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Y ahora Glenda está junto a mí, más ensangrentada que yo, pero ambos estamos vivos, y ambos estamos de pie, en un rincón.

Las criaturas retroceden un momento, al menos setenta de esos pequeños y malvados gnomos, ninguno de ellos mayor de sesenta centímetros, cuernos incluidos. Siguen chillando y gimiendo como una pandilla de palomas mutadas, pero ahora es casi como si estuviesen conversando, como si de alguna forma se estuvieran comunicando, decidiendo su próximo plan de ataque.

– De acuerdo, estaba equivocada -reconoce Glenda-. No son unas dulces criaturas.

Echo un rápido vistazo a mi alrededor. La pared de detrás de nosotros es absolutamente lisa; no hay ningún sitio donde podamos apoyar las manos o los pies para sostenernos y trepar.

– ¿Y ahora qué? Nos tienen acorralados.

Y ellos parecen saberlo. Glenda y yo intentamos un rápido movimiento hacia la izquierda y, al unísono, ellos se mueven para bloquear nuestra posibilidad de escape. Un rápido movimiento hacia la derecha produce el mismo efecto.

– Estamos atrapados.

Los sonidos aumentan de nuevo a nuestro alrededor. Las pequeñas criaturas están recuperando su gusto por la sangre.

En el fondo del grupo, dos de ellos ya han comenzado; pequeños dedos humanos y pequeñas garras de dinosaurio luchando a muerte, poderosas mandíbulas provistas de dientes humanos atrofiados mordiendo instintivamente cuellos desprotegidos y arterias mayores.

– Vete -dice Glenda.

– ¿Qué?

– Tú vete, cierra la puerta detrás de ti. Yo me encargaré de… esto.

– Te matarán.

– Tal vez no. Mira, lo que has descubierto es demasiado horrible para no impedirlo. Tú comenzaste esta investigación, y tú debes ser quien la acabe. Yo metí la pata y afrontaré las consecuencias.

– Pero no puedo abandonarte…

– ¡Por los jodidos clavos de Cristo, Rubio…! ¡Lárgate!-Y luego-: Averigua cómo se llama ella. Llévatela contigo a Los Ángeles. Y ponle mi nombre a uno de tus críos.

No tengo tiempo para discutir.

– ¡Eh, vosotros, jodidos y asquerosos enanos! ¡Venid a por mí! -grita Glenda, y salta hacia un costado lanzando patadas mientras se eleva en el aire. Las garras barren las decenas de cuerpos que se lanzan sobre ellas. Un instante después, Glenda desaparece debajo de un amasijo de carne inadecuada y trozos de cuerpo desiguales.

En medio de ese caos se abre un pequeño sendero y, sin mirar atrás, decido seguirlo a toda velocidad por el corredor. Uno de los bebés, mezcla de humano y dinosaurio, se desprende del grupo y sale en mi persecución. Consigue salir de la sala antes de que yo haya cerrado la puerta. La cosa emite un débil chillido de advertencia -separado de su carnada de monstruos, el sonido resulta más patético que poderoso- y hace un burdo intento por morderme la espinilla. Agito la pierna, y la pequeña criatura sale despedida hacia el techo y cae al suelo con un golpe seco.

Adiós, Glenda. Espero que llegues pronto a dondequiera que vayamos los dinosaurios.

Me mantengo pegado a la pared derecha del complejo, empleando una antigua maniobra para salir de los laberintos, y muy pronto el zumbido se vuelve más intenso. Abriendo puertas indiscriminadamente, deambulo por la clínica manteniéndome en estado de alerta permanente. Las secciones abandonadas del edificio dan paso finalmente a áreas más nuevas, decoradas y más limpias, y siento que el lugar es lo bastante seguro como para quitarme la máscara llena de sangre, descubrir mis verdaderas fosas nasales y olfatear los alrededores.

Nuevamente siento el olor a cloro en el aire. Esta vez mezclado con las rosas y las naranjas que había estado esperando. El olor de Vallardo a anís y pesticidas también está presente, y deduzco que ambos emanan del mismo lugar. Como si fuese un ratón de historieta, atraído por el aroma de un delicioso festín en la ciudad, sigo a mi nariz adonde me lleve.

