Pero ninguno de ellos siquiera tiene la intención de escuchar lo que estoy diciendo hasta que Harold hace sentir todo el peso de su cuerpo y su poder. Su cola se mueve pesadamente mientras camina por fa habitación y alcanza a la señora Nissenberg en la mejilla. Ella lanza un grito de dolor, pero nadie parece advertirlo y tampoco importarle.
– Son las reglas, damas y caballeros. Las reglas. Vivimos según esas reglas, y aunque algunos de nosotros como individuos elijamos ignorarlas -una dura mirada en mi dirección-, este grupo no puede hacerlo. Si las reglas dicen que el velocirraptor puede quedarse, entonces el velocirraptor puede quedarse.
Se reanudan las discusiones, el debate se acalora por momentos, y yo levanto la mano para imponer silencio. Nadie me hace caso, de modo que decido gritar.
– ¡Un momento! ¡Un momento! No quiero quedarme.
Esto hace que se tranquilicen lo suficiente como para que yo pueda lanzar mi ultimátum.
– Haré un trato con vosotros. Hay cierta información que en este momento tenéis en vuestro poder y me gustaría estar aquí cuando sea presentada.
Una penetrante mirada de Harold. Él sabe de qué esto hablando.
– ¿Cuándo pensabais tratar ese… tema? -pregunto.
– Consta en el orden del día como un tema nuevo, de modo que… mañana en algún momento.
Y esto es lo que ellos consideran una reunión de urgencia.
– ¿Qué os parece esto?: tratad ese tema ahora, ya mismo. Dejad que me quede aquí hasta que hayáis acabado, y luego firmaré esos papeles y no volveréis a verme nunca más.
– ¿Nunca más? -preguntan al unísono.
– Desapareceré como si hubiese sido un mal sueño.
Un murmullo eléctrico se eleva desde el grupo.
– ¿Podemos pensarlo durante un minuto? -pregunta Harold.
– Treinta segundos -contesto-. Tengo un poco de prisa.
Este grupo sería incapaz de resolver si respirar o no en sólo treinta segundos y menos aún procesar mi propuesta, pero después de una breve serie de mociones y llamadas al orden, mi ultimátum tiene respuesta. Harold se dirige al pie de la escalera que lleva a la planta baja de la casa y llama a su querida compañera.
,__¡María! -Y después de que pasen unos momentos sin que nadie responda-: ¡María!
– ¿Sí, Harold? -llega la atemorizada respuesta.
__Dile al doctor Solomon que baje.
Harold se vuelve hacia el grupo, y se dirige a nosotros como si fuésemos una sola persona.
– Ayer por la mañana recibí cierta información que pensé que el Consejo podría encontrar interesante. Sugiere nuevas preguntas acerca de una vieja cuestión, añade un giro que no estoy muy seguro de creer. Aún no dispongo de todos los detalles, pero pronto los conoceremos.
– ¿De qué se trata? -grazna Handleman, y todos le decimos que cierre el pico.
– Antes de compartir esta información con todos vosotros, permitidme que os diga que, a pesar de las potenciales implicaciones que esto pueda llegar a tener, todo el mundo deberá guardar la calma, y quizá podamos alcanzar una solución en un tiempo razonable.
¡Ja! Ya estaré muy lejos de aquí antes de que hayan decidido siquiera el orden en que intentarán matarse los unos a los otros.
Harold Johnson se dirige hacia Oberst y Seligman, avanzando como si fuese un pato gigantesco. Los dos dinosaurios retroceden mientras Harold se acerca a ellos; se colocan espalda contra espalda y sitúan sus carretones en círculo para defender su territorio. Lanzando a los representantes de alo-saurios e Iguanodon una mirada de desprecio, Harold pasa junto a ellos en dirección a un archivador colocado debajo de un viejo escritorio. No alcanzo a ver lo que está haciendo, pero puedo oír los ruidos de varias cerraduras que se abren y le permiten el acceso a los tesoros que hay en el interior.
Regresa al centro de la habitación llevando bajo el brazo un grueso fajo de papeles sujeto con numerosas gomas elásticas de colores. Los bordes de las hojas están chamuscados; algunas se han convertido casi en cenizas. Unos copos negros caen al suelo.
