El traje de látex sigue al traje de látex mientras Sarah Archer se quita lenta y deliberadamente cada hoja de piel falsa, cada gramo de maquillaje, cada centímetro de cinturón, de faja y de suspensor del cuerpo real que hay debajo. No sé cuánto tiempo ha pasado: ¿un minuto?, ¿una hora?, ¿un día? No tiene ninguna importancia. Mientras tanto sigo contemplando la desaparición gradual de Sarah Archer y la igualmente gradual revelación de una Coelophysis de aspecto muy familiar.
– Vincent -dice ahora suavemente-, quería decírtelo.
Tendría que haberlo visto venir, tendría que haberlo sabido desde el principio. Soy un profesional entrenado, ¡por el amor de Dios! Estaba ahí todo el tiempo, por supuesto. Habría sido lo suficientemente fácil de detectar si yo no hubiese estado tan cegado por mis propias ansias de tesoros prohibidos.
Sarah Archer es Jaycee Holden. Jaycee Holden es Sarah Archer. Podéis ponerlo del modo que más os guste. Las dos mujeres son la misma y siento que los crecientemente inestables puntales que sustentan mi mundo se derrumban debajo de mí cuando el resto de mis músculos también cede. Alguien, aparentemente, está reduciendo la intensidad de las luces…
17
Nos sentamos en el sofá, separados por medio metro, a miles de kilómetros de distancia. Cada pocos minutos ella intenta decir algo, pero yo levanto la mano y me niego a escuchar. Inmaduro, tal vez; pero necesito tiempo para pensar. Ya ha pasado casi una hora desde la revelación y sólo ahora comienzo a recuperar cierto control sobre mis emociones como para permitirme una conversación medianamente racional.
– Vincent, escucha… -me implora mientras las lágrimas anegan esos suaves ojos marrones. Sus lentillas verdes se están remojando en una pequeña caja que lleva en el bolso.
– No puedo… Cómo es posible… -No estoy haciendo muchos progresos con mi discurso, de modo que opto por una expresión de dolor. Transmite adecuadamente mi estado emocional.
– No creas que yo no quería decírtelo. En el restaurante griego quise confesártelo todo. Delante de todo el mundo si tenía que hacerlo, soltarlo simplemente, hacerte saber que tú y yo.,., que éramos iguales.
Lanzo una risa sardónica al mismo tiempo que sacudo la cabeza.
– No somos iguales -digo.
– Los dos somos dinosaurios.
– Eso es lo que tú dices. Tal vez eso que llevas puesto también es un disfraz.
– No seas infantil, Vincent; por supuesto que no es un disfraz.
– ¿Cómo diablos puedo saberlo? -Exploto, y una parte de mí se alegra al ver que ella se encoge, temerosa-. Quiero decir, por todos los santos, Sarah… ¿o es Jaycee?
– Es Jaycee.
– ¿Estás segura? En este momento podría creerme cualquier cosa. Si quieres que te llame Bertha, te llamaré Bertha.
– Es Jaycee -repite débilmente.
– Muy bien. ¿Te queda algo que ocultar, Jaycee? Porque yo ya estoy hasta las narices de este juego. Estás desaparecida, no estás desaparecida; eres un ser humano, eres un dinosaurio…
– Existe una razón -me interrumpe.
– Es lo menos que podría esperar. Si lo hubieses hecho sólo por diversión, me sentiría realmente preocupado. Bien, ¿piensas contármelo?
– Si me dejas hacerlo.
– Adelante.
– Bien.
– Bien. Ahora habla.
Ella comienza lentamente. Se mueve en el sofá y es incapaz de mirarme a los ojos. Antes era tan jodidameníe fácil, ¿verdad?
– No sé por dónde comenzar -dice, y yo le sugiero que lo haga por el principio-. No hay exactamente un principio. Fue como un… brote.
– ¿Como una semilla?
