Además, olvidé sacar la basura antes de marcharme, y encima la oficina está más fría que un glaciar del mesozoico. Parece ser que dejé el aire acondicionado en funcionamiento todo el jodido tiempo y ni siquiera me atrevo a pensar en las consecuencias que eso tendrá en la factura de la electricidad. He tenido suerte de que no me la hayan cortado directamente; la última vez que lo hicieron la nevera dejó de funcionar y la albahaca se echó a perder, aunque yo ya estaba bastante colocado cuando empecé a masticarla y no me di cuenta hasta que ya era demasiado tarde. Aún siento escalofríos cuando pienso en el espantoso viaje que tuve.
Hablando de facturas: al parecer me he convertido en el feliz ganador de al menos dos docenas de ellas, que añado de inmediato a la floreciente pila que hay en el suelo de la oficina. Está también el ocasional correo de propaganda y el cupón para una limpieza al vapor de una alfombra para cuatro habitaciones, pero la pila contiene principalmente airadas misivas impresas en hojas de papel de un rosa brillante, documentos legales llenos de palabras altisonantes que amenazan seriamente mi bienestar económico. Ya he superado con creces la fase de «por favor, responda con la mayor brevedad» y exacciones por el estilo. Ahora han llegado la indignación y los abogados, y se requiere un elevado grado de concentración para no prestarles atención. Lo único bueno que tienen los jodidos débitos es que hace tiempo que he dejado de recibir incontables ofertas de tarjetas platino, de tarjetas oro o de cualquier clase de tarjetas.
Una luz intermitente. El contestador telefónico de la oficina, en otro tiempo una máquina sumamente útil, incluso un aparato muy apreciado, se burla de mí desde el otro extremo de la habitación. Tengo ocho…, no, nueve…, no, diez… mensajes, y cada destello rojo me dice que estoy jodido: destello… jodido…, destello… jodido. Supongo que podría desenchufar el aparato y practicar una limpia y aséptica eutanasia digital; pero como me dijo Ernie una vez, huir de tus demonios no hace que desaparezcan, y sólo consigues que les resulte más fácil morderte por la espalda.
Desabrocho los botones ocultos debajo de la base de la muñeca, me quito los guantes del disfraz y permito que mis garras vuelvan a su lugar. Mi larga garra inferior ha comenzado a doblarse hacia adentro en un ángulo preocupante y supongo que debería visitar a una manicura para solucionar el problema; sin embargo, últimamente las tarifas se han vuelto francamente inmoderadas y se niegan a hacer un trueque por mis servicios de investigación privada. Extiendo la mano y pulso el botón play.
Bip: «Señor Rubio, soy Simón Dunstan, del Departamento de Hipotecas del First National. Le he enviado una copia de los documentos de nuestro departamento jurídico correspondientes a la ejecución de su hipoteca…» Pulso borrar.
Una punzada de dolor me atraviesa la cabeza. Instintivamente me dirijo hacia la pequeña cocina empotrada en la esquina frontal de la oficina. La nevera parece abrirse sola y un guapo montón de albahaca me está esperando en el estante superior. Mastico.
Bip: «Eh, Vinnie.Charlie.» ¿Charlie? No conozco a ningún Charlie. «¿Te acuerdas de mí?» En realidad, no. «Nos conocimos en el club Combustible Fósil de Santa Mónica durante la pasada fiesta de Año Nuevo.» Un vago recuerdo de luces y música y las agujas de pino más puras que mis yemas gustativas hayan tenido el placer de probar flota en mi cabeza. Este Charlie… ¿otro velocirraptor quizá? Y su trabajo… Era un…, un… «Trabajo para el Semine!, ¿recuerdas?» ¡Oh, sí! El periodista. Lo que recuerdo es que se largó de la fiesta con mi chica.
