– Bájame -protesta el anciano-. Puedo caminar, puedo caminar. Escaleras, no. Piso, sí.
– Éste es el doctor Otto Solomon -dice Johnson-, socio del doctor Vallardo hace muchos, muchos años, y creo que él podrá arrojar un poco de luz sobre esta delicada cuestión.
El médico -un hadrosaurio, si el olor me llega correctamente- aún lleva su disfraz humano, y es un tío realmente curioso. Tiene un acento como el de un comandante de las SS, metro sesenta de altura, la cara como una piña, los folículos puosos aferrados al cráneo, y se arrastra para ganar la carrera pero libra una batalla perdida. Es una notable aproximación al deterioro humano y soy incapaz de no maravillarme ante la elección de su disfraz; sólo espero que cuando llegue a su edad tenga las agallas necesarias para describir con tanta precisión mi propia decrepitud física.
– ¿Qué estás mirando? -pregunta, y yo sonrío, y lo siento por aquel a quien haya sorprendido mirándolo subrepticiamente-. He preguntado ¿qué estás mirando, velocirraptor?
– ¿Yo?
– ¿Ya has terminado de mirar?
– Sí
– Sí, ¿qué?
– Sí…, doctor.
– Eso está mejor.
El doctor Solomon recupera su andador de manos de Harold y se acerca rápidamente al centro de nuestro círculo: clop, tump, tump; clop, tump, tump. Se mueve con sorprendente velocidad para tratarse de un dinosaurio de su edad y sus achaques.
– Antes de que os haga conocer mi análisis de la situación -dice, y cada palabra es una orden de control teutónico acortada-, ¿hay alguien aquí que tenga algo importante que decir? ¿Algo que no pueda esperar?
Nadie levanta la mano.
– Bien -dice el doctor Solomon-. Entonces todos recordaréis amablemente que debéis mantener la boca cerrada mientras yo hable. No responderé preguntas hasta que no haya acabado; además, jamás favorezco las especulaciones.
Nuevamente, todos aceptamos sus exigencias. El doctor Solomon se pone recto, apoyado en el andador, nos mira uno a uno y examina la habitación. Comienza con una breve disertación sobre la creación, acerca del barro original y los organismos unicelulares que no tenían nada mejor que hacer con su tiempo que nadar, mular y dividirse. Pasamos luego a las primeras formas de vida multicelular, antes de que el médico comience a balbucear acerca del ADN, los códigos genéticos y las proteínas de cadena larga.
Después de casi treinta minutos -la señora Nissenberg ha tenido que pincharme con su aguja de tejer para impedir que me duerma-, alzo la mano.
– ¿Existe alguna explicación sencilla para esto? -pregunto.
El doctor Solomon ni siquiera aparta la vista para mirarme; me ignora y continúa con su discurso.
– Y así, con los ribosomas absorbiendo el materia! disponible…
Pero estoy dispuesto a llegar al fondo de la cuestión antes de la hora de cenar.
– Perdón, doctor Solomon, pero ¿qué tiene que ver todo esto con los papeles del doctor Vallardo?
El doctor Solomon se vuelve hacia mí con los ojos encendidos.
– Lo queréis fácil – dice-. Todos los de vuestra generación lo queréis ahora, lo queréis servido en una bandeja. No queréis tener que pensar en la respuesta; queréis que sean otros los que hagan el trabajo por vosotros. ¿Es eso? ¿Es eso lo que buscáis?
– Ésa es la situación en pocas palabras, doctor. -Miro a mi alrededor y el sentimiento aparentemente es mutuo-. ¿Ahora puede abreviar, por favor?
Solomon suspira y sacude la cabeza en un gesto de lástima por nosotros, pobres masas ignorantes.
– Los papeles del doctor Vallardo, junto con el embrión congelado que hay en ese frasco, indican un experimento de procreación cruzada de especies -dice simplemente.
– ¡Eso ya lo sabíamos! -exclama Johnson-. Hace seis meses que lo sabemos.
– ¡Seis meses! -repite Handleman, ansioso por ejercitar sus cuerdas vocales-. ¡Seis meses!
Los otros se unen a la arenga y maldicen a Solomon por habernos hecho perder media hora de nuestro valioso tiempo con tonterías científicas. Pero el doctor aplaude tres veces -clap, clap, clap- y vuelve a ordenar silencio en el sótano.