– Hace cinco años -continúa Jaycee- conocí a Dono-van en las calles de Nueva York. Bueno, no exactamente en las calles; ambos estábamos en una tienda de comestibles en Greemvich Village. Ambos éramos solteros y atractivos, y estábamos preparados para iniciar una relación, aunque en ese momento no lo sabíamos. Percibí su olor en el instante en que entró en la tienda, el olor a dinosaurio más fuerte que había captado en mi vida. ¿Recuerdas su olor, Vincent? ¿De cuando le visitaste en el hospital?
Recuerdo los olores a carne asada, a velocirraptor a la brasa, y aunque pienso que Jaycee se merece un poco de dolor por todo lo que me ha hecho pasar, no creo que divulgar esa información represente una represalia justa.
– Era un hospital -digo-. Ya sabes lo difícil que resulta con esos potentes desinfectantes.
Ella percibe la delicada forma en que evito el tema y me lo agradece con un leve movimiento de cabeza.
– Podía iluminar una habitación con su olor, como una oleada de rosas, una brisa marina. Yo solía llamarle «mi pequeño dragón marino».
»Yo había comprado cecina con mayonesa y eso le hizo gracia. Me dijo que yo no sabía comer. Esas fueron las primeras palabras que le escuché pronunciar…: «Señorita, detesto meterme donde no me llaman, pero usted no sabe comer.»
¡Qué bonito!
– ¿Todas estas tonterías llevan a alguna parle?
Es una clara demostración de celos pasados de moda, pero me importa un rábano.
– Me dijiste que empezara por el principio, y eso es lo que estoy haciendo. Era un tío estupendo, Vincent; muy parecido a ti. No sólo porque fuese un velocirraptor. Tu sentido del humor, tu estilo, la forma en que te comportas…, muy parecido. Te hubiese gustado, estoy segura.
La adulación puede llevarla a donde desee. Esto ayuda a que me relaje un poco.
– Estoy seguro de que me hubiese gustado. Continúa.
– Llevó algún tiempo que Donovan se acostumbrase a la idea del casamiento, pero una vez que lo hizo se lo tomó muy seriamente. Ya sabes, planear nuestras vidas juntos, nuestros futuros… Teníamos un piso en la zona oeste. Donovan seguía trabajando para Raymond, yo ocupaba un puesto en el Consejo que había conseguido con su ayuda, y éramos lo que la mitad del mundo consideraría como la pareja perfecta, y la otra mitad, la perfecta escoria pija. En cualquier caso éramos felices. Sólo había ese pequeño problema…
– Hijos.
– Sí, hijos. -Jaycee dobla sus largas y marrones piernas debajo del cuerpo, y se apoya contra un cojín, desplegando la cola a lo largo del sofá. Yo permanezco rígido y apoyado contra el brazo más alejado del sofá-. Yo quería tenerlos y Donovan quería tenerlos; pero siendo de razas diferentes… Podríamos haberlos adoptado, supongo. Sé que en este mundo hay suficientes donantes de huevos, pero queríamos algo que pudiésemos llamar nuestro. ¿Es demasiado egoísta? Donovan mencionó el tema una vez en el trabajo, creo, y Raymond nos puso en contacto con el doctor Vallardo.
«Éramos uno de sus primeros casos. Él había estado experimentando con pájaros, algunos lagartos, ranas, serpientes, pero sólo había tenido unos pocos pacientes dinosaurios antes que nosotros. Las cosas aún eran clandestinas en su laboratorio, y él nos hacía acudir al centro médico a cualquier hora de la noche para hacernos pruebas y someternos a diferentes tratamientos. Aún recuerdo esa horrenda mezcla de tiza y zinc que tuve que tragar; incluso hoy puedo sentir cómo me raspa las amígdalas.
– O sea que ambos erais conejillos de Indias -digo.
– Sabíamos lo que estaba pasando. Pero si todo eso iba a darnos la posibilidad de ser padres, Donovan y yo habríamos sido esquiroles si hubiese sido necesario.
»Pasó un mes, seis meses, un año, sin resultados positivos. Yo seguía donando mis huevos. Donovan seguía donando su simiente. El doctor Vallardo seguía combinándolos, intentando todos los cambios genéticos necesarios para que la lengüeta A encajara en la abertura B; pero nunca ocurrió.