—Quizá —susurró—, si nos deslizamos agachados por esta hierba alta de aquí, y un par de Apóstoles aparecen por esta parte por alguna razón, podamos saltar sobre ellos antes de que sepan lo que ocurre.
Se agachó. Echó a andar por entre la hierba. Siferra fue tras él, a su paso.
Diez metros. Veinte. Simplemente sigue andando, con la cabeza gacha, procurando no agitar demasiado la hierba, hasta aquella loma, y luego espera…, espera…
Una voz dijo de pronto, justo detrás de ellos:
—Vaya, ¿qué es lo que tenemos aquí? Un par de serpientes muy peculiares, ¿no?
Theremon se volvió, miró, jadeó.
¡Dioses! ¡Apóstoles, siete u ocho de ellos! ¿De dónde habían salido? ¿Un picnic privado en el campo? ¿Junto al que habían pasado él y Siferra sin siquiera darse cuenta?
—¡Corre! —le gritó a su compañera—. ¡Tú por ese lado…, yo por el otro…!
Se lanzó hacia su izquierda, hacia los pilares que sostenían la autopista. Quizá pudiera ganarles…, desaparecer entre los árboles al otro lado de la autopista…
No. No. Era fuerte y rápido, pero ellos eran más fuertes, más rápidos. Vio que iban a alcanzarle.
—¡Siferra! —aulló—. ¡Sigue corriendo! ¡Sigue… corriendo!
Quizás ella lo había conseguido. Ya no la veía. Los Apóstoles estaban a todo su alrededor. Su mano fue en busca de su pistola de aguja, pero uno de ellos sujetó de inmediato su brazo, y otro lo agarró por la garganta. La pistola fue arrancada de su mano. Una pierna se deslizó entre las suyas, tiró, le hizo trastabillar. Cayó pesadamente, rodó sobre sí mismo, miró hacia arriba. Cinco rostros encapuchados, muy serios, rígidos, le devolvieron la mirada. Uno de los Apóstoles le apuntaba al pecho con su propia pistola.
—Levántate —dijo el Apóstol—. Lentamente. Con las manos arriba.
Theremon se puso torpemente en pie.
—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —preguntó el Apóstol.
—Vivo aquí. Mi esposa y yo estábamos tomando un atajo a través de estos campos, de vuelta a casa…
—La granja más cercana está a ocho kilómetros. Un atajo muy largo. —El Apóstol hizo un gesto con la cabeza hacia el campamento—. Ven con nosotros. Folimun querrá hablar contigo.
—¡Folimun!
Así que había sobrevivido después de todo a la noche del eclipse. ¡Y estaba a cargo de la expedición contra Amgando!
Theremon miró a su alrededor. No había la menor señal de Siferra. Esperó que hubiera vuelto a la autopista y se encaminara hacia Amgando tan rápido como pudiera. Una débil esperanza, pero la única que le quedaba.
Los Apóstoles le condujeron hacia el campamento. Era una extraña sensación hallarse entre tantas figuras encapuchadas. Nadie le prestó especial atención, sin embargo, mientras sus captores le empujaban hacia la más grande de las tiendas.
Folimun estaba sentado en un banco en la parte de atrás de la tienda, examinando un fajo de papeles. Volvió sus helados ojos azules hacia Theremon, y su delgado y afilado rostro se ablandó por un instante cuando una sonrisa de sorpresa lo cruzó.
—¿Theremon? ¿Usted aquí? ¿Qué está haciendo…, cubriendo la información para el Crónica?
—Viajo al Sur, Folimun. Me he tomado unas pequeñas vacaciones, puesto que las cosas están un poco inestables allá en la ciudad. ¿Le importaría decirles a esos matones suyos que me suelten?
—Soltadle —dijo Folimun—. ¿Adónde se dirige exactamente?
—Eso no le importa.
—Déjeme que yo juzgue eso. Va a Amgando, ¿verdad? ¿Theremon?
Theremon ofreció al cultista una fría mirada.
—No veo ninguna razón por la que deba decirle nada.
—¿Después de todo lo que yo le dije a usted, cuando me entrevistó?
—Muy divertido.
—Quiero saber adónde se dirige, Theremon.
