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– ¿Ha recibido alguna visita? -pregunto.

– ¡Yo recibo visitas! -chula Suárez, y procede a enseñarme el conjunto de fotografías de tres por cinco que se encuentran sobre la mesilla de noche. Algunas son lotos auténticas de otros Compsognathus, criaturas pequeñas y nervudas, con un obvio parentesco con el señor Felipe Suárez., mientras que otras son ligeramente más sospechosas: instantáneas de bellos estegosaurios y brontosaurios, probablemente modelos que aún no han sido quitados de sus marcos.

– Son muy bonitas-digo-. Mucho. -Cierro los ojos y… ahí está otra vez: la migraña se abre paso a través del cerebro. Respiro profundamente y hablo con lentitud-. Lo que necesito saber es si él, el señor Burke, el velocirraptor que ocupa esa cama, ha recibido alguna visita.

– ¡Oh! -dice Suárez, parpadeando rápidamente-. ¡Oh!

– ¿Entiende lo que le digo?

– ¡Oh, sí, sí!

– ¿Sí ha tenido visitas, o sí lo entiende?

– Sí visitas. Una, una visita.

Finalmente:

– ¿Era un familiar? ¿Un amigo?

Suárez inclina la cabeza hacia un lado, como un perro que se pregunta «cuándo piensas lanzar el jodido Frisbee», y una sonrisa se convierte en un lento forúnculo en su pico.

– ¿Quién era? -pregunto-. ¿Alcanzó a oír algún nombre?

– ¡Judith! -grita, rompiendo a reír a carcajadas -. ¡Judith, Judith, Judith!

Me largo de la habitación y el sonsonete de Suárez retumba en mis oídos. Todo el viaje ha sido una jodida pérdida de tiempo, como suele ocurrir habitualmente cuando hay un Compsognaihus involucrado. Considero la posibilidad de interrogar a mi flamante amiga enfermera -se llama Rita, y es una alosaurio, ¡brrrr!- acerca de las visitas que ha tenido Burke. Sé que ella lo haría por mí, a pesar de la cuestionable legalidad del procedimiento, pero no quiero causarle problemas. Al menos, todavía no, y ciertamente no estando sobrio. Pero le hago una pequeña seña, un gesto de te-veré-des-pués-nena, mientras paso junto al escritorio, y ella me guiña un ojo.

– Creo que será mejor que eliminen el chocolate de la dieta del señor Suárez -sugiero. La ira residual por la inutilidad del Compsognathus se abre paso a través de mi renuencia habitual a causarles problemas a los seres débiles-. Parece bastante hiperactivo -añado mientras me dirijo hacia el ascensor.

Rita se muerde el labio inferior. ¡Ah, Señor!, ella conoce los movimientos y sólo con mirar a esa muñeca me estoy volviendo loco.

– ¿Son órdenes del médico? -dice.

– Mejor aún -contesto-. Son órdenes de Vincent.

Las puertas se cierran y me felicito a mí mismo por ser un reptil tan agradable.

Una vez de regreso en la oficina hago un buen trabajo por teléfono maldiciendo a Dan por no haberme dicho que Burke se encontraba en un estado tan lamentable. He perdido la tarde, pero me doy cuenta de que no me afecta demasiado. A pesar de mis absurdas corazonadas, el incendio en el club Evolución, aunque trágico, presenta todos los indicios de un accidente, y estoy preparado para presentar mi informe, coger los mil pavos de Teitelbaum y recuperar las horas de sueño que necesito.

– Si te hace sentir mejor -dice Dan-, he conseguido más información acerca de ese Lío. Acabo de sacarla de sus antecedentes. Podría enviártela por fax.

– ¿Algún dato interesante? -pregunto.

– Fecha de nacimiento, antecedentes laborales, esa clase de cosas. No, nada interesante.

– Envíamela de todos modos -digo-, para que el cliente se sienta feliz.

Por los dos minutos que me lleva escanear el fax, Teitelbaum puede cargarle diez minutos extras a la compañía de seguros. Las tarifas diarias funcionan sobre una base prorrateada, y los honorarios se elevan hasta el cielo.

