– Sí -repito-, este coche. No he aparcado en zona prohibida. No puede llevárselo.
– ¿Aparcado en zona prohibida? No, no está aparcado en zona prohibida.
Sacudo la cabeza furiosamente, esperando que las pistas no verbales puedan ayudar en este caso.
– Sí, sí, exacto. El bordillo no está pintado de rojo, no hay ninguna señal… Por favor, desenganche mi coche de la grúa…
– ¿Se refiere a este coche?
– Sí, eso es. Sí. Ese coche. El Lincoln. Haga el favor de desengancharlo de su grúa, y así podré marcharme. -No es suyo.
El tío resume la situación asegurando el montacargas en el eje frontal.
Me acerco al coche por la portezuela del acompañante, busco en la guantera -goma de mascar, mapas, un molinillo de orégano seco- y saco los arrugados papeles del coche. -¿Lo ve? Aquí pone mi nombre.
Coloco la documentación bajo sus narices, y el tío la estudia durante un momento. La mayoría de Compsognathus presenta serios problemas de alfabetización. -No es suyo -repite.
No tengo ni tiempo ni disposición anímica para comprometer a este dinosaurio con claro retraso mental en un debate filosófico con respecto a la naturaleza de la propiedad, de modo que creo que lo que se impone es un poco de intimidación.
– Usted no debe hacer esto -le digo, optando por un susurro cómplice-. Tengo algunos amigos muy poderosos.
No es más que un pésimo farol, pero, en cualquier caso, ¿qué diablos puede saber un Compsognathus?
El tío se echa a reír, el pequeño y jodido cabrón. Emite una carcajada que parece elcloqueo de una gallina, y sacude la cabeza hacia adelante y hacia atrás. Considero la posibilidad de lanzar un ataque controlado, pero ya he tenido bastantes problemas con la ley en los últimos meses y no veo la necesidad de añadir otro delito a la lista.
– Sé muchas cosas de usted -dice el Compsognathus-. Al menos sé todo lo que necesito saber.
– ¿Qué? Escuche un momento… Verá…, necesito el coche para mi trabajo…
De pronto, la puerta principal de la casa se abre, y el señor Ohmsmeyer, que se ha vuelto a disfrazar batiendo todos los records, echa a andar decididamente por el camino particular. Se trata de una demostración de velocidad realmente impresionante, teniendo en cuenta que a la mayoría de nosotros nos lleva entre diez y quince minutos aplicarnos el maquillaje y el traje de látex humano más básico. Como dato aleatorio diré que la abrazadera D-9, colocada debajo del disfraz, en el costado izquierdo del pecho, está desprendida -puedo verla incluso a través del disfraz-, pero es algo que un mamífero jamás sería capaz de reconocer. Sus ojos miran a ambos lados, nerviosos, paranoicos, escudriñando la calle a oscuras en busca de cualquier señal que pueda delatar la presencia de su amada esposa. Tal vez oyó mi precipitada retirada de los matorrales; tal vez interrumpí su climax.
– ¿Qué demonios está pasando aquí? -pregunta con un gruñido.
Estoy a punto de contestarle cuando el conductor de la grúa me entrega una hoja de papel. Dice: «Byron. Cobranzas y Recuperaciones», en negrita y en cuerpo veinte, e incluye el número de teléfono y algunos ejemplos de sus tarifas. Alzo la vista, y varias respuestas indignadas se convierten en espuma en mis labios…
Descubro que el Compsognathus ya se encuentra sentado detrás del volante de la grúa; acciona el mecanismo que levanta el Lincoln y lo deja colgando sobre las ruedas traseras. Entonces salto hacia la puerta abierta con las garras extendidas, y la puerta se cierra violentamente delante de mis narices. El muy hijo de perra se ríe desde detrás del cristal. Sus rasgos angulosos casi me desafían para que me ponga ante el camión, para que entregue mi vida por la vida de mi automóvil, algo que en Los Ángeles no resulta tan extraño.
– Cuando pague al banco -grazna a través de la ventanilla cerrada- podrá recuperar el coche.
Y con un gesto de los brazos huesudos del Compsognathus, la grúa encaja la primera y se aleja arrastrando mi amado Lincoln Continental Mark V.
