La historia oficial del pabellón F es que está reservado para pacientes con «necesidades especiales», un espectro de circunstancias que incluye desde preferencias religiosas y atención las veinticuatro horas del día hasta el tratamiento habitual a los VIP. Se trata de una definición lo bastante amplia como para que a los administradores dinosaurios les resulte fácil clasificar a todos sus no humanos como pacientes con «necesidades especiales» y, de este modo, trasladarlos a ellos y sólo a ellos a ese pabellón. Todos los visitantes -médicos incluidos- deben anunciarse a las enfermeras (dinosaurios disfrazados todas ellas), aparentemente por razones de seguridad e intimidad, pero de hecho es para impedir un avistamiento accidental. Parece un sistema peligroso y, de vez en cuando, te enteras de que algún dinosaurio trepa por las paredes a causa de los riesgos que corremos, pero los quejicas nunca presentan una solución mejor que el sistema de que disponemos. Tal como están las cosas, los dinosaurios representan una importante proporción en el seno de la industria sanitaria; el respeto por la medicina y la cirugía es algo que todos los padres dinosaurios tratan de inculcar a sus hijos, aunque sólo sea porque nuestros antepasados se pasaron un montón de millones de años muriéndose a causa de insignificantes enfermedades bacterianas e infecciones menores. Y con todos estos dinosaurios licenciándose en medicina, les resulta sencillo llenar los pabellones de los hospitales -en ocasiones, hospitales enteros- con un personal compuesto básicamente por dinosaurios.
– Ya puede subir -dice la enfermera, y aunque me alegro de alejarme de su expresión ceñuda, esa goma de mascar triturada un millón de veces huele como la más fragante de las ambrosías.
Mientras subo en el ascensor hasta la quinta planta sólo puedo suponer la conmoción que debe de reinar en esa sala en este momento. Las enfermeras trasladan a los pacientes a áreas más seguras, las puertas se cierran y se coloca el pestillo. Es como una operación de seguridad en la prisión del condado, aunque sin los convictos y con guardias mucho más guapos. Como una entidad desconocida, yo represento una amenaza potencial, y todos los signos que impliquen la existencia de dinosaurios deben ser ocultados de la mejor manera posible. Las cámaras y las fotos fijas de mi aproximación no sirven de nada; con la vestimenta tan realista que puede conseguirse hoy, existe una sola manera infalible de distinguir a un ser humano de un dinosaurio con ropas humanas: nuestro olor.
Los dinosaurios vomitamos feromonas como un pozo de petróleo fuera de control que expulsara gases 24-7-365. El olor básico de un dinosaurio es, cuando menos, dulce; una fresca pincelada de pino en una tonificante mañana otoñal, con apenas una pizca de acre niebla de los pantanos para completar la fórmula. Asimismo, cada uno de nosotros tiene su propio aroma, que se mezcla con el olor a dinosaurio, una marca que nos identifica, vagamente equivalente a las huellas dactilares humanas. Me han dicho que yo huelo a fino habano, medio mordido, medio fumado. El olor de Ernie era como una resma de papel carbón recién salida de la copiadora; a veces tengo la sensación de que aún puedo olerle pasando junto a mí.
Pero gracias a las capas de maquillaje, goma y poliestireno con las que mi especie se ve obligada a cubrir nuestra belleza natural todos los días, ahora con frecuencia se necesita una estrecha proximidad -noventa centímetros, un metro- para que un dinosaurio pueda estar completamente seguro de con qué miembro sensible del reino animal está tratando. Por tamo, las precauciones en el pabellón F se mantendrán hasta que yo haya sido registrado por completo, olfativamente y de otra manera, por el personal de enfermería.
Las puertas del ascensor se abren. Yo estaba en lo cierto. Las habitaciones se encuentran cerradas con llave y reina un absoluto silencio. El pabellón aparece tan vacío como el último concierto de los Bay City Rollers al que asistí; un buen espectáculo, por cierto. Una solitaria enfermera, de guardia en su puesto, finge leer un libro de bolsillo que ya es un éxito de ventas. Lleva el disfraz, de una rubia curvilínea, y aunque me siento atraído por la forma humana femenina, sea de reloj de arena o cualquier otra, puedo asegurar que, detrás del disfraz, este dinosaurio posee una excelente infmestructura.
