Sueño que me acerco a la mujer y le pregunto si le gustaría que la alejara de esa guerra civil, que la alejara de ese escenario; pero la mujer se echa a reír a carcajadas y me besa en la nariz, como si fuese un osito de peluche o su mascota favorita.
Sueño que la mujer se afila las uñas con una lima, retrocede y se une a la lucha, lanzándose hacia el informe montón de carne de dinosaurio.
2
A la mañana siguiente, Teitelbaum me está esperando, tal como sabía que lo haría; puedo ver su voluminosa silueta a través de los ladrillos de vidrio que forman la pared exterior de su oficina. Teitelbaum jamás abandona ese viejo escritorio de roble, ni siquiera durante la más espantosa emergencia. No importa cuál pueda ser la crisis; todo el personal está obligado a reunirse en esa habitación hortera y descuidada, llena de lo peor que ofrecen las tiendas de regalos de los aeropuertos de todo el planeta: un coco con las islas hawaianas pintadas en la superficie; una toalla de mano con la inscripción «Me limpiaron en Las Vegas» cosida a máquina; una bandeja para cubitos de hielo con moldes que muestran la forma del continente australiano. Puesto que sólo hay dos sillas para los invitados, la mayoría de los miembros del personal no tiene más remedio que sentarse en el suelo, apoyarse contra las paredes o esforzarse por mantenerse en pie durante los legendarios discursos que pronuncia Teitelbaum. En esa oficina todo es absolutamente degradante y estoy convencido de que así es como Teitelbaum quiere que sea.
Tampoco me sorprendería descubrir que está permanentemente encajado en su sillón de cuero de respaldo alto; ese gran…, gran… gordinflón. Pero eso no viene al caso y es evidentemente injusto por mi parte criticar a un Tyrannosaurus rex por sus problemas de peso. Estoy seguro de que hay algo de fibra muscular enterrada debajo de toda esa carne flácida y colgante, y todo el mundo sabe que el músculo pesa más que la grasa. ¿O acaso es que el agua pesa menos que el músculo?
Oh, qué diablos! Lo mires por donde lo mires, Teitelbaum es un cerdo gordo, y no me importa repetirlo: ¡gordinflón!
Sólo estoy medio colocado, puesto que imaginé que no sería moralmente correcto ni mentalmente saludable aparecer ante Teitelbaum sobrio o pasado de rosca por completo, y este nivel de albahaca en sangre me va de puta madre. El mundo exterior se mueve a tres cuartos de velocidad, lo justo para que pueda captar todos los detalles importantes y prescindir de cualesquiera sentimientos de hostilidad. Las secretarias en la oficina exterior me miran con una expresión azorada mientras paso junto a ellas y oigo mí nombre reverberando en sucesivos susurros entre los diferentes cubículos. No me importa. Todo es de primera.
TruTel es la agencia de investigaciones privadas más grande de Los Ángeles -la segunda más grande de California- y, hasta que lo eché todo a perder, un empleador regular de mis servicios. En los días en que Ernie estaba en este mundo, nos llamaban a menudo para que echásemos una mano en cualquier caso que necesitase un poco de trabajo confidencial extra. Conseguimos un par de asuntos que rozaban los límites de la ley; eran tareas delicadas que la compañía no podía asentar en los libros, y pagaban realmente bien. Como es obvio, si tratas con TruTel tienes que tratar con Teitelbaum, y eso ya es otra cosa. Le encanta lanzar casos a los investigadores privados y contemplar cómo nos sacamos la piel a tiras, al igual que gallos de pelea, por el derecho a ganar una miserable comisión. Pero si quieres abrirte camino en este negocio, hay momentos en los que incluso tienes que inclinarte y sonreír a un Tyrannosaurus rex.
Es hora de entrar en el sanctasanctórum.
– Buenos días, señor Teitelbaum -digo al entrar en su oficina con una fingida resolución en mi paso y en mi voz-. Tiene un aspecto… muy bueno. Ha perdido peso.
Mis piernas están controladas, mis pies están controlados, mi cuerpo está controlado.