Me quedo mirando la calle desierta durante un momento, aun después de que las luces traseras de la grúa han desaparecido tragadas por las sombras de la noche.
Ohmsmeyer se encarga de devolverme a la realidad. Me está mirando las piernas, las manchas de barro que llevo en los pantalones. Una lenta oleada de furia traza una profunda arruga en su frente. Sonrío, tratando de disipar cualquier muestra de violencia.
– ¿Supongo que no podría utilizar su teléfono?
– Usted estaba entre mis matorrales… -En realidad, yo… -Usted estaba en la ventana… -Aquí hay una cuestión técnica que me gustaría… -¿Para qué cono es esa cámara? -No, verá… Creo que usted se confunde… No puedo continuar porque un rápido golpe en el estómago me dobla en dos. Es un golpe de peso pluma, nada más, pero la combinación del golpe del jodido mamón con cinco ramilletes de albahaca me ha aturdido y a punto estoy de largarla segunda mitad del almuerzo. Retrocedo y alzo las manos por encima de la cabeza en un gesto de semirrendición. Eso ayuda a que se disipe la sensación de náusea. ¡Diablos!, podría repeler el ataque -incluso completamente disfrazado podría hacerle morder el polvo a este contable, y sin las correas y las fajas y las hebillas que llevo puestas, podría arrancarles la piel a tiras a dos Iguanodon y medio-, pero los acontecimientos de la noche han perdido todo su encanto y prefiero dar por terminados los festejos. -¿Quién cono se cree que es? -pregunta, mirándome con gesto amenazador y preparado para volver a golpear-. Puedo olerle desde aquí. Velocirraptor, ¿verdad? Tengo ganas de denunciarle ante el Consejo.
– No sería el primero -digo, irguiéndome otra vez y mirando al tío a los ojos. ¡Qué diablos!, las fotos estarán listas por la mañana y hasta podría darle a este pobre tío un poco de ventaja en cuestiones legales.
Extiendo la mano y, ante mi sorpresa, el Iguanodon la estrecha.
– Mi nombre es Vincent Rubio -digo-. Soy investigador privado y trabajo para su esposa, Y si yo fuese usted, señor Ohmsmeyer, comenzaría a buscarme un buen abogado especializado en divorcios.
Silencio. El dinosaurio comprende que lo han cogido, y que lo ha hecho el mejor. Me encojo de hombros y esbozo una débil sonrisa. Pero mientras su ceño se arruga, me doy cuenta de que no es la expresión facial adecuada para expresar miedo, ira, traición o cualesquiera otras emociones que yo pudiese esperar. Este tío sólo está… confuso.
– ¿Ohmsmeyer? -dice, y empieza a comprender lo que está pasando-. ¡Oh!, ¿usted quiere a Ohmsmeyer? Vive en la casa de al lado.
Es una hermosa noche. Decido regresar a casa andando. Con un poco de suerte, tal vez conseguiré que me atraquen.
En la ventana aún se lee «Watson y Rubio. Investigaciones Privadas», aunque Ernie lleva muerto nueve meses. No me importa. No pienso cambiarlo. Un cabrón del edificio vino con la intención de quitar el Watson de la ventana pocas semanas después de que Ernie se hubiese despedido de este mundo, pero le obligué a largarse por piernas con una escoba y una botella de ron rota. Afortunadamente el alcohol no me afecta, porque si no hubiese estado mucho más cabreado… Era un ron bastante caro.
La oficina tiene ese olor a alfombra mohosa, a vieja dama, a olvidé-meter-la-ropa-en-la-secadora. Estoy acostumbrado a aspirarlo cada vez que regreso de una sesión maratoniana de vigilancia, lo que resulta sorprendente cuando se tiene en cuenta que se llevaron la alfombra hace dos meses. Aun así, no importa con cuánto esmero desinfecte la oficina antes de emprender un viaje, porque esas jodidas bacterias encuentran siempre la manera de reunirse, reproducirse y contaminar cada centímetro cuadrado de este lugar; algún día cogeré a esas pequeñas mamonas. Todavía no he llegado al estadio de venganza personal, ya que resulta francamente difícil guardarle rencor a un organismo unicelular, pero estoy haciendo un esfuerzo por alcanzar el siguiente nivel.