Glenda echa un vistazo al edificio, midiendo su tamaño.
– Tiene que haber una entrada trasera en alguna parte -dice-. Siempre hay una jodida entrada trasera.
– No lo sé. La última vez que intenté dar con una, me… apartaron de mi camino.
Glenda enfila hacia un costado del edificio y decido seguirla mientras el corazón comienza a golpearme las costillas anticipando un nuevo ataque. Aspiro con fuerza el aire circundante, y mis nervios olfativos no descubren trazas de aquel olor a plástico quemado, pero uno nunca es demasiado precavido. Continúo mi vigilancia, atisbando detrás de cada rincón y bulto antes de dar un paso.
No hay rastros del combate que libré la semana pasada, aunque se han llevado el contenedor de basura, ya sea el equipo de limpieza que llegó para hacerse cargo del esqueleto, o bien los tíos de la basura cuyo camión estaba ligeramente fuera de ruta. Pasamos rápidamente junto al escenario de mi casi desaparición.
Una pequeña valla metálica nos impide llegar a la parte posterior de la clínica, y Glenda se prepara para trepar por ella y saltar al otro lado. Extiende la mano…
– ¡Espera! -digo, bajando la voz hasta convertirla casi en un susurro-. Pruébala primero.
Glenda se vuelve con una expresión de sorpresa.
– ¿Que pruebe qué?
– La valla. Aquí no se andan con chiquitas; una inofensiva valla de alambre como ésta no impediría el paso a nadie que quisiera colarse en la clínica. Y he visto a los perros guardianes que tienen en este lugar.
Con mucho cuidado extiendo un dedo, acercándolo a los rombos metálicos…
Una presión tira de mi dedo hacia abajo, trata de obligarme a que coja el alambre para atraparme el brazo… Tiro del brazo hacia atrás con una mueca de dolor; lucho por mi propio apéndice…
Gano la batalla y vuelo hacia atrás hasta dar contra el pecho de Glenda, y ambos caemos al suelo. Me aparto de la hadrosaurio y la ayudo a levantarse.
– ¡Qué demonios…!
– Está revestida con alambre -digo, frotándome el brazo, que cada vez me duele más-. Es una valla electrificada, y por la forma en que casi me quedo pegado yo diría que nos enfrentamos a una corriente letal.
No hay ninguna caja de fusibles a la vista, ninguna forma de provocar un cortocircuito en la valla; tampoco se ven aberturas u orificios en la estructura.
– ¿Regresamos a la parte de delante? -sugiere Glenda.
– Será inútil. La puerta no se abrirá mágicamente. -A menos que… Alzo la vista para atisbar a través de la oscuridad y descubro un pequeño alféizar de ventana justo encima de la parte superior de la valla-. Glenda, ¿crees que podrías alzarme para que pudiera cogerme de esa tubería de desagüe?
– Puedo alzar a seis como tú hasta esa jodida cañería. Pero ¿cómo entraré yo?
– Me las arreglaré para entrar en la clínica por la parte de atrás, y luego abriré la puerta de delante. Venga, levántame.
Después de los pertinentes y recíprocos consejos relativos a la seguridad de cada uno -tener cuidado, protegernos las espaldas, etc.-, Glenda me levanta sobre sus hombros como si fuese una madre que alza a su hijo para que vea el desfile desde una posición ventajosa y consigo aferrarme a la tubería. Está sujeta al costado del edificio con unos débiles puntales en forma de L, que vibran cuando dejo que todo el peso de mi cuerpo se apoye en la tubería. Es bueno que no haya probado bocado en las últimas horas; una hamburguesa en el estómago podría hacer que todo se viniera abajo. Los puntales crujen y tiemblan, pero resisten mi peso.
Una breve escalada -la tubería amenaza con desprenderse de la pared a cada centímetro que avanzo- me pone a tiro de piedra del alféizar de la ventana, y sólo cuando llego a él descubro que, al igual que el resto de las ventanas de la clínica, ésta también ha sido cubierta con tablas. Gruesos tablones de madera me impiden el paso. Y yo sin mi sierra eléctrica.