Entretenle, pensó Theremon. Entretenle durante tanto como puedas.
—Declino responder a esa pregunta, o a ninguna otra que pueda hacerme. Discutiré mis intenciones sólo con Mondior en persona —dijo con tono firme y decidido.
Folimun no respondió por un momento. Luego sonrió de nuevo, un rápido destello que apareció y desapareció. Y después, de pronto, inesperadamente, estalló en auténticas carcajadas.
—¿Mondior? —dijo, sus ojos brillaron regocijados—. No existe ningún Mondior, amigo mío. Nunca ha existido.
42
Le resultó difícil a Siferra creer que había conseguido realmente escapar. Pero eso era lo que parecía. La mayoría de los Apóstoles que les habían sorprendido en el campo habían ido tras Theremon. Al mirar una vez hacia atrás les vio rodeándole como una jauría de perros en torno a su presa. Lo habían derribado; seguramente había sido capturado.
Sólo dos de los Apóstoles la habían perseguido a ella. Siferra había golpeado a uno en el rostro, duramente, con la parte plana de su mano al extremo de su brazo rígidamente extendido, y a la velocidad a la que corría el impacto lo arrojó de espaldas al suelo. El otro era gordo y torpe y lento; en unos momentos Siferra lo hubo dejado atrás.
Regresó por el camino por el que Theremon y ella habían venido, hacia la autopista elevada. Pero no parecía prudente subir a ella. La autopista era demasiado fácil de bloquear, y no había ninguna forma segura de bajar de ella excepto por las rampas de salida. Sería meterse en una trampa si subía allí. Y, aunque no hubiera bloqueos allá delante, sería muy sencillo para los Apóstoles ir tras ella en sus camiones y atraparla un par o tres de kilómetros más allá.
No, lo que había que hacer era correr a los bosques del otro extremo de la autopista. Los camiones de los Apóstoles no podrían seguirla allí. Le sería fácil perderse entre aquellos arbustos bajos y ocultarse allí para pensar su próximo movimiento.
¿Y cuál sería ése?, pensó.
Tenía que admitir que la idea de Theremon, por alocada que fuera, seguía siendo su única esperanza: robar de algún modo un camión, ir con él hasta Amgando y dar la alarma antes de que los Apóstoles pudieran poner de nuevo en movimiento su ejército.
Pero Siferra sabía que no había ni la más remota posibilidad de que pudiera simplemente acercarse de puntillas a un camión vacío, subir a él y alejarse del campamento. Los Apóstoles no eran tan estúpidos como eso. Tendría que ordenar a uno de ellos a punta de pistola que pusiera en marcha el camión por ella y le entregara los controles. Y eso implicaba llevar a cabo la complicada maniobra de intentar coger por sorpresa a algún Apóstol extraviado, ponerse sus ropas, deslizarse dentro del campamento, localizar a alguien que pudiera abrir uno de los camiones para ella…
Se sintió desanimada. Era todo tan implausible. Igual podía tomar en consideración intentar rescatar a Theremon ya que estaba puesta…, entrar en el campamento con su pistola de aguja llameando, tomar rehenes, pedir su inmediata liberación…, oh, era una absoluta locura, un sueño estúpidamente melodramático, una torpe maniobra surgida de algún libro de aventuras barato para niños…
Pero, ¿qué haré? ¿Qué haré?
Se acurrucó en medio de un grupo de arbolillos muy apretados de largas hojas plumosas y aguardó a que pasara el tiempo. Los Apóstoles no dieron ningún signo de levantar el campamento: todavía podía ver el humo de su fogata contra el cielo del atardecer, y sus camiones aún estaban apareados donde habían estado antes a lo largo de la carretera.
La tarde iba avanzando. Onos había desaparecido del cielo. Dovim flotaba sobre el horizonte. Los únicos soles sobre su cabeza eran sus menos favoritos, los tristes y apagados Tano y Sitha, que arrojaban su fría luz desde su distante lugar en el borde del universo. O lo que la gente había creído que era el borde del universo, en aquellos lejanos e inocentes días antes de que aparecieran las Estrellas y les revelaran lo inmenso que era en realidad el universo.