Pero ahora está muerto; fue asesinado en su oficina hace casi un año. Así pues, ¿a qué diablos viene todo esto?
Un golpe en la puerta me ha ahorrado nuevas preguntas acerca de McBríde o de las reuniones del Consejo, de las que ya no tengo ningún conocimiento. Teitelbaum ladra un «¿Qué?», y Sally asoma la cabeza. Es una chica realmente guapa: nariz puntiaguda, pelo largo y liso, y tez pálida. Si no supiera que es humana -carece de olor, nunca la he visto en ninguno de los antros para dinosaurios repartidos por la ciudad-, habría dicho que pertenece a Compsognathus.
– Londres por la línea tres -dice con voz chillona.
Sally es una chica estupenda y resulta muy agradable hablar con ella, pero ante la presencia de Teitelbaum se encoge como si fuese una esponja seca.
– ¿Tienda de regalos de Gatwick? -pregunta Teitelbaum, y sus manos se agitan con infantil anticipación. Si no fuese tan desagradable, incluso lo encontraría atractivo.
– Han encontrado los mondadientes con la Torre de Londres que usted quería.
Sally me sonríe fugazmente, se vuelve, da un pequeño brinco y abandona la habitación; misión cumplida. Una incursión quirúrgica en los dominios del jefe: entrar y salir en… ¡seis segundos! Bien por ella. Yo debería tener la misma suerte.
Tcilelbaum respira aguadamente. Un gruñido de papel de lija se convierte en el jadeo de un globo que pierde aire. Aferra con fuerza el auricular del teléfono.
– Quiero dos cajas grandes -dice-, y envíelas mañana mismo.
Fin de la conversación. Estoy seguro de que el inglés que estaba al otro lado de la línea se ha quedado atónito ante la cortesía norteamericana.
Se produce un abrupto cambio en el tono mientras Teitelbaum escoge la frecuencia de negocios. Extiende un brazo disfrazado de adolescente sobre el escritorio y, jadeando a causa de ese mínimo esfuerzo, coge una fina carpeta.
– No voy a decirte que tendrás que encontrar el diamante Hope, ni nada por el estilo -comenta, y arroja la carpeta hacia mí-. Se trata sólo de patear las calles; nada que no puedas manejar. No es mucho, pero te sacarás un dinero.
Echo un vistazo a las hojas que hay en la carpeta.
– ¿Investigar un incendio?
– Un club nocturno en Valle de San Fernando. Se incendió en la madrugada del miércoles. Es uno de los locales de
Burke.
– ¿Burke? -pregunto.
– Donovan Burke, el propietario del club. ¡Demonios, Rubio!, ¿es que no lees las revistas?
Sacudo la cabeza, reacio a explicarle que en la actualidad el precio de una sola revista me colocaría de una vez y para siempre por debajo del nivel de pobreza.
– Burke es un personaje importante en el escenario de los clubes nocturnos -me explica Teitelbaum-. Las celebridades entraban y salían del club todos los días, principalmente dinosaurios y algunas parejas de clientes humanos. El lugar estaba asegurado y ahora tendrán que pagarle más de dos millones de pavos por los daños que ha ocasionado el fuego. La compañía de seguros quiere que investiguemos y nos aseguremos de que Burke no quemó su propio club porque el negocio era un desastre. -¿Lo era? -¿Era qué? -Un desastre.
– ¡Por Dios, Rubio! -dice Teitelbaum-. ¿Cómo demonios puedo saberlo? Tú eres el investigador privado. -¿Había alguien en el club en ese momento? -¿Por qué no lees el maldito informe? -resopla Teitelbaum-. Sí, sí; había un montón de gente. Hay cantidad de testigos, pues se celebraba una fiesta por todo lo alto.
Lanza un manotazo a sus bolas newtonianas, una inconfundible señal de que mi presencia ya no es necesaria. Me pongo de pie.
– ¿Tiempo? -pregunto, aunque conozco la respuesta.
– Un día menos de lo habitual.
Respuesta trillada. Teitelbaum cree que es divertido. Intento que la siguiente pregunta parezca casual; sin embargo, seguramente no lo es.