Glenda ya ha girado en una esquina del edificio, fuera del alcance del oído, y se dirige hacia la entrada principal a esperar a que yo abra la puerta, de modo que no puede ayudarme. En este punto, mi única alternativa es saltar, pero son unos buenos ocho metros los que me separan del suelo. Si sólo pudiese desplegar la cola, el apoyo muscular añadido podría ser suficiente para amortiguar el golpe, pero…
Bueno, ¿y por qué cono no puedo desplegar mi cola? Las reglas se han hecho para romperlas, y si hay un momento para romperlas es ahora. Cogiéndome con fuerza a una de las tablas de la ventana para no perder el equilibrio, me despojo rápidamente de los pantalones y de la ropa interior, abro la parte posterior de la cubierta de látex y libero la parte superior de la serie G.
Dios, ¡es agradable tener la cola al aire libre!. El fresco aire de la noche acaricia mi pellejo, y me retrotrae nuevamente a la última noche con Jaycee, a la forma en que ella me frotaba por todas partes, utilizando su cuerpo para… Ya está bien, Vincent, tienes un trabajo que hacer. Pero esta libertad es especialmente agradable, debo admitirlo, y sólo puedo esperar disfrutar de la posibilidad de retozar al aire libre de este modo en otro lugar que no sea una clínica infantil de la calle Dieciocho.
La perspectiva de ese largo salto hasta el duro suelo está ayudando sin duda a retrasar mis esfuerzos, pero tengo que ponerme en marcha. Elevando una pequeña plegaria a los dioses por si he estado equivocado durante toda mi vida al negar su existencia, salto hacia el vacío.
Como estaba planeado, la cola ayuda a amortiguar la caída, y ruedo por el suelo, frenando mi cuerpo a escasos centímetros del otro lado de la valla electrificada. Me levanto rápidamente y me quito el polvo.
– Coser y cantar -le digo a nadie en particular, y mi voz rasca la quietud de la noche. Decido permanecer en silencio si no hay nadie a mi alrededor.
Un olor a muerte, a podredumbre, llega desde un rincón próximo. Es una peste que debería ponerme en modalidad de lucha, pero no transporta esa clase de peligro, de modo que me acerco para investigar y llego hasta un pequeño nicho. Echo un vistazo a mi alrededor, y mis ojos tardan unos minutos en adaptarse a una luz aún más escasa que antes. Por los largos arañazos que cubren las paredes redondeadas, yo diría que parece que la pared ha sido arrancada, como si una bestia salvaje hubiese decidido cavar su guarida justo en este lugar, en este jodido hormigón.
Huesos de animales despojados de sus cartílagos, las superficies rajadas y sin médula, yacen formando una pila de casi un metro de alto alrededor de una cama hecha con colchones andrajosos, periódicos y ropa vieja. La sangre cubre las paredes en murales pintados con los dedos, dibujos infantiles de humanos, de perros, de dinosaurios…
Creo que sé quién… qué… vivió en esta madriguera una vez. Antes de que me atacara, antes de que lo matara.
Encuentro una entrada a la clínica, y las cerraduras de la puerta son fáciles de abrir con las herramientas adecuadas. Los trucos de la tarjeta de crédito y la lata de refresco resultan efectivos con una puerta normal, pero un trabajo como éste requiere un juego de cerrajero, algo que he sido lo bastante listo para traer conmigo esta vez. Afortunadamente para mí, Ernie tenía un amigo que tenía un sobrino que tenía un colega cuya madre trabajaba en una fábrica donde se hacían estos artículos y me consiguió uno completo a precio de coste.
Espero que suene alguna clase de alarma y me siento aliviado al comprobar que ninguna salta ante mi llegada. Entro en un corredor oscuro y deprimente, más aún que el exterior, debido a la falta de luz de luna ambiente, y tiene el atractivo añadido de esporas de moho y telas de araña adornando las paredes. Los corredores se unen y convergen siguiendo un modelo casi azaroso. Desde fuera no parecía que la clínica tuviese este tamaño, y me pregunto si no habrá alguna ilusión óptica en todo esto.
Encuentro rápidamente la entrada principal y abro los cinco cerrojos que tiene la puerta por el lado de dentro.