– Esto es sólo aproximadamente el uno por ciento del material original -dice Johnson, sosteniendo el envoltorio en el aire para que todos lo veamos-. El otro noventa y nueve por ciento se ha perdido. Se quemó durante el incendio declarado en un club nocturno en algún momento de la semana pasada. El dueño del club murió en el incendio.
– ¿Murió? -pregunto, incapaz de mantener la boca cerrada.
– Esta mañana -dice Johnson-. Recibí una llamada hace unas horas.
Experimento una extraña sensación de pérdida; aunque nunca conocí personalmente a Donovan Burke, en los últimos días había llegado a comprender a ese velocirraptor. Había tenido acceso a sus gustos, sus aversiones, sus relaciones, tanto morales como de otra naturaleza. Sólo puedo esperar que Jaycee Molden tenga cerca un hombro fuerte cuando se entere de la noticia.
– Pero estos documentos -Johnson agita pretenciosamente el paquete como si fuese McCarthy blandiendo su famosa lista negra, y íos bordes arrugados crujen en el aire son mucho más importantes que la vida de cualquier dinosaurio. Fueron encontrados en el fondo de una caja de cartór que había sido escondida en el almacén del club nocturno.
»Aparentemente pertenecen al doctor Emil Vallardo, el dinosaurio genetista que trabaja en Nueva York. Contienen información acerca de sus… experimentos de mezcla de especies.
«¡Eureka!», quiero gritar. Por esa razón Judith McBridt negó que había invertido dinero en el club nocturno de Donovan. ¡Era Vallardo quien corría con todos los gastos! Aun así, poner la pasta para un club nocturno en el otro extremo del país sólo para ocultar allí algunos documentos parece una distancia demasiado grande para proteger un experiment que ya ha sido profusamente documentado por los Consejos.
– Y esto -dice Johnson, que sostiene ahora en el aire un pequeño frasco de cristal y extiende sus dedos regordetes sobre la superficie transparente- es lo que encontraron en una caja de seguridad oculta debajo de las tablas del piso.
La señora Nissenberg levanta la cabeza.
– ¿Qué es?
La voz de Johnson se convierte casi en un susurro. __Es uno de sus experimentos: un embrión mixto.
Caos.
– ¡Debemos expulsarlo del foro! -grita Oberst.
– No se puede expulsar delforo a los médicos -dice Se-lignian-. Eso se hace con los abogados.
__Podríamos hacer que le retiren la licencia…
– ¿Los niños?, ¿qué pasa con los niños?
Mientras me reclino en mi silla, utilizando la cola como mecanismo para mantener el equilibrio, me desconecto de la conmoción que me rodea: las arengas contra Vallardo y su corrupción de la naturaleza, los gritos de «qué será de nosotros, nos convertiremos todos en mestizos», los jadeos, los resuellos y los gimoteos acerca de la destrucción de nuestra especie. Y a pesar de mi aversión congénita a cualquier tipo de gimoteo, no puedo decir que los culpe. Los miembros del Consejo, como todos los demás dinosaurios, están preocupados: están preocupados por la unidad; están preocupados por el conflicto entre ciencia y naturaleza, y están preocupados por lo que está bien y lo que está mal en un mundo en el que debemos escondernos, en el que los principios morales están completamente trastornados y las posiciones pueden variar de un día para otro.
Pero sobre todo están preocupados por la posibilidad de perder su identidad. Aunque es inútil inquietarse de este modo; perdimos nuestra identidad hace mucho tiempo.
Entonces, desde la escalera, llega un golpe. Dos ruidos sordos. Pausa. Un golpe. Dos ruidos sordos. Los sonidos de un caballo de tres patas cansado, de un cuerpo arrastrado por un tramo de escalera por unos asesinos cabreados. Un golpe. Dos ruidos sordos.
El ruido se ve acompañado pronto de una voz insistente, extravagante.
– ¿Y bien? ¿Pensáis echarme una mano o no?
Harold se acerca a la escalera -los brontosaurios pueden arrastrar algo cuando necesitan hacerlo-, y un minuto después vuelve a aparecer sosteniendo a un hombre mayor con una mano y un andador con la otra.