Eric Garcia
Anonymus Rex
The first book in the Dinosaur Mafia series, 1999
Traducción de Gerardo Di Masso
Para mi esposa, Sabrina, que es mi albahaca, mi cilantro y mi mejorana,
todas en una
Y para mis padres, Manny y Judi,
cuya fe es infinita,
v quienes me. hacían usar dos veces los calcetines
Nunca he sido insensible, pero lo estoy intentando. Lo estoy intentando con todas mis tuerzas.
AGRADECIMIENTOS
En primer lugar, y sobre todo, quiero dar las gracias a Barbara Zitwer Alicea, la mejor agente literaria del universo conocido (y una persona absolutamente maravillosa), sin cuya ayuda este libro tendría una forma muy diferente y aún estaría acumulando polvo en una estantería de mi casa. Y un agradecimiento tamaño Tyrannosaurus rex a Jonathan Kaip, mi editor en Random House / Villard, quien vio algo que brillaba enterrado en los posos de brea de mi novela y me ayudó a sacarlo de allí y quitarle la suciedad.
También quiero mostrar mi agradecimiento a todos aquellos que leyeron el libro en sus comienzos y cuyas críticas siempre fueron constructivas, y a los familiares y amigos que me brindaron su ayuda y apoyo: Steven Solomon, Alan Cook, Ben Rosner, Julie Sheinblatt, Brett Oberst, Michele Kuhns, Rob Kurzban, Crystal Wrighl, Beverly Erickson y Howard Erickson.
1
No puedo negarlo: esta noche le he dado duro a la albahaca y me he pasado de rosca. Medio ramillete en el club Tar Pit, otro cuarto en los lavabos, medio más mientras conducía por la Ciento Uno, dos en tanto esperaba en el coche, y ahora es cuando el colocón comienza a invadir el cráneo, un pelotazo que me tiene saltando sobre mi propia cola. He conseguido la hierba fresca esta misma noche; media libra en Trader's Joe, en la zona de La Brea. Gene, el encargado del garito, siempre tiene una reserva oculta para sus clientes especiales, y aunque ocasionalmente se necesitan cinco o diez pavos para mantener a Gene de buen humor, no hay otra hierba como la albahaca de Gene. Te pone a cien, y deseas alcanzar un estado alucinógeno total cuando, de pronto, ya lo has conseguido, y entonces te preguntas cómo cono es posible que nunca antes hayas estado en ese lugar.
La cámara cuelga de mi cuello sin la cubierta del objetivo; tira con fuerza de mí, implorando entrar en acción. Se trata de una mierda de Minolta que compré por cuarenta pavos; es de pésima calidad por donde se la mire, pero no puedo husmear en la vida de los demás sin una cámara y el mes pasado no conseguí ganar la pasta suficiente como para sacar la buena de la casa de empeños. Por eso, necesito este trabajo; por eso, y para pagar la hipoteca, y el coche, y las tarjetas de crédito.
Un par de faros atraviesan la oscuridad, arrastrándose lentamente por las calles. También hay luces intermitentes, anaranjadas: polis. Me hundo en el asiento. Soy bajo. No me ven. El coche pasa de largo. Las luces traseras inundan los tranquilos suburbios con un baño de pálido carmesí.
En el interior de esa casa, al otro lado de la calle -esa casa, allí, con el jardín perfectamente cuidado, las falsas luces de gas de seguridad, el camino particular de hormigón-, se encuentra la potencial salvación de este mes para mí. En otro tiempo, un caso así habría significado una renta de entre veinte y cincuenta mil dólares una vez que Ernie y yo hubiésemos terminado de incluir honorarios, gastos y cualquier cosa que se nos hubiese pasado por la cabeza en el momento de hacer la factura; hoy, sin embargo, tendré suerte si consigo sacar novecientos pavos. Me duele la cabeza. Me meto otro poco de albahaca en la boca, y mastico, mastico, mastico.
