Desgraciadamente, a veces omiten algunas cosas.
– ¿Piensas dar por terminado el asunto? -pregunta Dan mientras salimos del club y nos dirigimos hacia mi coche y hacia un nuevo par de Dockers-. ¿Volver a la oficina de Teitelbaum, darle el informe y decirle dónde puede metérselo?
– Necesito conservar este trabajo -le recuerdo-, y mi vida. Insultar a un Tyrannosaurus rex no es la mejor manera de hacerlo. En cualquier caso, comprobaré unas cuantas pistas más.
– Mira, te daré todos los informes que tengo de los testigos. ¿Qué más quieres comprobar?
Necesito un sombrero para darle un pequeño golpe con el índice, una gabardina para alzar las solapas, un cigarrillo para que cuelgue de mis labios. Los investigadores privados no dan la talla sin el atuendo adecuado.
– Dijiste que una llamada anónima a los bomberos informó de un gran incendio en el club Evolución, ¿verdad? ¿Fueron ésas las palabras exactas? ¿Un gran incendio?
– Sí, por lo que yo sé.
Doy unos golpecitos sobre el bolsillo de la camisa de Dan; mi dedo enguantado contra su libreta de notas.
– Pero ninguno de los testigos vio realmente las llamas hasta después de que llegasen los bomberos.
Hago una pausa… Espero…, espero…, y entonces Dan comprende lo que quiero decir.
– Se nos plantea un conflicto con el tiempo, ¿verdad? -dice.
– Yo diría que sí-contesto, componiendo la sonrisa más amplia de mi repertorio, la que dibuja una brillante media luna en mis labios-. Y tú tienes que rellenar un montón de papeles más.
Dan sacude la cabeza con evidente malhumor. Los formularios y el archivo no son la especialidad de los brontosaurios. Pero él es un soldado y en el fondo de mí corazón sé que mañana estará encorvado sobre su máquina de escribir, concentrado en los detalles como un monje ilustrando un precioso códice.
– ¿Quieres venir a casa esta noche? -pregunta-. Asaré un par de chuletas, y tal vez cometa una locura y las condimente con orégano.
Sacudo la cabeza señalando la entrada del club quemado. Esa cena suena muy bien -la chuleta suena incluso mejor-; una mezcla de chuleta y orégano podría hacer que atravesara el techo, pero tengo trabajo pendiente. Eso, y necesito un poco más de albahaca, pronto.
– Suena genial, pero tendremos que dejarlo para otro momento.
– Una cita caliente, ¿eh?
Dan mueve las cejas lascivamente.
Pienso en el velocirraptor quemado en el hospital, en su desconcertante lucha por permanecer dentro de una habitación derretida por el calor de las llamas, llena de humo, con cien formas diferentes de morir. Nadie está tan unido a un sillón de oficina; incluso Teitelbaum se las ingeniaría para levantarse y salir del despacho si cinco mil grados le presionaran la espalda. Parece razonable entonces pensar que Do-novan Burke tenía un motivo para quedarse en aquella habitación -un motivo jodidamente bueno-, y sólo hay un dinosaurio que puede decirme cuál era ese motivo.
– La más caliente -le digo a Dan, y me alejo del club nocturno.
4
Los hospitales representan un trabajo muy duro para cualquiera; de eso, no hay duda. El último lugar en el que necesitan estar los enfermos y los moribundos es cerca de otros enfermos y moribundos. Pero para un dinosaurio es peor, mucho peor.
Incluso después de todos estos millones de años -estas decenas de millones de años- de un proceso evolutivo laboriosamente lento, nosotros los dinosaurios seguimos recibiendo la mejor información a través de nuestras narices. Considerando la visión de veinte-veinte y la deficiente audición, nuestro principal sentido es el olfato, y cuando nos privan de él puede llegar a ser una experiencia realmente agotadora. No encontrarás en este mundo nada más patético que un dinosaurio con un resfriado. Gimoteamos, lloriqueamos, nos lamentamos; cuando nuestros pulmones están taponados, parece que nada se mantiene en su sitio, que el mundo ha perdido súbitamente todo color, todo significado. Los más valientes de nosotros vuelven a una infancia llena de mocos, como recién nacidos que acaban de romper el cascarón, y los que ya son de por sí unos quejicas se convierten directamente en seres intratables.
Un hospital no tiene olores. Ninguno que sea de utilidad, al menos, y en esto reside precisamente el problema. Los litros y más litros de desinfectante que derraman cada día sobre suelos y paredes aseguran que ni siquiera una mínima y solitaria molécula consiga salir viva de Dodge City. De acuerdo, lodo se hace en nombre de la buena salud, y puedo llegar a entender que la eliminación de bacterias y malvados microscópicos similares sea útil para combatir las infecciones, pero resulta una verdadera putada para cualquier dinosaurio que pretenda conservar su cordura.
Yo ya la estoy perdiendo y apenas he cruzado la puerta principal.
– He venido a ver a Donovan Burke -le digo a la enfermera de labios finos, que se encuentra muy ocupada meditando sobre una taza de café y el crucigrama de esta mañana, martes.
– Tiene que levantar la voz -dice mientras una goma de mascar se mueve rítmicamente entre sus dientes pequeños y romos. Me inclino de manera instintiva hacia sus mandíbulas trituradoras, con las fosas nasales abiertas y el cerebro implorando un soplo fugaz de Trident de menta, cualquier cosa para combatir esta penetrante sensación de nada que llena el hospital.
– Donovan Burke -repito, retrocediendo antes de que la mujer advierta que le estoy husmeando la boca-. Es Donovan con D.
La enfermera -Jean Fitzsimmons, a menos que esta mañana haya cambiado su placa de identificación con alguna de sus compañeras- suspira como si le hubiese pedido que realizara alguna tarea que estuviese más allá de sus atribuciones, como lamer un par de botas con punteras de metal. Deja el periódico a un lado y sus dedos finos como de pájaro comienzan a moverse sobre un teclado próximo. La pantalla de un ordenador se llena con los nombres de los pacientes, sus respectivas dolencias y los precios, que simplemente no pueden ser correctos. ¿Ciento ochenta y seis dólares por una simple inyección de antibióticos? Por ese dinero va podrían meter en la jeringuilla la vacuna contra el cáncer. La enfermera Fitzsimmons advierte mi estúpida mirada y gira el monitor del ordenador.
– Está en la quinta planta, pabellón F -dice, mientras sus ojos me recorren de arriba abajo-. ¿Es usted un familiar?
– Investigador privado -contesto, sacando mi identificación, en la que figura una bonita foto mía, disfrazado de humano, de una época en la que tenía el dinero y la determinación para mantener mi apariencia: traje hecho a medida, corbata, ojos brillantes y una amplia y amistosa sonrisa, que no revela ninguno de mis dientes más afilados-. Mi nombre es Vincent Rubio. -Tendré que… -Anunciarme. Lo sé.
Es el procedimiento habitual. El pabellón F es un ala especial del hospital, instituida por administradores y médicos dinosaurios, quienes la diseñaron de modo tal que nuestra especie pudiese disponer de un santuario dentro de los límites de un hospital público. Hay clínicas de salud para dinosaurios en todo el país, por supuesto, pero la mayoría de los principales hospitales disponen de pabellones especiales en caso de que uno de nosotros deba ser ingresado para recibir un tratamiento especial, como fue el caso del señor Burke en la madrugada del miércoles pasado.