En la planta cuarenta y seis, dos dinosaurios disfrazados de robustos guardias del servicio secreto -trajes negros, micrófonos auriculares y demás- entran en el ascensor y se colocan uno a cada lado. Irradian poder físico y no me sorprendería en absoluto si alguno de ellos hubiese traído un poco de arena con el expreso propósito de restregármela por la cara. Reprimo un urgente deseo de concentrarme en ejercicios isométricos.
– Buenos días, amigos -digo, golpeando el ala del sombrero con el dedo índice. Este movimiento me hace profundizar en mi papel arquetípico de detective y resuelvo repetir los pequeños golpes en el sombrero.
Los tíos no responden.
– Un aspecto muy elegante con esos trajes; una buena elección.
Tampoco hay respuesta. Sus feromonas -el olor oscuro e intenso a avena y levadura de cerveza fermentadas- ya han invadido el ascensor y han tomado como rehén mí delicioso aroma.
– Si tuviese que adivinar -continúo, volviéndome hacia el gigante instalado a mi izquierda-, y permítame que le advierta que soy muy bueno en esto…, yo diría que usted es un… alosaurio, y este muchacho a mi derecha es un camptosaurio. ¿Estoy en lo cierto, o no?
– Silencio.
La orden es tranquila. Obedezco al instante.
Una buena palabra para describir la oficina de Judith McBride -que ocupa la totalidad de la planta setenta y ocho del edificio- es elegante; la palabra de moda, sin duda: alfombras elegantes, telas elegantes, una elegante vista del Hudson y la lejana Staten Island desde los ventanales del suelo al techo que ocupan las paredes exteriores de la estructura. Si voy al cuarto de baño, seguro que descubriré que han encontrado una manera de que el agua del grifo sea elegante, probablemente a través de NutraSweet.
– Una choza muy bonita -digo a mis musculosos amigos-. De hecho, es muy parecida a mi oficina…, en el sentido de que la mía también es cuadrada.
No parecen divertidos. No me extraña.
– ¿Señor Burke? -Es Shirley, la infame Shirley, llamándome desde las puertas dobles del despacho principal-. La señora McBride le espera.
Los guardias se mueven para colocarse a ambos lados de las puertas mientras entro en el santuario privado y bajo el ala del sombrero a la altura de mis ojos. Me he propuesto comenzar con un tono modesto para conducir lentamente la entrevista hacia una agradable espuma de capuccino; tal vez lance una o dos preguntas acerca de Ernie para acabar la faena. La iluminación es tenue, y las persianas de tablillas de las ventanas proyectan sombras en forma de barrotes a través de la alfombra. Afortunadamente, el tema de los espejos no ha sido reproducido en esta habitación, de modo que ya puedo despedirme de esos pensamientos fortuitos de «edificio condón, edificio condón». En cambio, toda clase de pinturas, esculturas y objetos artísticos llenan el espacio disponible en las paredes, y si supiese algo acerca de arte, probablemente estaría asombrado ante la amplitud de la colección de la señora McBride. Podría haber algunos picassos, tal vez unos cuantos modiglianis, pero me siento más impresionado por el bar que hay en un rincón de la habitación.
– En mi oficina no tengo un bar -le digo a nadie en particular. Las puertas se cierran suavemente a mis espaldas.
– ¿Donovan? -Una sombra se separa de detrás del escritorio y permanece inmóvil detrás de un sillón-. ¿Eres tú realmente?
La voz posee ese afectado acento aristocrático de alguien que quiere dar la impresión de haber nacido en un hogar rico, de haber adquirido una sólida posición a través del accidente del nacimiento en lugar de haberla conseguido.
– Buenos días, señora McBride.
– ¡Dios mío! Donovan, tú… Tienes buen aspecto.
No se ha movido.
– Pareces sorprendida.
– Por supuesto que estoy sorprendida. Me enteré del incendio, y…
Ahora la señora McBride avanza hacia mí, con los brazos extendidos. Un rayo de sol le cruza la cara mientras se acerca para darme un abrazo. Socorro, socorro.
