—¿Cuánto tiempo han necesitado los Apóstoles para programar esa frase en ti? —preguntó ella.
Él frunció el ceño, dolido.
—No. No. Lo digo en serio, Siferra. No intentaré decirte que nunca he dicho esas palabras a nadie antes. Pero ésta es la primera vez que las digo seriamente.
—La más vieja frase del libro —dijo Siferra desdeñosamente.
—Supongo que me merezco eso. Theremon el hombre de las damas. Theremon el seductor de la ciudad. Está bien, de acuerdo. Olvida que lo he dicho. No. No. Hablo en serio, Siferra. Viajar contigo estas últimas, semanas, estar contigo por la mañana y al mediodía y por la tarde…, no ha habido ni un momento en el que no te haya mirado y haya pensado para mí mismo: Ésta es la mujer a la que he estado aguardando todos estos años. Ésta es la mujer que jamás me atreví a imaginar que podía llegar a encontrar.
—Muy emocionante, Theremon. Y la mejor forma que puedes encontrar para demostrar tu amor es agarrarme por detrás, romperme prácticamente el brazo en el proceso, y entregarme a Mondior. ¿Correcto?
—Mondior no existe, Siferra. No hay tal persona.
Por un instante vio el parpadeo de sorpresa y curiosidad que atravesó su hostilidad.
—¿Qué?
—No es mas que una construcción mítica conveniente, ensamblada a partir de síntesis electrónicas para hacer discursos por televisión. Nadie ha celebrado una audiencia con él, ¿no? Nunca ha sido visto en público. Folimun lo inventó como un portavoz público. Puesto que Mondior nunca aparece en público, puede estar en la televisión en cinco países distintos a la vez, por todo el mundo…, nadie puede estar nunca seguro de dónde está realmente, y así puede ser mostrado simultáneamente. Folimun es la auténtica cabeza de los Apóstoles de la Llama. Simplemente se esconde tras el papel de relaciones públicas. De hecho él da todas las órdenes, como lo ha estado haciendo durante los últimos diez años. Antes de él había alguien llamado Bazret, que ahora está muerto. Bazret fue quien inventó a Mondior, pero Folimun es quien lo llevó a su actual eminencia.
—¿Folimun te contó todo esto?
—Me contó algo, sí. Adiviné el resto, y él me lo confirmó. Me mostrará el aparato de Mondior cuando volvamos a Ciudad de Saro. Los Apóstoles planean restablecer las transmisiones de televisión en otras pocas semanas.
—Está bien —dijo Siferra secamente—. El descubrimiento de que Mondior es una farsa te abrumó tanto con su artera habilidad que decidiste de inmediato que tenías que unirte absolutamente a Folimun. Y tu primera misión fue entregarme a mí. Así que acechaste por los alrededores en mi busca, y me cogiste por sorpresa, y así te aseguraste de que la gente allá en Amgando caerá también bajo las garras de Folimun. Un buen trabajo, Theremon.
—Folimun se encamina a Amgando, sí —dijo Theremon—. Pero no tiene intención de hacer ningún daño a los que se han congregado allí. Desea ofrecerles puestos en el nuevo Gobierno.
—Dios altísimo, Theremon, no creerás…
—Sí. ¡Sí, Siferra! —Theremon adelantó las manos, con los dedos muy abiertos, en un gesto agitado—. Puede que yo sea un mero periodista ordinario, pero al menos admite que no soy estúpido. Veinte años en el negocio del periodismo me han convertido en un excelente juez del carácter de las personas, al menos. Folimun me impresionó de una forma extraña desde la primera vez que lo conocí. Me pareció algo muy distinto a un loco, algo completamente opuesto: muy complejo, astuto, agudo. Y he estado hablando con él durante las últimas ocho horas. Nadie ha dormido aquí esta tarde. Ha puesto al desnudo todo su plan. Me ha mostrado el esquema completo. ¿Aceptarás, como premisa de discusión, que es posible que yo sea capaz de conseguir una lectura psicológica bastante acertada de una persona durante el transcurso de una conversación de ocho horas?
—Bueno… —dijo ella a regañadientes.
