– Ahí fuera hace un frío de cagarse -dice Glenda, y yo me llevo un dedo a los labios para que se calle.
Avanzamos juntos por los distintos corredores, empleando señales manuales para sugerir direcciones y cursos de acción. Un zumbido continuo resuena en todo el edificio, e imagino que tarde o temprano descubriremos la fuente de origen. Y cuando lo hagamos veremos si estoy o no en lo cierto con respecto a todo este embrollo.
– ¡Chis! -Me vuelvo y veo que Glenda se ha detenido delante de una puerta parcialmente abierra-. Oigo algo… aquí.
Entramos en un corredor amplio y oscuro, las paredes están revestidas con una sustancia metálica que atrae cualquier carga eléctrica que haya en este lugar; puedo sentir el cosquilleo si apoyo la palma de la mano contra la pared. Pequeños haces de luz azul recorren las paredes a lo largo a intervalos irregulares, y soy incapaz de no preguntarme si nos estaremos aproximando al núcleo de actividad de este extraño lugar.
Otra puerta, y detrás de ella un suave susurro, como un río que presiona una rueda hidráulica oxidada, el murmullo del público después de una película particularmente mala.
– Creo que es por aquí -dice Glenda, y abre la puerta sin pensárselo dos veces. El interior es una boca de lobo, y ella busca a tientas en la pared el interruptor de la luz.
– Espera un segundo -musito-. Tranquila…
Con un ¡crash!, una larga fila de tubos fluorescentes cobran vida encima de nuestras cabezas, e iluminan una sala grande y rectangular de unos treinta metros de largo por doce metros de ancho. Jaulas y más jaulas se amontonan contra las paredes en pilas de tres. Ese curioso balbuceo se intensifica y, a medida que nos adentramos en la sala, nuestras bocas se abren involuntariamente y tenemos una visión perfecta de lo que produce ese sonido.
Cada jaula contiene una… criatura, a falta de un término mejor; una versión en miniatura de la bestia que me atacó hace tres días en el callejón, pero eso no es totalmente correcto. Hay genes de estegosaurio, y genes de Diplodocus, y genes de velocirraptor, y genes de alosaurio, y puedo ver los rasgos genéticos de las dieciséis especies de dinosaurio en cada una de esas cosas. Cuernos pequeños y deformados se proyectan en ángulos extraños desde grandes cabezas deformadas sobre cuellos torcidos y deformados y cuerpos baldados. Los sonidos que oímos resultan tan extraños porque no hay dos bocas que sean iguales… en esas criaturas que han sido bendecidas con una boca. Algunas de estas cosas sólo tienen orificios a los costados de la cabeza, y los débiles y torturados lamentos que emanan de ellos sé ven amplificados por la horrible y vacía cavidad.
Son pequeños. No más de sesenta centímetros como máximo. No son más que bebés. Pero eso no es todo, ni mucho menos.
Hay dedos. Auténticos dedos. Y piernas, auténticas piernas. Y orejas, y lóbulos, y narices, y torsos; y lo más sorprendente de todas esas partes corporales es que son humanas.
– Lo hizo -dice Glenda en una perfecta mezcla de terror y repulsión-. Vallardo lo hizo.
– Eso… parece… -balbuceo.
– Pero qué… qué pasa con ellos…
– Creo… creo que son los defectuosos -explico.
– Defectuosos.
– No se consigue que algo salga bien sin algunos fallos previos. Los fallos son éstos.
Como si hubiesen estado esperando que les dieran pie, todos comienzan a llorar con pequeños aullidos. Cachorros, gatitos, bebés necesitados de ayuda y cuidados.
– Pero los tiene encerrados como… como animales.
Asiento.
– De alguna manera lo son…
– ¿Cómo puedes decir eso? -casi grita Glenda, volviéndose hacia mí con una expresión de ira en el rostro. Genial. Los instintos maternales de Glenda Wetzel tienen que hacer su debut en un momento como éste-. Son bebés, Vincent.
Aturdida, Glenda camina hasta el centro de la sala y mira boquiabierta la multitud de monstruos que la rodean. Antes de que pueda detenerla mete la mano en una de las jaulas y acaricia detrás de una oreja grotesca lo que parece ser una mezcla de humano y hadrosaurio. La criatura ronronea de placer.
– Mira, Vincent -dice-. Necesita que la quieran, eso es todo. -Su rostro se ensombrece, y el tono de voz vuelve a cargarse de ira-. Y ese hijo de puta de Vallardo los tiene encerrados de este modo.
