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– ¡Eh, usted! Sí, usted, en el rincón.

Lentamente, de mala gana, me doy la vuelta, preparado para mentir, dispuesto a lanzar una risita nerviosa y decir: «Disculpe mi comadreja, o debe de ser mi camisa. ¿Una cola? ¡Por Dios bendito, no! ¡Es para morirse de risa! ¿Una cola en alguien tan inconfundiblemente humano como yo? ¡Qué absurdo!»

Y entonces las grapas ceden. Con el sonido de un centenar de garras rasgando un centenar de pizarras cubiertas de tiza, mi cola se libera de su encierro, separando limpiamente en dos mis nuevos pantalones Dockers. Varios jirones de esa confortable mezcla de algodón y poliéster flotan en el aire.

Lentamente, casi con lujuria, los años que me restan de vida cruzan como un relámpago delante de mis ojos. Comienzan con el intruso chillando como una adolescente en una casa hechizada, corriendo escaleras abajo, huyendo del edificio, concertando una cita urgente con su psiquiatra y vomitando las tripas mientras habla del medio hombre, medio bestia que «prácticamente le atacó, por Dios», en el interior de los restos humeantes de un club nocturno de Studio City. Al lío lo encierran en un manicomio, pero eso no tiene importancia. La noticia de mi indiscreción se extiende por todas partes y acabo solo y sin blanca, vendiendo mecheros en una esquina, excomulgado formalmente por el Consejo y condenado al ostracismo por la comunidad de dinosaurios por haber revelado el secreto más clasificado de todos los secretos clasificados: nuestra existencia.

– ¡Jesús, Rubio! -se escucha nuevamente la voz-. Con una cola como ésa seguramente te llevarás a todas las nenas de calle.

Mis ojos se apartan de esas exageradas y patológicas fantasías, y regresan al segundo nivel del club Evolución, donde se encuentran con un sonriente sargento Dan Patterson, veterano detective del Deparlamento de Policía de Los Ángeles y uno de los mejores brontosaurios que he conocido nunca.

Nos abrazamos, mientras mi corazón está a punto de salir volando de la cavidad torácica.

– ¿Te doy miedo? -pregunta Dan entretanto una sonrisa taimada le curva las comisuras de sus anchos labios. Su olor, una mezcla de aceite de oliva extra virgen y grasa de cigüeñal, no es muy intenso hoy, lo que probablemente explique el hecho de que no lo haya olido cuando se acercaba.

– ¿Miedo? ¡Diablos, tío!, soy un velocirraptor.

– Por eso volveré a preguntártelo: ¿te doy miedo?

Nos ocupamos de mi recalcitrante cola y nos turnamos para empujar a la rebelde para todos lados. Los músculos tensos de Dan, evidentes debajo de su disfraz de afroamericano de mediana edad, se agitan mientras finalmente nos las ingeniamos para volver a meter a la criatura en su escondite, ajustar las grapas G y cerrar las hebillas sin provocar nuevos daños. En el Camry llevo unos pantalones de repuesto y, siempre que los que aún visto no decidan disolverse espontáneamente más de lo que ya lo están, debería permanecer con un atuendo decente unos cuantos minutos más. Que yo sepa, Dan Patterson no es un especialista en moda y no parece preocupado en absoluto por mi actual estado de semidesnudez.

Me alegro de verte, tío -dice Dan-. Ha pasado mucho tiempo

– Quería llamarte… -comienzo a decir, y luego las palabras se convierten en una tenue sonrisa.

Dan apoya un guante carnoso sobre mi hombro y lo aprieta con fuerza.

– Lo comprendo, tío, créeme. ¿Cómo lo llevas? ¿Tienes trabajo?

– Estoy muy bien -miento-. No puedo quejarme. Si le confieso a Dan mi verdadera situación económica, me ofrecerá dinero -prácticamente me obligará a aceptarlo-, pero no quiero limosna, ni siquiera del más íntimo de los brontosaurios.

– Escucha, recibiste el reloj que te envié, el reloj que… -Sí, sí. Lo recibí. Gracias.