—O bien es completamente sincero, Siferra, o es el mejor actor del mundo.
—Puede ser ambas cosas. Eso sigue sin convertirle en alguien en quien deseemos confiar.
—Quizá no. Pero yo lo hago. Ahora.
—Adelante.
—Folimun es un hombre totalmente desapasionado, casi monstruosamente racional, que cree que lo único que tiene auténtica importancia es la supervivencia de la civilización. Debido a que ha tenido acceso, a través de su antiquísimo culto religioso, a registros históricos de ciclos anteriores, sabe desde hace muchos años lo que todos los demás acabamos de aprender de la forma más dura posible: que Kalgash está condenado a tener una visión de las Estrellas una vez cada dos mil años, y que esta visión es tan abrumadora que hace pedazos las mentes ordinarias y causa incluso a las más fuertes trastornos que pueden durar días o semanas. Está dispuesto a dejarte ver todos sus antiguos documentos, por cierto, cuando regresemos a Ciudad de Saro.
—Ciudad de Saro ha sido destruida.
—No la parte controlada por los Apóstoles. Se aseguraron condenadamente bien de que nadie encendiera ningún fuego dentro de un kilómetro de los límites de su ciudad por todos lados.
—Muy eficiente por su parte —dijo Siferra.
—Son gente eficiente. Está bien: Folimun sabe que en una época de locura total la mejor esperanza de mantener las cosas más o menos unidas es un totalitarismo religioso. Tú y yo podemos creer que los dioses son sólo viejas fábulas, Siferra, pero hay millones y millones de personas ahí fuera, lo creas o no, que tienen una visión muy distinta del asunto. Ya empiezan a sentirse inquietos acerca de haber hecho cosas que ellos consideran pecaminosas, por miedo de que los dioses les castiguen. Y ahora tienen un absoluto temor a los dioses. Creen que las Estrellas pueden volver mañana, o pasado mañana, y terminar el trabajo… Y bueno, aquí están los Apóstoles, que afirman tener una línea directa a los dioses y poseen todo tipo de pasajes sagrados que lo demuestran. Se hallan en mejor posición para establecer un Gobierno mundial que Altinol, o los pequeños señores provinciales, o los fugitivos restos de los anteriores Gobiernos, o cualquier otro. Son la mejor esperanza que tenemos.
—Estás hablando en serio —dijo Siferra, maravillada—. Folimun no te ha hipnotizado, Theremon. Has conseguido hacerlo tú mismo.
—Mira —dijo él—. Folimun ha estado trabajando toda su vida hacia este momento, porque sabía que ésta es la generación de Apóstoles sobre la que recaerá la responsabilidad de garantizar la supervivencia. Ha elaborado todo tipo de planes. Ha iniciado ya la acción de establecer control sobre enormes territorios al norte y al oeste de Ciudad de Saro, y a continuación va a hacerse cargo de las nuevas provincias a lo largo de la Gran Autopista del Sur.
—Y establecerá una dictadura teocrática que empezará su reinado ejecutando a todos los universitarios ateos, cínicos y materialistas como Beenay y Sheerin y yo.
—Sheerin ya está muerto. Folimun me dijo que su gente halló su cuerpo en una casa en ruinas. Al parecer fue muerto hace algunas semanas por una pandilla de locos antiintelectuales.
Siferra apartó la vista, incapaz por un momento de sostener la mirada de Theremon. Luego le miró más furiosa que antes y dijo:
—Y aquí estamos. Primero Folimun envía a sus esbirros a destruir el observatorio: Athor también resultó muerto, ¿verdad…?, luego elimina al pobre e inofensivo Sheerin. Y ahora todo el resto de nosotros seremos…
—Él intentaba proteger a la gente del observatorio, Siferra.
—No lo hizo demasiado bien, ¿no crees?
—Las cosas se le escaparon de las manos. Lo que deseaba hacer era rescatar a todos los científicos antes de que empezaran los tumultos…, pero, debido a que actuaba bajo el disfraz de un fanático de ojos alocados, no tenía forma de persuadirles de que oyeran lo que les estaba ofreciendo, que era proporcionarles un salvoconducto al Refugio de los Apóstoles.