– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo conseguir que te abracen bellas mujeres que creen que eres otra persona.
Burla, burla, burla. Me encanta esto. Es un juego, una competencia, y jamás pierdo.
– Ha leído mucho a Hammett, ¿verdad? -pregunta.
– Nunca he oído hablar de ese sujeto.
– Rubio… Rubio… -La señora McBride se acomoda en el sillón que hay detrás del escritorio-. Su nombre me resulta familiar.
Sus dedos tamborilean sobre la pulida madera. Mantiene la cabeza inclinada hacia un lado mientras trata de encontrar algún vestigio de mi nombre en la marisma de recuerdos que rodean el asesinato de su esposo.
– Intenté interrogarla acerca de lo que sucedió hace nueve meses.
– ¿Acerca de Raymond?
– Acerca de Raymond y de mi socio.
– ¿Y qué sucedió?
– Creo que no pude conseguir una cita con usted.
– ¿Lo cree?
– Ha sido una semana muy dura -le explico.
Ella asiente y me mira de soslayo.
– ¿Quién era su socio? -pregunta.
– Su nombre era Ernie Watson. Estaba investigando la muerte de su esposo cuando lo mataron. ¿Le dice algo ese nombre?
Ella sacude la cabeza.
– Watson… Watson… No lo creo.
– Carnosaurio, metro ochenta, olía a papel de fotocopiadora…
Estoy empezando con mal pie. El recuerdo de Ernie invade mis labios, mi lengua y las preguntas se formulan a sí mismas. Requeriría un esfuerzo titánico para refrenarme.
– Lo siento, señor Rubio. No puedo decirle nada más.
Nos examinamos en silencio durante un momento, calculando nuestras respectivas posiciones. Su aroma es intenso, complejo. Huelo a pétalos de rosa arrastrados por un campo de maíz, tabletas de cloro en un huerto de naranjos. Y hay algo más que no alcanzo a discernir: una fragancia casi metálica que se desprende de su olor natural y lo empuja en alguna implacable dirección.
El disfraz humano de Judith McBride es muy atractivo; resulta agradable sin llegar a ser exageradamente bello. Como regla general, nosotros los dinosaurios tratamos de no llamar la atención hacia nuestras formas falsas. Utilizamos vestimentas que no puedan revelarse demasiado tentadoras para el ser humano medio; los peligros potenciales son innumerables. En una ocasión salí con una Ornithomimus que insistía en llevar un disfraz que tiraba de espaldas -de un 314 en una escala de diez puntos, de curvas como las de un experimento que le hubiese salido mal a un soplador de vidrio- y, como consecuencia, acabó siendo una de las modelos de biquini más solicitadas del mundo. Pero cuando una cremallera se rompió durante una sesión fotográfica en las islas Fiji, la comunidad de dinosaurios estuvo a punto de enfrentarse a una crisis a escala planetaria. Afortunadamente, el fotógrafo era uno de los nuestros, e hizo desalojar el lugar antes de que alguien que no fuese de nuestra especie pudiese notarlo. La sesión de fotos continuó según el programa, los negativos incriminatorios fueron destruidos antes incluso de que llegaran al cuarto oscuro, y el mundo jamás supo que debajo de ese encantador tobillo izquierdo, tan cuidadosamente oculto por rocas, agua de mar y algas, había una pata verde con tres dedos que rascaban furiosamente la arena.
– Bien -dice Judith-, me imagino que esta vez ha regresado para hablar del asesinato de mi esposo.
– Y de otras cuestiones.
No hay necesidad de mencionar el lamentable estado de Donovan Burke en este momento. Si ella quiere hablar de la muerte del señor McBride, estoy más que feliz de escuchar lo que tiene que decir.
– Ya he hablado con la policía -continúa- cientos de veces, y con todo un escuadrón de detectives privados, como usted, contratados por diferentes compañías. Y también he contratado a mis propios investigadores.
– Y acabaron con las manos vacías. Todos ellos.
– ¿Qué les dijo?
Ella mantiene el juego vivo.
– ¿No lee los periódicos?
– No se puede confiar en todo lo que uno lee. ¿Por qué no me cuenta io que íe dijo a la policía?
La señora McBride respira profundamente y se acomoda en su sillón de amplio respaldo antes de comenzar a hablar.
