Me aparto del escritorio y comienzo a incorporarme.
– No tengo por qué seguir escuchando esta…
– Siéntate, Rubio; siéntate. Me importa una mierda sí estás colocado o no, pero no tienes más alternativa que escuchar lo que tengo que decirte. Conozco a mucha gente en los departamentos de crédito. Conozco a gente en el banco. Estás sin blanca.
Parece que Teitelbaum disfruta con ese pequeño discurso; no me sorprende.
– ¿O sea? -pregunto.
– ¡O sea que no tengo por qué soportar tu presencia en mi despacho!
– A decir verdad -continúo-, me sentí ligeramente sorprendido…
– Hablas demasiado. Tal vez tenga algo de pasta para ti; tal vez. Quizá pueda encargarme de que haya un trabajito en tu camino; sólo Dios sabe por qué. Si (y éste es un si muy, muy grande. Rubio) es que estás dispuesto a trabajar para mí. Y no vas a cagarla como la última vez, cuando me dejaste en ridículo.
Sobre el escritorio de Teitelbaum pasa un leve temblor a través de las pequeñas bolas de metal, una especie de zumbido metálico; reducen la velocidad y finalmente se detienen. Teitelbaum me mira con dureza, y yo extiendo la mano y vuelvo a poner en funcionamiento el mecanismo de las bolas, que, según parece, es mi nuevo trabajo como empleado potencial de la empresa. Sólo espero que accionar una y otra vez este artefacto no sea la tarea que tiene en mente. Lo triste de todo este asunto es que yo me inclino a aceptarlo.
– Me sentiría muy agradecido por esa oportunidad -le digo a Teitelbaum, y trato de mantener a las moscas fuera de la empalagosa enunciación de mi servilismo.
– Es seguro que lo estarás. En esta ciudad hay ochenta mercenarios de alquiler que se sentirían muy agradecidos si estuvieran en tu lugar. Yo no odiaba a Ernic -lo que viniendo de Teitelbaum es equivalente a una declaración de amor-, de modo que te daré esta oportunidad. Además, no tengo alternativa. En esta oficina hay diecinueve idiotas que se llaman a sí mismos investigadores privados, y cada uno de ellos está metido hasta el cuello en algún jodido caso mientras estiran el reloj para sacarse unos pavos extras. De vez en cuando aparece algún asunto con límite de tiempo, y sé hacia dónde debo mirar: un colgado del que nadie se acuerda y con complejo de socio muerto.
– Gracias.
– Mira, lo que necesito aquí son garantías. La última vez que te encargaste de un caso te pasaste de la raya y…
– No será como la última vez -lo interrumpo.
– Necesito garantías, garantías de que se hará lo que yo digo. Nada de dejar de cumplir las órdenes; nada de Harta con los polis. Si te digo que lo dejes, tú lo dejas. ¿Estamos en la misma longitud de onda?
– No será como la última vez -repito. -Estoy seguro. -Ahora el tono de su voz se ha suavizado de un modo casi imperceptible: de granito a piedra caliza-. Comprendo lo duro que debe haber sido para ti que Ernie muriera en un trabajo así. Trabajar con alguien durante diez años… -Doce.
– Doce años; eso deja huella. Lo entiendo. Pero fue un accidente, nada más, y nada menos. Lo atropello un taxi, y eso no es raro en Nueva York…
– Pero Ernie era un tío muy prudente… -No empieces otra vez con esa mierda. Ernie era prudente, sí, pero no lo fue ese día. Y andar por ahí molestando a la policía, hablando de absurdas conspiraciones, no te hace ganar premios a la simpatía. -Hace una pausa y espera para ver si tengo algo que decir. Decido no hacerlo-. Ya pasó. Caso cerrado. Kaput. -Teitelbaum frunce los labios, y la cara se le arruga como si estuviese inyectándose zumo de limón en las venas-. Así pues, lo que necesito saber es si lo has superado. Me refiero a todo: Ernie, McBride…
– ¿Que si lo he superado? Quiero decir… Yo…, yo no… ¿Están muertos, verdad? O sea que…
¡No!, quiero gritar, ¡no lo he superado! ¿Cómo diablos se puede esperar que olvide lo que le ocurrió a mi compañero, que deje que la muerte de mi único amigo quede sin resolver? Quiero decirle que he metido las nances donde no me llamaban y que volvería a hacerlo. Quiero decirle que a la mierda la rectificación del Consejo y a la mierda cualquier lista negra en la que pueda figurar. Quiero decirle que seguiré buscando al asesino de Ernie hasta que el último aliento abandone mis labios.