– Tú pareces una mierda -gruñe Teitelbaum, y me hace un gesto para que me siente. Acepto encantado el ofrecimiento.
Por algunos chismorreos que he alcanzado a oír en el vestíbulo, el mandarrias de TruTel, cuyo disfraz humano es una mezcla de Oliver Hardy y una montaña de sudor, se ha pasado la mayor parte de la semana concentrado en un nuevo juguete que llegó hace más de ocho días. Ha sido incapaz de hacer que funcione: en una esquina del escritorio hay uno de esos artilugios con cuatro bolas de metal unidas a una barra superior por medio de cuatro secciones de hilo de pescar. Al apartar una de las bolas exteriores y dejar que caiga contra las restantes se puede contemplar el milagro de las leyes de Newton mientras las pequeñas esferas metálicas golpean entre sí horas y horas. No obstante, Teitelbaum, quien probablemente jamás ha oído hablar de Newton, y quizá ni siquiera de algo llamado física, sigue intentando imaginar con todas sus fuerzas el funcionamiento exacto de su nuevo juguete. Le gruñe. Respira sobre él. Lo mueve con golpes torpes, apenas rozándolo con sus brazos pequeños.
– Perdón… -digo, interrumpiendo ese notable procedimiento científico-. ¿Puedo?
Sin esperar su respuesta, extiendo la mano, agarro una de las esferas plateadas y la pongo en movimiento. El chisme comienza a funcionar con un clac-clac-clac uniforme, y resuena en la quietud de la oficina.
Teitelbaum mira las bolas con enorme sorpresa (clac-clac-clac) y con su bocaza pantagruélica completamente abierta (clac-clac-clac). Su desayuno ha sido una oveja; puedo distinguir la lana en sus molares. Finalmente, el palurdo recobra la compostura, aunque está absolutamente claro que se muere por preguntarme qué magia milagrosa he utilizado para poner en funcionamiento esa máquina.
– Me la trajeron del aeropuerto de Pekín -dice, esquivando al mismo tiempo el tema de su absoluta ignorancia-. Cathy tenía algunos negocios en Hunan.
Cathy es una de las secretarias de Teitelbaum y el único negocio que ha tenido nunca -nunca, nunca, nunca- consiste en viajar alrededor del mundo buscando chucherías en las tiendas de regalos para que el señor Teitelbaum pueda sentirse mundano y realizado sin tener que abandonar la seguridad, la comodidad y el relleno de su sülón de oficina. Y puesto que Teitelbaum compra todos los billetes de avión a su nombre, la pobre chica ni siquiera puede disfrutar de la bonificación de puntos por millas voladas. El salario anual de Cathy (lo sé porque hace algunos años eché un vistazo a su nómina) supera ligeramente los treinta mil dólares y, considerando que se pasa fuera de la ciudad casi todo el año, Teitelbaum se vio obligado a contratar otra secretaria -ahí es donde interviene Satty- para que se encargara de todo el papeleo que pasa por sus sucias manos. Como resultado de todo ello, los gastos de Teitelbaum en secretarias ascienden a más de sesenta mil dólares por año, todo con cargo a la compañía, lo que significa que sus investigadores privados de alquiler deben trabajar un montón de horas extraordinarias para compensar los gastos generales. Y todo ello para que el antiguo rey de Hamilton High pueda comprarse chismes para los que es demasiado estúpido, pues ni siquiera consigue hacer que funcionen. ¡Dios, cómo odio a los tirano-saurios!
– Es muy bonito -le digo-. Brillante.
Me alegra que sea tan estúpido como para no darse cuenta de que le estoy tomando el pelo.
– Tengo una pregunta para ti, Rubio -gruñe Teitelbaum, recostándose en su sillón y haciendo que sus costados sebosos cuelguen a ambos lados del asiento-. ¿Estás colocado?
– Eso ha sido muy directo.
– Lo es. ¿Estás colocado? ¿Sigues dándole a la albahaca?
– No.
Vuelve a gruñir, olfatea, trata de mirarme a los ojos. Lo evito.
– Quítate las lentillas -dice-. Quiero ver tus verdaderos ojos.