No quiero causar ninguna otra demora, de modo que me deslizo hasta el escritorio, hago una pirueta y dejo al descubierto la parte posterior de mis orejas para permitir que la enfermera disfrute de una buena esnifada de mi viril fragancia. En una ocasión, completamente borracho, intenté este mismo numerito con una hembra humana y me llevé una bofetada, aunque hasta el día de hoy aún no he sido capaz de discernir qué parte del gesto puede considerarse obscena.
– ¡Está limpio! -grita la enfermera, y las puertas de la habitación se abren en rápida sucesión, desplegándose como fichas de dominó desde el centro del pabellón… Los pacientes salen a los pasillos mientras se quejan de los incesantes controles de seguridad. Debajo de las finas batas de hospital alcanzo a ver colas que silban en el aire, púas brillantes, garras que rascan el suelo y, por un instante, fantaseo con la idea de convertirme en paciente del pabellón F, aunque sólo sea para vivir durante unos pocos días en este medio de libertad personal.
La enfermera advierte mi mirada anhelante.
– Tiene que estar enfermo para que lo ingresen -dice.
– Casi desearía estarlo.
– Podría romperle un brazo -bromea ella, y yo declino amablemente la oferta.
Sería algo maravilloso -en verdad, positivamente mágico -tener la posibilidad de liberarme de mis grapas y de mis fajas, y holgazanear por ahí como el velocirraptor que soy durante unos días de despreocupada autoaceptación; pero debo trazar la línea en alguna parte, y esa parte es el dolor físico.
– Liega un momento en el que haríamos cualquier cosa para.ser nosotros mismos -continúa diciendo la enfermera como si me leyera el pensamiento.
– ¿Qué haría usted? -pregunto, activando mi interruptor interno de ligue. Tengo un trabajo que hacer, lo sé, pero Burke no irá a ninguna parte y puede esperar uno o dos minutos mientras yo pongo a prueba mi encanto.
La enfermera se encoge de hombros y se inclina sobre el escritorio.
– ¿Qué haría yo? No lo sé -dice, levantando las cejas de un modo muy sugestivo-. La rotura de un brazo puede resultar en extremo dolorosa.
– Eso es exactamente lo que yo pensaba.
Ella medita mientras desplaza su falsa cabellera sobre el hombro.
– Podría coger un resfriado.
– Demasiado sencillo -digo-. Y eso no serviría para ingresarla en un hospital.
– ¿Un constipado realmente grave?
– Creo que comienza a comprenderlo.
– ¡Por Dios, una enfermedad no! -exclama con una expresión de terror simulado.
– Una enfermedad leve, tal vez.
– Tendría que ser curable -dice ella.
Asiento y me acerco aún más.
– Eminentemente curable.
Eslamos separados por unos pocos centímetros.
La enfermera se aclara la garganta de manera seductora y se inclina aún más hacia adelante.
– Ahí afuera hay algunas enfermedades sociales muy benignas -dice.
Después de haber apuntado su número de teléfono particular me dirijo hacia la suite semiprivada que ocupa Burke, la cuarta puerta a mi izquierda. Toda clase de pacientes, impertérritos ante mi presencia, pasan junto a mí sin decir nada mientras recorro el pasillo. Hay heridas cubiertas con vendajes, bolsas de suero intravenoso unidas a los brazos, colas sujetas por tracción, y todo el mundo se encuentra comprensiblemente más preocupado por su estado de salud que por la aparición de un nuevo extraño en un pabellón de hospital ya atestado de gente.
El rótulo en la puerta de la habitación indica el nombre de Burke y el de su compañero de cuarto, un tal Felipe Suárez. Asomo la cabeza a través de la puerta abierta, asegurándome de dibujar una amplia sonrisa en mi rostro. En este mundo hay dos clases de testigos: aquellos que responden a una sonrisa y los que responden a la extorsión. Espero que Burke pertenezca al primer grupo, porque no me gusta ponerme violento si puedo evitarlo, y en los últimos nueve meses no he golpeado a nadie. Sería muy agradable seguir con esta tendencia. Además, violaría algunas importantes reglas de Emily Post al golpear a un velocirraptor hospitalizado.