Es el tercer día de una operación de vigilancia de tres días. He dormido en el coche, he comido en tugurios infestados de ratas y tengo los ojos hechos polvo por el esfuerzo de discernir los detalles a distancia. Llevo una hora y media sentado en el coche, esperando a que se enciendan las luces del dormitorio. Es inútil tomar fotografías de una ventana oscura, y un informe de primera mano no sirve de nada. A las esposas furiosas les importa un huevo lo que un detective privado pueda ver u oír. Somos personas no gratas. Ellas quieren fotos, muchas fotos. Algunas quieren vídeos. Otras quieren sonido. Todas quieren pruebas. Así pues, si bien yo he sido testigo presencial de cómo el señor Ohmsmeyer tontea, acaricia, abraza y, en general, pone cara de imbécil ante una mujer que no es su esposa y tampoco un miembro cercano de su familia, y aunque mi instinto me dice que él y esa muñeca desconocida han representado un huracán sexual a través de las habitaciones de esa casa durante los últimos noventa minutos, eso no significa nada para la señora Ohmsmeyer, mi dienta, hasta que yo no sea capaz de plasmar la juerga en un negativo; de modo que estaría encantado si se limitasen a encender las jodidas luces.
Una luz ilumina de pronto la sala de estar, y las siluetas se recortan detrás de las cortinas. Busco a tientas la manija de la puerta, y doy un ligero empujón. Ya estoy fuera del coche y me tambaleo en dirección a la casa; el disfraz humano de mis piernas me traiciona a cada paso. Es curioso que el suelo forme esos nudos. Me detengo, recupero el equilibrio, vuelvo a perderlo. Un árbol cercano detiene mi caída.
No me preocupa que alguien pueda verme u oírme, pero desmayarse en el jardín de una casa en un estado de estupor causado por el exceso de albahaca puede acarrear complicaciones cuando amanezca. Haciendo un esfuerzo, con los músculos flexionados y las piernas ligeramente dobladas, atravieso el jardín, salvo un pequeño seto y me doy de bruces contra la tierra. El barro salpica mis pantalones; ahí se quedará. No tengo dinero para una limpieza en seco.
La ventana es baja; la parte inferior del marco queda justo por encima de mi línea de visión. Las cortinas son finas, probablemente de algodón; un asco para las fotografías. Ahora las siluetas están bailando. Resultan figuras brumosas que se mueven hacia atrás, dos-tres, y a la izquierda, dos-tres. Por los gemidos y gruñidos amortiguados que me llegan, yo diría que están preparados para una noche de acción.
El objetivo está dispuesto. Enfoco, enmarcando la escena para obtener una limpia y nítida instantánea; aunque, bien mirado, no debe ser demasiado limpia. Ningún tribunal dictaría una sentencia firme de divorcio, con un arreglo sustancioso, sobre la base de una fotografía que probara el flagrante adulterio desde la perspectiva de una composición de Ansel Adams. Lo que es ilícito debe parecer ilícito. Tal vez sea suficiente una pequeña mancha en la copia, un borrón accidental; eso sí: la toma ha de hacerse siempre, siempre, en blanco y negro.
Se enciende otra luz, esta vez en el pasillo. Ahora puedo distinguir algunos rasgos, y está muy claro que los dos amantes han mudado sus pieles. Las colas extendidas se agitan en el aire; las garras expuestas dejan surcos en el papel de la pared. La pasión lleva a la pareja a cometer imprudencias; incluso puedo ver el disfraz de mamífero de la mujer detrás del sofá, el pelo rubio tejido entre los cojines que yacen en el suelo y brazos humanos que cuelgan flácidos sobre el borde del sofá como una cinta de caja registradora. Dos formas demasiado concentradas en su libido como para ocultar sus posturas naturales se mueven pesadamente a través del pasillo, en dirección al dormitorio. Tengo que llegar a la ventana de esa estancia.
Consigo ponerme de pie antes de volverme a caer hacia atrás; entonces decido que lo mejor es que me arrastre hacia el costado de la casa. Hay tierra, lodo y suciedad, pero resulta preferible a tratar de levantar la cabeza por encima de las rodillas. En mi recorrido paso junto a un bello jardín y vomito sobre un parterre cubierto de begonias. Empiezo a sentirme mucho mejor.