«En cualquier caso -continúa, consumiendo un valioso espacio digital en la memoria de mi contestador-, pensé que ya que somos viejos colegas y todo eso, podrías adelantarme alguna noticia sobre tu expulsión del Consejo. Quiero decir, ahora que ha habido una rectificación, por los viejos tiempos, ¿eh, colega?» Ya es bastante malo ser un gilipollas, pero resulta mucho peor cuando se es un gilipollas peligroso. Mencionar el Consejo o cualquier otro lema relacionado con los dinosaurios en un contexto en el que un ser humano puede escuchar accidentalmente la conversación es un terminante no, no. Pulso la tecla borrar y me doy un masaje en las sienes. Esta jaqueca se está tomando su tiempo para aparecer en mi felpudo de bienvenida, pero las migrañas de desarrollo lento son las que realmente te machacan una vez que comienzan a llamar a la puerta.
Bip: Clic. Alguien que ha colgado. Eso me encanta… El mejor mensaje es ningún mensaje; son innegablemente no retornables.
Bip: «Hola. Por favor, líame a American Express a…» De acuerdo, una cinta grabada; no está mal. No vienen realmente a por ti hasta mucho después de haber agotado la opción personal. Pulso borrar.
Bip: «Mi nombre es Julie. Llamo de American Express y busco al señor Vincent Rubio. Por favor, llámemelo antes posible…» Mierda. Borrar.
La sesión continúa más o menos de la misma manera durante tres o cuatro mensajes más, discursos tersos y breves, rebosantes de intimidación subliminal. Estoy a punto de dejarme caer en el sofá sin muelles que hay en un rincón y cubrirme la cabeza con un cojín andrajoso como si fuese un par de orejeras gigantes cuando una voz familiar se abre paso a través de la letanía de vitriolo.
Bip; «Vincent, soy Sally. De TruTel.» ¡Sally! Uno de los escasos seres humanos a quien he llegado a apreciar de mala gana, y aunque está afectada negativamente por su lastimosa estructura genética es bastante agradable. No es que sepa nada de nosotros -ninguno de ellos tiene ni la más remota idea de nuestra existencia-, pero es uno de los neanderthales menos ofensivos con quien he tenido que relacionarme. «Ha pasado mucho tiempo, ¿eh? Tengo un mensaje para ti…, un pedido, supongo, del señor Teitelbaum, y a él…, a él le gustaría verte en su oficina. Mañana.» El tono de su voz baja varios decibelios y susurra claramente en el auricular: «Creo que se trata de un trabajo, Vincent. Creo que tiene un caso para ti.» En este mensaje hay algo en lo que conviene pensar, algo inherentemente bueno; pero la mayor parte de mi cabeza está dedicada a combatir el dolor que parece haber decidido tomarse unas largas vacaciones en mis sinapsis. Guardo el resto de los mensajes para un momento en el que no sufra una jaqueca tan intensa, o bien para cuando disponga de un mayor contenido de albahaca en sangre, y vuelvo a tumbarme en el sofá. El dolor ha comenzado a irradiarse desde el centro de la cabeza y avanza a grandes y poderosas zancadas hacia mis lóbulos frontales. En mi cerebro se está celebrando en este momento una fiesta por todo lo alto: seis bandas de rock y tres pistas de baile, y soy el único que no ha sido invitado. Sólo entrada general, chicos, y dejad de golpear las paredes. Es hora de acostarse. Es hora de irse a dormir.
Sueño con una época en la que solía estar en el Consejo, una época en la que Raymond McBride era sólo el nombre de otro industrial muerto, una época en la que Ernie aún no había sido espachurrado por un taxista que se dio a la fuga, una época anterior a que me enganchara a la albahaca y anterior a que mi nombre figurase en la lista negra para cualquier trabajo de investigador privado que hubiese en la ciudad. Sueño con una época de productividad, de significado, de tener una razón para levantarse y saludar el sol de cada mañana. Sueño con el Vincent Rubio de los buenos tiempos pasados.
Y entonces la escena cambia. Los días de ambrosía y cielos llenos de mariposas dejan paso a una batalla sangrienta que se libra entre toda la población moderna de dinosaurios: estegosaurios y brontosaurios se machacan a golpes; cuernos de Triceratops se clavan en los flancos de Iguanodon; Procom-psognathus se apiñan en callejones oscuros, gimoteando, petrificados. Y en medio de todo ese caos veo una mujer -un ser humano- con la cabellera al viento y los ojos encendidos de excitación y pasión, con los puños cerrados y disfrutando del aura de gloriosa y ardiente violencia que rodea su frágil cuerpo.