– Si tenéis la amabilidad de dejar de chillar -dice, y cada palabra es un pequeño bloque de hielo-, tal vez seríais capaces de escuchar lo que estoy diciendo aparte de oírme. Escuchar. Hace mucho tiempo que el doctor Valiardo se dedica a estos experimentos de procreación cruzada de razas. Pero no es esto lo que acabo de deciros.
– ¡Seis meses! -Handleman otra vez.
– Lo que he dicho -continúa Solomon- es que toda esta evidencia, si mi lectura es la correcta, muestra que ha comenzado a experimentar con la procreación cruzada de especies.
– ¿Cruce de especies? -repite Colón, no muy seguro de la definición exacta del término.
– ¿Como qué? -pregunta Oberst.
Colón se levanta.
– ¿Como un… como un perro y un gato?
– ¿O un ratón y una gallina? -pregunta la señora Nissen-berg.
– ¡Un burro y un pez! -exclama Kurzban.
Ahora lo entiendo todo, el cuadro completo, y además los motivos. Bueno, la mayor parte. Me levanto de mi silla.
– ¿Qué me dice de la procreación entre un dinosaurio y un ser humano? -pregunto, sabiendo ya que he dado en el clavo-. ¿Es eso en lo que ha estado trabaiando el doctor Va-lardo?
Solomon sonríe. Es una lenta e irónica sonrisa que casualmente dirige hacia mí.
– Bien -dice-, algunos de vosotros sí sabéis escuchar.
16
Me marché de allí justo después de que la carne comenzara a volar, pero me las arreglé para que sólo me alcanzaran algunas garras y colas perdidas durante mi retirada, lo que me produjo cortes superficiales. El caos se desató en el instante en que Solomon lo expuso claramente ante nosotros; afirmó que Valiardo estaba tratando de facilitar un nacimiento entre especies, y sólo pasaron unos segundos antes de que comenzaran las escaramuzas por todo el sótano, batallas en miniatura de furia y confusión. El doctor Solomon, quien seguramente no esperaba aquella violenta reacción, que es una de las especialidades del Consejo, recibió una desagradable herida en la cabeza antes de que pudiese reunir la fuerza suficiente como para subir la escalera que lleva a la planta baja de la casa; en esta ocasión, Johnson, enzarzado en un combate sin reglas con Kurzban, seguramente no iba a ayudar al anciano a subir la escalera.
Así pues, mientras sangre, sudor y bilis salpicaban las paredes del sótano, yo cogí a la señora Nissenberg y la arrastré hacia el rincón más alejado.
– Tiene que ser testigo de mi firma en estos papeles -le dije, y saqué una copia de los documentos de rectificación. Todo el tiempo me agachaba para esquivar colas y parar golpes de garras, tratando de hacer cualquier cosa para estar relativamente a salvo.
La señora Nissenberg y yo cumplimos con el trámite formal de firmar y certificar el documento, y luego todo acabó: había sido expulsado oficialmente del Consejo para siempre.
La señora Nissenberg me deseó buena suerte, y yo aún tuve que afrontar unos cuantos golpes más y salvarme por los pelos de algún ataque feroz mientras subía la escalera.
Ahora, mientras regreso a toda velocidad a mi apartamento, cometo no menos de ocho infracciones de tráfico, incluido saltarme un semáforo que hace unos buenos diez segundos que ha cambiado. Hay alguien allá arriba a quien le caigo bien, o al menos que disfruta lo suficiente con mis jugarretas como para dejar que viva un día más.
Pero ¿cómo se me puede culpar por violar unas pocas normas de tráfico cuando mi cerebro está ocupado en tantas cuestiones? Necesito regresar al apartamento, juntar todas las cosas de valor que encuentre, empeñarlas por la pasta que pueda sacarle a Pedro, el tío que lleva la tienda Basura en Metálico 4, en Vermont, y conseguir otro billete de avión a Nueva York. Es necesario que vea a Vallardo y necesito hablar con Judith. También debo encontrar a Sarah, aunque sólo sea para invitarla a cenar, eliminar cualquier idea de esta relación absurda y poner fin a aquello que comenzó de un modo tan inconsciente e imprudente.