Hace algún tiempo, Dan encontró un reloj que Ernie había dejado accidentalmente en su casa un mes antes de que lo asesinaran. Después de mi innoble regreso de Nueva York, Dan me envió el reloj con un mensajero, un acto que yo interpreté como la forma que tenía de hacer que supiera que podía contar con él sin necesidad de decírmelo abiertamente. Fue el mayor consuelo que recibí durante todo ese lamentable episodio.

– ¿Estás investigando para la compañía de seguros? -pregunta.

Asiento con un leve movimiento de cabeza.

– Me ha enviado Teitelbaum.

– No me tomes el pelo… ¿Estás trabajando otra vez para

TruTel?

– Este trabajo, al menos. Quién sabe, tal vez haya mas en el futuro.

– Los viejos buenos tiempos, ¿eh? Teitelbaum… Tío, he ahí un Tyrannosaurus rex por el que he hecho grandes esfuerzos por olvidar.

Dan pasó un miserable año y medio trabajando como contratista externo para TruTel -así fue como nos conocimos-antes de entrar en el Departamento de Policía de Los Ángeles, y sus peleas con Teitelbaum forman parte de la leyenda en la oficina.

Hablamos un rato más sobre los viejos tiempos: el caso Strum, el juicio de Kuhns, el fiasco de la prostituta de Hollywood Boulevard -no pregunten, no pregunten- y un poco acerca de los planes para el futuro. Dan está interesado en pasar una temporada en Expression, la colonia nudista de dinosaurios de Montana -cientos de nosotros, vagando libres, sin ninguna clase de trabas, con nuestros pellejos naturales desnudos al calor del sol-, y aunque esa especie de masaje del ego suena como una maravillosa manera de pasar unos días sin hacer nada, no quiero decirle que no puedo permitirme ese lujo y ni siquiera lo que cuesta una buena crema bronceadora.

– Suena genial -le digo-. Llámame cuando lo hayas decidido.

Finalmente, después de que la conversación entre dos viejos amigos ha llegado al final del camino, vuelvo al tema que nos ocupa.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -pregunto-. ¿No estás un poco lejos de tu jurisdicción?

Dan trabaja habitualmente en la división Ramparl; Valle de San Fernando cae bastante lejos de su territorio.

– Llamaron a la unidad de nuestro departamento que investiga los casos de incendios provocados -me explica Dan-. Nos ayudamos mutuamente; siempre lo hacemos. Estoy aquí para repasar de nuevo la escena de los hechos; parece que no hice un trabajo lo bastante bueno.

– Dime -pregunto-, ¿qué has encontrado para mí en este incendio?

– ¿Cansado de hacer su trabajo, señor investigador privado?

– Si consigo que hagas el trabajo por mí, podré irme a casa a dormir. Ha sido una semana muy larga.

Dan saca una gastada libreta de notas y murmura algo mientras pasa las páginas.

– Veamos… Madrugada del miércoles, alrededor de las tres de la mañana. El Cuartel de Bomberos 18 recibe un aviso de que e] club Evolución, en Ventura, está en llamas y de que el fuego se extiende rápidamente. El comunicante, anónimo, dice que el incendio es impresionante.

– ¿Desde dónde se hizo la llamada? -pregunto.

__Desde una fuente exterior: una cabina telefónica que hay al otro lado de la calle. Se enviaron tres coches de bomberos junto con una flota de vehículos de servicios especiales: ambulancias, paramédicos…, esa clase de cosas.

– ¿El procedimiento habitual? ¿Toda la flota, quiero decir?

Saco mi libreta de notas y un bolígrafo, y comienzo a apuntar todos los detalles -obviamente importantes o no que me da Dan. Nunca sabes lo que puedes encontrar.

– Un incendio en un club nocturno, así es. Habitualmente no es el humo o las llamas los que causan el daño, sino los clientes que intentan escapar del fuego. Todo el mundo se convierte en un rebaño de Compsognathus espantados y no les importa a quién puedan pisotear mientras consigan huir de esa trampa mortal. -Se humedece los dedos y continúa revisando sus notas-. Llegan los coches de bomberos y comienzan a combatir el fuego. Los clientes chillan como locos y salen disparados a derecha e izquierda…