– Estoy de acuerdo contigo. Vallardo ha cometido un error y debe ser castigado -digo-, pero no tenemos tiempo para eso. Venga, Glen, apártate de esas jaulas.
Pero Glenda no parece estar de acuerdo. Se dirige hacia una consola que hay en la pared del extremo de la sala, desliza los dedos sobre los botones, y su ira aumenta por segundos. Y ocurre algo curioso: a medida que la ira de Glenda aumenta, el ruido en las jaulas también aumenta.
– Ese cabrón de mierda piensa que puede joder la naturaleza, y luego meter a los bebés detrás de unos barrotes. ¿Es esto ciencia? ¿Esto le divierte?
– Glen, realmente creo que deberías dejarlo.
Ahora los barrotes de las jaulas se estremecen. Todas las criaturas se han despertado; están alerta y golpean sus pequeñas celdas. Los gemidos se han convertido en gritos, y el estallido está a la vuelta de la esquina.
Pero Glenda hace oídos sordos a mis protestas y al creciente alboroto. Está accionando los interruptores a derecha e izquierda, y la consola, antes muda, se enciende con un estallido de energía. Corro hacia Glenda para impedir que haga cualquier cosa que se le haya pasado por la cabeza.
– Le enseñaré a ese cabrón hijo de puta lo que significa jugar con la piscina genética -grita-. ¡Se lo enseñaré!
Y ahora la colección de fallos de la naturaleza comienza a volverse realmente loca; saltan en las jaulas como una manada de monos y golpean sus cuerpos deformados contra los barrotes, como si supiesen de alguna manera que la fuga es inminente, que un mesías ha llegado para liberarlos de su esclavitud.
– Glenda, no… -grito, justo cuando golpea la palma contra el botón que abre todas las jaulas a la vez.
Con un chillido colectivo que avergonzaría a Tarzán y a todos sus amigos de la selva, un centenar de horribles criaturas caen desde el cielo, saltando al piso de la habitación, sobre Glenda, sobre mí. El ataque ha comenzado.
Mi primer pensamiento es que he juzgado mal a estas cosas, que no son más peligrosas que una pulga. Pero este pensamiento se evapora tan pronto como el primer monstruo me muerde la oreja y me arranca un buen trozo de disfraz además de una buena tajada de carne, Sin pensarlo dos veces, le cojo por el cuello -¿un cuello acanalado?- y lo lanzo por el aire como si fuese un balón de fútbol. La cosa choca contra la pared y cae al suelo. Impávido, se levanta para volver a unirse al montón de horribles criaturas.
Pero muchos más vienen hacia mí, y me saltan encima. Usan colas enrolladas y atrofiadas para impulsarse por el aire, con las horribles bocas abiertas, los dientes afilados como cuchillas apuntando hacia mis ojos, mi cara, cualquier tejido blando de mí cuerpo. Es una combinación mortal; esos dedos humanos les ayudan a algunos de ellos a aferrarse a mi pellejo, mientras sus dientes de dinosaurio se encargan del trabajo.sucio. A través del fragor de la lucha veo que Glenda cae bajo el peso de un montón de pequeñas bestias, y hago un esfuerzo desesperado para desembarazarme de mis atacantes, atravesar la habitación y acudir en su ayuda.
Mis garras, que sobresalen del disfraz como las espinas de una rosa, desgarran cualquier pedazo de carne con el que entran en contacto, mientras uso las manos para repeler los ataques que me llegan de frente. Mi cola, liberada antes de su encierro, me viene de maravilla para mantener a raya a los enemigos que intentan sorprenderme por detrás, y aunque me han mordido y herido cien veces en dos minutos, estoy dando más de lo que recibo. La mayor parte de la sangre que cubre el suelo no es mía.
– ¡Glenda! -grito por encima del concierto de horribles chillidos y alcanzo a oír un «jVincent!» como respuesta-. ¿Estás bien? -vuelvo a gritar a través de otra punzada de dolor, esta vez en la muñeca. Bajo la vista y descubro una dentadura unida a un deformado pedazo de carne plantada con firmeza en mi brazo. Sacudo el brazo arriba y abajo, y la criatura queda extendida en el aire; pero los dientes están clavados con fuerza en el músculo. Con la garra inferior de mi otro brazo clavo las afiladas puntas en su cabeza; lanza un leve gemido, se suelta de mi brazo y cae al suelo, muerto.