Los documentos llegan un momento después. La máquina escupe seis de las dieciocho hojas que he dejado a mi nombre. Prácticamente todos los muebles han sido embargados, al igual que los escritorios, los armarios y las persianas venecianas, pero aún conservo una línea telefónica y una máquina de fax, restos de los días en los que pagaba todo en metálico.

Se trata de la basura habitual, una información descartable de la que no puedo obtener nada que ya no sepa. Donovan Burke, nacido en el este, bla, bla, bla; padres fallecidos, bla, bla, bla; nunca se casó, no tiene hijos, etc.; gerente de un club nocturno, bla, bla, bla; el último empleo conocido antes de hacerse cargo del club Evolución fue en Nueva York y trabaja para…

¡Oh, oh! Esto es interesante.

El último empleo conocido antes de hacerse cargo del club Evolución fue en Nueva York y trabajaba para el difunto Raymond McBride. Parece ser que el señor Burke dirigía un club para McBride en el Upper West Side llamado Pangea; luego, hace dos años, se largó de la ciudad alegando «diferencias creativas» con el propietario donjuán. A las pocas semanas consiguió el respaldo suficiente para establecerse en Studio City, sin perder un solo segundo en probar su suerte con la fama y la fortuna al más puro estilo Los Ángeles.

Interesante, sí. ¿Útil? En realidad, no.

Lo que sí resulta sugestivo es este pequeño párrafo impreso discretamente al final de la página: la esposa de McBride era la que realmente estaba comprometida en los asuntos relacionados con el club nocturno del magnate. La esposa de

McBride era quien trabajaba estrechamente con Donovan Burke en el Pangea. La esposa de McBride era con quien Burke había tenido sus «diferencias creativas», y la esposa de McBride era quien lo había despedido a cinco mil kilómetros de distancia.

El nombre de la dama, naturalmente, es Judith.

Llamo a Dan y le digo que he recibido su fax.

– ¿Te ha servido de algo? -pregunta.

– No-contesto-, de nada en absoluto. Gracias de todos modos.

Mi siguiente llamada es al agente de viajes de TruTel, y tres horas más tarde atravieso el país en un viaje de ida y vuelta por 499 dólares con destino a Wall Street.

5

El vuelo se desarrolla sin incidencias dignas de mención, pero, no obstante, cuando el aparato aterriza, los pasajeros humanos optan por aplaudir, como si hubiesen estado esperando un final diferente a las festividades de la tarde. Nunca he entendido este gesto; la única razón que he tenido alguna vez para aplaudir mientras me encontraba a bordo de un avión fue cuando la azafata me dio por error dos pequeñas bolsas de cacahuetes tostados en lugar de la única que me correspondía. Al recordar ese incidente convengo en que hubiese sido mejor quedarse quieto, ya que mis aplausos alertaron de su error a la azafata y procedió a llevarse mi ración extra.

Teitelbaum me hubiese asesinado y se hubiera subido por las paredes de haber sabido cuáles son mis verdaderas intenciones al viajar a Nueva York. Le dije que algunas de las pistas descubiertas señalaban a la Gran Manzana, solicité una tarjeta de crédito de la compañía (¡con un límite de cinco mil dólares, no es moco de pavo!) y procedió a someterme al tercer grado por teléfono.

– ¿Piensas seguir en el caso?

– Por supuesto -le aseguré-. Por eso voy a Nueva York; por la compañía de seguros.

– ¿No comenzarás a husmear otra vez en la muerte de tu socio?

– No -dije-, de eso nada.

Pero si el caso lleva hasta McBride, entonces tal vez deba hacer algunas preguntas en relación con la muerte del magnate, y si debo hacer preguntas acerca de esa muerte, es posible que tropiece con alguna información relacionada con uno de los primeros investigadores privados que se hicieron cargo de este caso, mi socio muerto, Ernie. Naturalmente, no tengo que decirle a Teitelbaum nada de todo esto. Todo lo que él debe saber es que la compañía de seguros está aflojando incluso más pasta por una cuenta de gastos inflada que ahora incluye una estancia en la segunda ciudad más extravagante de Estados Unidos. La próxima vez sólo tendré que esperar que alguien sea asesinado en Las Vegas.