Pero ése ha sido el Vincenl Rubio de los últimos nueve meses, y la furia y el resentimiento no le han traído a ese Vincent nada más que varios kilos de avisos de cobro, una inminente ejecución de la hipoteca y un costoso hábito de albahaca. No tengo pasta, no tengo tiempo y no me queda nadie a quien pueda recurrir; de modo que dibujo mi mejor sonrisa. -Por supuesto; claro está que lo he superado -digo. El tiranosaurio silencia el clac-clac-clac de las bolas metálicas con un dedo ajado y me mira de arriba abajo.
– Bien, muy bien. -El silencio se expande a través de la habitación-. Por cierto, ¿has oído algo acerca de unas multas del Consejo?
– Ya no pertenezco al Consejo, señor.
Cuando formaba parte de esa corporación, Teitelbaum siempre me estaba presionando para que le diese información. Para él significaba una clara muestra de desprecio que uno de sus empleados ocupara un lugar en el Consejo del Sur de California; que yo tuviera la capacidad de intervenir en la promulgación de leyes que podían afectar su vida cotidiana. Era uno de esos pequeños placeres que entonces me mantenían en forma.
– Ellos…, ellos me expulsaron después de los incidentes de Nueva York.
Teitelbaum asiente.
– Sé que estás fuera; me hicieron declarar durante las audiencias. Pero aún tienes amigos…
– En realidad, no -digo-. Ya no.
– Maldita sea, Rubio; tienes que haber oído alguna cosa acerca de esas multas.
Me encojo de hombros y sacudo la cabeza.
– Las multas…
– A McBride…
– Está muerto.
– Sobre su fortuna. Debido a la cuestión humana.
– La cuestión humana-repito. Sé exactamente a qué se refiere Teitelbaum, pero me niego a seguirle el juego.
– Venga, Rubio -dice-. Tú estabas en el Consejo; sabías lo que estaba pasando. McBride tenía un lío de faldas con esa…, esa… -sus hombros, si pueden llamarse de ese modo, se estremecen de repugnancia- esa humana.
Tiene toda la razón del mundo, pero no puedo decírselo. Raymond McBride, un carnosaurio que irrumpió en la escena de los dinosaurios desde la oscuridad del Lejano Oeste y alcanzó en pocos anos una envidiable posición económica, tuvo sin duda numerosas aventuras amorosas con hembras humanas. Y no se trata de una conjetura; es un hecho. Lo constatamos a través de numerosas declaraciones juradas prestadas ante miembros del Consejo en el transcurso de audiencias oficiales complementarias, junto con una variada y nutrida evidencia física en forma de fotografías clandestinas tomadas por J &T Enterprises, la agencia de investigadores privados más grande de Nueva York y, al mismo tiempo, la compañía gemela de TruTel en la costa Este.
McBride, un consumado donjuán, era conocido por perseguir a las hembras de nuestra especie con notable éxito a pesar de su intacto y duradero matrimonio, y los rumores decían que las ramas resultantes de su árbol genealógico se extendían de costa a costa, posiblemente incluso hasta Europa. Poseía un apartamento en Park Avenue, una casa en Long Island, una cabaña aquí, en Pacific Palisades, y dos casinos gemelos en Las Vegas y Atlantic City. Sus rasgos, marcados y de naturaleza clásica de carnosaurio, eran enmascarados diariamente por un equipo de maquilladores profesionales, que sabían cómo hacer que incluso el más reptiloide de los dinosaurios pareciera absolutamente humano, una tarea que al resto de nosotros nos lleva incontables horas de dolor y frustración. La vida de Raymond McBride era un mar de felicidad.
Nadie, por tanto, sabe por qué razón decidió explorar en otro sector de la población; tal vez se había cansado de nuestra especie, aburrido de la postura de huevos y de la interminable espera hasta que se produce una grieta en la cáscara. Es verdad que no tenía hijos. Quizá sólo deseaba perfeccionar sus habilidades carnales con otra clase de criaturas. También es verdad que era un tío ambicioso. Puede ser, como muchos se inclinaron a pensar, que desarrollara el llamado síndrome de Dressler, que consiste en creerse realmente humano y sencillamente ser incapaz de evitar la tentación por los placeres que promete la carne de las mamíferas. O quizá sólo pensaba que las tías humanas estaban de muerte. Cualquiera que fuese el caso, Raymond McBride quebrantó la regla fundamental, la número uno, establecida desde que el Homo habilis hizo su aparición en escena: está absolutamente prohibido aparearse con un ser humano.