– ¿Honorarios?
– La compañía de seguros está dispuesta a soltar cinco de los grandes más gastos. La agencia se queda con tres y deja dos mil pavos para ti.
Me encojo de hombros. Para mí es una suma estándar, al menos teniendo en cuenta los pobres salarios con los que la mayoría de los empleados de TruTel se ven obligados a vivir.
– Pero tengo ese problema con la piscina en mi jardín trasero -continúa Teitelbaum- y necesito un poco de pasta extra. Digamos que dividimos tu comisión: cincuenta-cincuenta. Intenta sonreír. Es una amplia sonrisa de tiburón que incita en mí la urgencia animal de saltar por encima del escritorio y estrangularlo con los finos hilos de plástico que sostienen las bolas newtonianas de metal.
Pero ¿qué alternativa tengo? Uno de los grandes es mejor que nada, y ahora que el trabajo de Ohmsmeyer se ha ido por la alcantarilla, ésta podría ser mi única oportunidad de impedir la ejecución de la hipoteca y la bancarrota definitiva. La expresión de orgullo está en su sitio. Estirando el cuello hasta donde lo permite el disfraz, mantengo la cabeza erguida, sostengo la carpeta de papel manila contra el pecho y abandono la oficina. -No lo eches a perder, Rubio -me grita-, Si quieres volver a trabajar, trata de no meter la pata.
Menos de doce pasos más tarde tengo un poco de albahaca entre los dientes y ese déspota de Tyrannosaurus rex queda cada vez más lejos, y me siento mejor con el encargo que acaban de hacerme. Dinero en el banco, tal vez un poco de respetabilidad y no pasará mucho tiempo antes de que otras agencias de investigación privada estén dispuestas a contratar los caros y encantadores servicios de Watson y Rubio, Investigaciones Privadas. Sí, he vuelto. He comenzado a subir. El velo-cirraptor está en nómina.
Mientras me dirijo a la salida le lanzo un guiño de felicitación a una recepcionista temporal que está tomando un dictado en el vestíbulo. Ella se repliega ante mi gesto amistoso como si fuese una serpiente de cascabel asustada, y casi espero que me muestre los colmillos antes de deslizarse dentro de un nicho, debajo del escritorio.
3
Seis hojas de albahaca están esparciendo su marca especial de magia a través de los valles y las colinas de mi metabolismo, y ese escalofrío vegetal es lo único que impide que salga disparado de este autobús urbano, lleno hasta la bandera, con mis manos agitándose por encima de mi cabeza como si fuese un jodido chimpancé. Es la primera vez que me he visto forzado a utilizar un medio de transporte público y, si la miserable asignación de Teitelbaum para alquilar un coche me permite acceder a algo mejor que un Pinto del 74, será la última. Ignoro que es lo que se ha muerto en este autobús, pero, por la oleada de aromas que me llega desde las tres filas de asientos del fondo del vehículo, imagino que era algo grande, muy feo y que había comido una buena cantidad de curry en los últimos momentos de su vida.
La mujer que está sentada a mi lado lleva una lira de papel de aluminio alrededor de la cabeza, como si fuese una de esas cintas que llevan los tenistas para absorber la transpiración, y aunque no le pregunto en ningún momento para qué sirve -una de mis costumbres consiste en no formular jamás ninguna pregunta a alguien que tiene claramente todo el derecho constitucional a la demencia-, la mujer, no obstante, siente la necesidad de explicarme a voz en grito que su tocado especial mantiene a los «insectos terrestres» alejados de sus «bits húmedos». Yo asiento enérgicamente y giro la cabeza hacia la ventanilla en un vano intento de que mi cuerpo pase a través de cualquier abertura que lleve hacia el mundo exterior, racional. Pero la ventanilla está cerrada herméticamente. Un buen pedazo de goma de mascar rosa se ha endurecido sobre el pasador y casi puedo ver las bacterias que bailan en la superficie; me desafían a que pruebe mi suerte y quite ese repugnante revoltijo de ahí.