emperador. —La voz de Theremon se ensombreció bruscamente—. Oh. Siferra, Siferra…

Ella cogió su mano. En voz baja dijo:

—Te estás acusando a ti mismo de nuevo, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—Cuando te alteras de este modo… ¡Theremon, te digo que no eres culpable de nada! Esto hubiera ocurrido de todos modos, no importa lo que escribiste o dejaste de escribir en el periódico. ¿Acaso no lo ves? Un hombre solo no hubiera podido cambiar nada. Esto era algo por lo que el mundo estaba destinado a pasar, algo que no podía haberse prevenido, algo…

—¿Destinado? —dijo él secamente—. ¡Qué extraña palabra para oírla de tus labios! La venganza de los dioses, ¿es eso lo que quieres decir?

—No he dicho nada acerca de dioses. Tan sólo quiero decir que Kalgash Dos estaba destinado a llegar, no por los dioses sino simplemente por las leyes de la astronomía, y el eclipse estaba destinado a producirse, y el Anochecer, y las Estrellas…

—Sí —dijo Theremon con voz indiferente—. Supongo que sí.

Siguieron caminando por un trecho de calzada donde se habían detenido pocos coches. Onos se había puesto, y en el cielo estaban los soles vespertinos, Sitha y Tano y Dovim. Un frío viento soplaba del Oeste. Theremon notó que el sordo dolor del hambre crecía en él. Hoy no se habían parado a comer en todo el día. Ahora se detuvieron y acamparon entre dos coches aplastados y prepararon un poco de comida seca de la que habían traído consigo del Refugio.

Pero, pese a lo hambriento que estaba, descubrió que tenía poco apetito, y tuvo que obligarse a tragar la comida bocado a bocado. Los rígidos rostros de los cadáveres le miraban desde los coches cercanos. Mientras caminaban había sido capaz de ignorarlos; pero ahora, sentado allí en lo que en su tiempo había sido la más espléndida autopista de la provincia de Saro, no podía apartar su vista de la mente. Había momentos en los que tenía la sensación de que él mismo los había asesinado.

Prepararon una cama con algunos asientos que habían saltado fuera de los coches que habían colisionado y durmieron muy juntos, un sueño inquieto y entrecortado que no hubiera sido mucho peor si hubieran intentado dormir directamente en el cemento de la calzada.

Durante la tarde les llegaron gritos, roncas risas, el distante sonido de cantos. Theremon despertó una vez y miró por encima del borde de la autopista elevada, y vio distantes fuegos de campaña en un campo allá abajo, quizás a veinte minutos de marcha hacia el Este. ¿Había dormido alguien alguna vez bajo un techo últimamente? ¿O el impacto de las Estrellas había sido tan universal, se preguntó, que toda la población del mundo había abandonado sus casas y hogares para acampar al aire libre como él y Siferra estaban haciendo, bajo la luz familiar de los eternos soles?

Finalmente se adormeció hacia el amanecer. Pero apenas se había quedado dormido cuando apareció Onos, rosa y luego dorado en el Este, extrayéndole de fragmentarios y aterradores sueños.

Siferra ya estaba despierta. Tenía el rostro pálido, los ojos enrojecidos e hinchados.

Theremon esbozó una sonrisa.

—Estás hermosa — le dijo.

—Oh, esto no es nada —respondió ella—. Tendrías que verme cuando no me he lavado en dos semanas.

—Pero yo quería decir…

—Sé lo que querías decir —le interrumpió ella—. Supongo.

Aquel día cubrieron seis kilómetros, y todos fueron difíciles, paso a paso.

—Necesitamos agua —dijo Siferra cuando empezó a alzarse el viento de la tarde—. Tendremos que tomar la próxima rampa de salida que encontremos e intentar hallar un arroyo.

—Sí —dijo él—. Supongo que tendremos que hacerlo.

Theremon no se sentía muy tranquilo acerca de descender. Desde el inicio del viaje habían tenido virtualmente la autopista para ellos solos; y a estas alturas había empezado a sentirse casi como en su casa en ella, de una forma extraña, entre la maraña de vehículos aplastados y convertidos en chatarra. Ahí abajo, en los campos abiertos por donde se movían las bandas de refugiados. Es extraño, pensó, que los llame refugiados, como si yo simplemente estuviera en una especie de vacaciones, no había forma de decir en qué problemas podían meterse.

Pero Siferra tenía razón. Tenían que bajar y encontrar agua. La provisión que habían traído con ellos estaba completamente agotada. Y quizá necesitaran pasar algún tiempo lejos de la infernal e interminable sucesión de coches aplastados y de ver cadáveres antes de reanudar su camino hacia Amgando.

Señaló hacia un indicador a poca distancia frente a ellos.

—Un kilómetro hasta la próxima salida.

—Deberíamos poder llegar allí en una hora.

—En menos —dijo él—. La calzada parece bastante despejada ahí delante. Saldremos de la autopista y haremos lo que tengamos que hacer tan rápido como podamos, y luego será mejor que volvamos aquí arriba para dormir. Es más seguro acostarse fuera de la vista entre un par de estos coches que correr Siferra vio la lógica de aquello. En aquel relativamente despejado tramo de autopista avanzaron con rapidez hacia la cercana rampa de salida, viajando más aprisa de lo que lo habían hecho en cualquiera de sus secciones anteriores. En casi nada de tiempo llegaron al siguiente indicador, el que advertía de que estaban a medio kilómetro de la salida.

Pero entonces su rápido avance se vio bruscamente puesto a prueba. En aquel punto hallaron la calzada bloqueada por un montón tan inmenso de coches aplastados que Theremon temió por un momento que no fueran capaces de cruzarlo.

Debía de haberse producido una serie de realmente monstruosos choques allí, algo terrible incluso bajo los estándares de todo lo que él y Siferra habían visto en la autopista. Dos enormes camiones de transporte parecían hallarse en medio de todo, encajados de frente el uno en el otro como dos enormes bestias peleándose en la jungla; y parecía que docenas de coches se habían empotrado sucesivamente en ellos, dando una voltereta y cayendo sobre aquellos que les seguían, construyendo una gigantesca barrera que alcanzaba de un lado de la calzada hasta el otro y por encima de las protecciones laterales a los márgenes de la autopista. Ventanillas rotas y parachoques doblados, afilados como hojas de afeitar, brotaban por todas partes, y hectáreas de cristales rotos dejaban oír un siniestro tintineo cuando el viento jugueteaba con ellos.

—Por aquí —dijo Theremon—. Creo que veo un camino…, hacia arriba a través de esta abertura, y luego por encima del camión de la izquierda…, no, no, eso no funcionará, tendremos que ir por debajo de…

Siferra fue tras él. Él le mostró el problema —un amontonamiento de coches volcados que les aguardaban al otro lado, como un campo de cuchillos apuntando hacia arriba— y ella asintió. En vez de ello fueron por debajo, un lento, sucio y penoso arrastrarse por entre fragmentos de cristal y charcos de combustible. A medio camino hicieron una pausa para descansar antes de continuar hacia el otro lado del amontonamiento.

Theremon fue el primero en emerger.

—¡Dioses! —murmuró mientras contemplaba con asombro la escena que se abría ante él—. ¿Y ahora qué?