– Le dije a la policía lo mismo que les dije a todos los demás; que en la mañana del día de Navidad fui al despacho de Raymond a envolver regalos con él; que encontré a mi esposo en el suelo, boca abajo, sobre un charco de sangre que manchaba la alfombra; que salí corriendo y gritando del despacho y del edificio; que desperté una hora más tarde en la comisaría sin saber muy bien cómo había llegado hasta ese lugar, o qué había sucedido; que estuve llorando seis meses sin parar y sólo ahora encuentro la fuerza necesaria para hacerlo cuando estoy sola en mi cama por las noches. -Su nariz se frunce ligeramente; se interrumpe, toma aliento y sostiene mi mirada-. ¿Responde esto a sus preguntas, señor Rubio?
Si hay momentos especiales para expresar nuestras condolencias, éste es uno de ellos. Me quito el sombrero, de manera que encuentro otro uso para mi recién descubierto accesorio.
– Lamento mucho lo que le sucedió a su esposo, señora -digo-. Sé lo difícil que pueden ser estas cosas.
Ella acepta mis palabras con una breve inclinación de cabeza y yo vuelvo a ponerme el sombrero.
– Ellos registraron la oficina palmo a palmo -continúa-, e hicieron lo mismo con nuestra casa. Les entregué una relación completa de nuestros movimientos financieros (bueno, de la mayoría de ellos), y no encontraron nada.
– ¿La investigación está… atascada, por decirlo de alguna manera?
– Muerta -dice ella-, por decirlo de alguna manera.
– ¿Qué hay del informe del forense? -pregunto.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Tiene una copia?
Judith sacude la cabeza y se arruga la blusa con los dedos.
– Supongo que tienen una copia del informe en la comisaría.
– Espero que sí. ¿Recuerda algún detalle del informe?
– ¿Como qué?
– Como si decidieron que su esposo fue asesinado por otro dinosaurio.
Esta información jamás llegó al Consejo. «Estamos trabajando en ello», fue lo último que escuché sobre ese asunto antes de que me expulsaran de sus filas. Me pregunto si los genios del departamento forense fueron capaces de unir las piezas de la información en algún momento durante los últimos nueve meses.
– No sé qué es lo que decidieron -dice ella-, pero no creo que se haya tratado del ataque de un dinosaurio.
– ¿Lo piensa o lo sabe?
– Nadie lo sabe; pero estoy segura.
– ¿Qué es lo que hace que esté tan segura?
– Me dijeron que su muerte se produjo por arma de fuego. ¿Es suficiente para usted?
Me encogí de hombros.
– Es sabido que algunos de nosotros hemos utilizado armas de fuego. Al Capone y Eliot Ness no eran más que dos Diplodocus con una cuenta pendiente, usted lo sabe.
– Entonces, permítame una corazonada. Me imagino que los tíos en su profesión tienen corazonadas con bastante frecuencia, ¿verdad?
– Cuando está justificada -digo-, una corazonada es una herramienta realmente poderosa.
– Puede creer lo que quiera, señor Rubio. -Echa una rápida mirada a un espejo cercano y se toca ligeramente el peinado. A Judith McBride le gustaría mucho que me largase de su despacho-. Tengo una cita para almorzar, ¿se lo he mencionado?
– Ya casi he terminado -le aseguro-. Sólo un par de minutos, por favor. ¿Tenía su esposo algún enemigo? ¿Dinosaurio o de otra clase?
Odio esta pregunta. Cualquiera que tenga ese montón de pasta está condenado a tener algunos enemigos, aunque sólo sea por el hecho de que, en el fondo, a nadie le gusta un tío que disfruta de una fortuna como ésa.
– Por supuesto que tenía enemigos -dice la señora McBride-. Era un hombre con mucho éxito, y en esta ciudad eso puede ser muy peligroso.
Tiempo de pavonearse. Saco un cigarrillo del paquete y lo lanzo hacia mi boca abierta. Mientras vuela, a cámara lenta, girando en el aire en dirección a mis labios como si fuese el bastón fuera de control de un director de banda callejera, descubro que, a pesar de todas mis fantasías, aún no he practicado este movimiento. En el primer intento el cigarrillo choca contra la nariz y cae al suelo. Decididamente, es un gesto poco teatral. Sonrío tímidamente y recojo el cigarrillo.