Cinco minutos más tarde llego al laboratorio principal de la clínica. Sonrío a los presentes como si estuviese repartiendo ejemplares gratuitos de una revista a suscriptores potenciales. Técnicamente una por cada cliente, pero dedico una docena a Vallardo y a Judith McBride. Ambos están súbitamente pálidos de verme, y el pellejo naturalmente verde del Triceratops Vallardo es incapaz de ocultar la conmoción. Su rostro se transforma en una máscara de harina; si llevase la cámara conmigo, podría sacarle diez mil pavos a cualquier diario sensacionalista por ofrecerle pruebas de la criatura.

Cada uno de ellos -Vallardo, Judith, Jaycee, que emerge de detrás del buen doctor- me mira fijamente. Puedo sentir el peso de sus miradas, de sus preguntas no formuladas. «¿Será muy bueno con ese cuerpo bajo y robusto? ¿Puedo doblegarlo sin ayuda? ¿Podemos acabar con él juntos?»

Acabo con todo eso con un golpe de la cola y un rugido que perfora incluso mis propios tímpanos. Los tres retroceden.

– Ni siquiera se han preocupado de cerrar con llave la puerta del laboratorio -digo, pasando del gruñido a un tono informal de conversación-. Me han decepcionado mucho los tres.

Entonces, Jaycee se acerca hacia mí, insegura de lo que debe hacer con su cuerpo. ¿Me abraza? ¿Me empuja fuera de la habitación? Se decide por la seguridad y se detiene a una distancia prudente de mi alcance mortífero.

– Vincent… tienes que marcharte -dice.

– No -contesto-. Creo que esta vez me quedaré.

Me dirijo al otro lado del laboratorio, hacia el tanque de agua bajo techo más grande que haya visto jamás. Con paredes de vidrio y más de cinco metros de altura, su extensión y anchura abarcan la mitad de este enorme laboratorio; podrían meter el océano índico aquí dentro y aún sobraría espacio para Lolita, la Ballena Asesina. Pero no hay ninguna Lolita en este tanque. Tampoco hay peces remoloneando en el agua. No hay nada que pueda servir de diversión a los niños mientras sus padres toman el sol en Busch Gardens.

En este útero artificial sólo hay un huevo, un único y solitario huevo, tal vez de unos nueve kilos, y flota a varios centímetros por debajo de la superficie, suspendido en el agua mediante una red. Numerosas manchas marrones y grises salpican una cáscara por otra parte casi albina; cada una está conectada a un electrodo, a un cable, unidos a un ordenador instalado justo fuera del tanque. Los signos de vida pasan velozmente a través de un CRT ampliado y unido a un costado del tanque; las funciones del corazón y el cerebro resuenan regularmente.

En la superficie del cascarón se advierten algunas grietas. Tres, al menos, desde mi posición. Sospecho que hay más en el otro lado. Algo quiere salir de ahí dentro.

– ¿Cuándo pensabas contarme esta parte de la historia? -le pregunto a Jaycee, sabiendo que la respuesta es nunca.

– Yo…, yo no podía hacerlo -admite, volviéndose hacia Vallardo y Judith en busca de apoyo-. Nosotros…, los tres…, tomamos la decisión de no decir nada.

– Nosotros no decidimos nada -dice Judith cáusticamente-. Tú lo decidiste, Jaycee.

– Yo hice lo que tenía que hacer -replica la Codophysis , y sus garras aparecen a la vista y se colocan en su sitio.

– Antes de que comience el espectáculo y ambas se agarren de los pelos -anuncio-, me gustaría que todos pusiéramos las cartas sobre la mesa, ¿de acuerdo? El que necesite quitarse el disfraz que lo haga ahora.

No hay ninguna reacción; los tres me miran como si estuviese hablando en chino mandarín. VaHardo y Jaycee se han quitado sus disfraces hace un buen rato; sólo Judith McBride conserva su aspecto humano. No me sorprende.