Nos abrazamos y me invade la sensación de culpa. Me pongo rígido. Ella se aparta y me mira de arriba abajo; examina mi cuerpo, mis facciones.
– Has cambiado de apariencia -dice. -Es una forma de decirlo. -¿Mercado negro?
– Lo que el Consejo no sepa… -musito con calculada indiferencia.
– Me gustabas más antes -dice-. Este disfraz es demasiado…, demasiado Bogart.
Una amplia sonrisa se dibuja en mi rostro. No puedo evitarlo. ¡Bogart! ¡Maravilloso! No es exactamente lo que yo estaba buscando, pero se aproxima mucho. Ahora la señora McBride se aparta de mí y retrocede observándome de soslayo. No tengo más alternativa que revelarle mi secreto.
Con calma, lentamente, lo escupo todo.
– Señora McBride, no pretendía inquietarla… Yo no soy Donovan Burke.
Me preparo para el inminente estallido de ira.
Pero no hay estallido. En cambio, Judith McBride asiente en silencio, y la ansiedad brota de sus grandes ojos marrones.
– ¿Es usted? -pregunta, y sus pies alejan su cuerpo en una especie de vals agitado-. ¿Es usted quien mató a Raymond?
Maravilloso. Ahora piensa que soy el asesino de su esposo. Si empieza a gritar, se acabó todo; no apostaría ni un solo centavo por mí. Esos dos trozos de carne de dinosaurio que me acompañaron en el ascensor están esperando junto a la puerta doble, ansiosos por irrumpir en la habitación, convertirme en carne picada y lanzarme a la bulliciosa calle setenta y ocho pisos más abajo. Sólo espero que mi sangre y mi masa cerebral se extiendan formando un diseño lo suficientemente artístico como para complementar la bella arquitectura del edificio. Aunque si podemos evitar esa situación…
Procedo a abrir mis manos para mostrar que no llevo ninguna arma.
– No soy un asesino, señora McBride. No es por eso por ¡o que estoy aquí.
Una expresión de alivio se asoma a sus facciones.
– Tengo joyas -dice- en una caja fuerte. Puedo abrirla para usted.
– No quiero sus joyas -digo.
– Dinero, entonces…
– Tampoco estoy buscando su dinero.
Meto la mano en el interior de mi chaqueta. Ella se pone rígida, cierra los ojos y se prepara para la bala o el cuchillo que la enviarán a reunirse con su esposo en el Valhala de los dinosaurios. ¿Por qué no ha gritado todavía? No importa. Saco mi identificación y la lanzo a sus pies.
– Me llamo Vincent Rubio. Soy investigador privado en Los Ángeles.
Ira, frustración, desconcierto…, son sólo una muestra de las emociones que cruzan por el rostro de Judith McBride como una serie de máscaras deformadas.
– Le mintió a la recepcionista -dice.
Asiento.
– Exacto.
Ahora recobra la compostura, y el color regresa lentamente a ese rostro de mediana edad. Las arrugas fruncen sus patas de gallo talla siete.
– Conozco gente. Podría hacer que le quitasen la licencia -dice.
– Probablemenle es cierto.
– Podría hacer que lo echasen de aquí en dos segundos.
– Definitivamente cierto.
– ¿Y qué es lo que le hace pensar que no 3o haré?
Me encojo de hombros.
– Dígamelo usted.
– Supongo que piensa que me siento intrigada por todo este asunto; que quiero saber por qué ha entrado en mi despacho haciéndose pasar por un antiguo conocido.
– No necesariamente -contesto, y me inclino para recoger mi identificación de la velluda alfombra-. Tal vez no tiene demasiadas oportunidades para hablar con nadie; tal vez necesita una oreja dispuesta.
Ella sonríe. El agradable movimiento de los labios borra diez años de sus facciones.
– ¿Le agrada el trabajo de detective, señor Rubio?
– Tiene sus momentos -digo.