Выбрать главу

– Bien -digo-; comenzaré yo. ¿Qué les parece?

Quitándome el resto de mi disfraz con la desenvoltura propia de un consumado nudista, desabrocho las grapas y me despojo de las fajas, y expongo mi cuerpo natural en toda su extensión. Mis garras resuenan en el aire, mi cola sisea de felicidad y profiero mi terrible rugido para exhibir mi terrible dentadura y divertirme.

– Ahora -digo- que levanten la mano todos aquellos que sean dinosaurios. Yo alzo el brazo sólo para dar ejemplo. Pronto, los otros tres levantan las manos con cierta vacilación.

Me acerco a Judith McBride. Su mejilla izquierda ha sido atacada por un encantador espasmo muscular, y cojo su brazo con el mío y la obligo a bajarlo.

– Venga, señora McBride. ¿Tan confusa está realmente con respecto a su propia identidad?

– Yo…, no sé a qué se refiere -tartamudea-. Soy una carnosaurio, usted lo sabe. Ha oído las historias; ha visto las fotografías.

– Es verdad, es verdad -digo, exagerando los asentimientos de cabeza y girando alrededor de su cuerpo en una espiral cada vez más ceñida. ¡Ah!, si sólo tuviese mi gabardina y mi sombrero. Veo una bata blanca de laboratorio colgada en un perchero, y le pregunto a Vallardo si me la puedo poner. Está demasiado confundido para discutir, de modo que me deslizo dentro de la bata y siento su confortable peso sobre mis hombros.

»He visto las fotografías, señora McBride, de usted y de su difunto esposo. Y' realmente formaban una agradable pareja de carnosaurios. Y sí, he oído las historias, los rumores. Las fábulas del carnosaurio Raymond McBride y su famoso círculo de amigos dinosaurios: animadores, hombres de negocios, jefes de Estado. Muy elegante. Jaycee me interrumpe.

– Vincent, de verdad, no creo que éste sea el momento… -Pero debo decirle que he sufrido algunas heridas a lo largo de los años, y no puedo confiar en todos mis sentidos como solía hacerlo en otra época. No le doy demasiado crédito a mis oídos, por ejemplo, desde que tomé parte en esa pequeña cacería con una partida de humanos hace diez años. Eran un hatajo de bastardos, de gatillo fácil, que usaban munición pesada con aquellos pobres ciervos, y descargaban aquellas monadas junto a mi cabeza. Tres días, y sólo Dios sabe cuántos disparos más tarde, ¡bum!, había perdido una buena parte de mis tímpanos. De modo que usted dice que he oído las historias; sí, las he oído, pero eso no significa que pueda confiar en lo que he oído.

»¿Mis ojos? Olvídese de ellos. Estuve conduciendo con visión incorrecta durante un tiempo antes de tener un rapto de lucidez y hacer que me examinaran la vista, y permítame decirle que la mitad del tiempo no sabía si estaba delante de un semáforo en rojo, o contemplando un espectáculo de láser realmente aburrido. Llevo lentillas gruesas como botellas de Coca-Cola, así de mala es mi vista. Por lo tanto, esas fotografías que vi de usted y de Raymond vestidos elegantemente como los carnosaurios que usted afirma que eran, ¡eh!, tal vez no las vi como debería haberlas visto. No puedo confiar en lo que ven mis ojos.

»¿El gusto? No me haga hablar. Me encanta la comida picante, es un hábito, pero me hace polvo. Después de diez años de la mescolanza que sirven en Aunt Marge, bueno… Ya no puedo confiar en mi gusto. ¿ELtacto? Bueno, usted y yo no hemos estado tan cerca. Pero aun así, en este mundo hay sustancias salinas, hay silicona, hay este látex que todos conocemos y amamos, de modo que tampoco puedo confiar en mi tacto, ¿verdad? Así pues, sólo me queda un sentido y, como resultado, debo confiar en él por encima de todos los demás. Estoy seguro de que lo entiende.

»Mi nariz es mi medio de vida, señora McBride, y un verdadero dinosaurio nunca jamás olvida un olor. No puede falsificarlo, aunque como usted sabe, puede intentarlo. Puede intentarlo con todas sus tuerzas, pero al final…

Sin prestar atención a sus protestas y ruegos, mientras sus brazos me golpean en e¡ cuello y en ía cara, cojo con fuerza a Judith McBride y le hago una llave paralizante, y con mi mano libre busco detrás de su cabeza, en la espesa mata de pelo que hay justo encima de la nuca. Encuentro fácilmente el artilugio que estoy buscando, fijado al cuero cabelludo con un pegamento familiar, y se lo quito. Judith lanza un grito de dolor.

La pequeña bolsa está llena de polvo de cloro con pétalos de rosa secos, con mondaduras de naranja, y la mezcla emite chorros de olor a dinosaurio a través de una corriente eléctrica continua, suministrada por finos alambres de cobre que parten de una pequeña batería que hay en la propia bolsa.

Agitando el pequeño objeto odorífero ante sus narices, lo sujeto como si contuviese un excremento fresco y humeante.

– Éste es su olor -digo-, los productos químicos que hay dentro de esta bolsa, y esto es lo único que alguna vez hizo que se pareciera remotamente a alguno de nosotros. Tengo el presentimiento de que su esposo era igual. ¿Estoy en lo cierto, señora McBride?

»Usted no es un dinosaurio -digo, y la repugnancia me llénala boca-, No es…, no es más que un simple ser humano.

Entra la música dramática, bis.

Mi dominio de la situación es absoluto. Judith es incapaz de responder. Su boca se abre y se cierra una y otra vez. Sus párpados se mueven fuera de control. Jodido ser humano, debería matarla ahora mismo, no sólo por obligación sino por principio. Mentirme de esa manera, enviarme de un lado a otro del país.

Pero Vallardo interrumpe la escena con un jadeo que concita la atención de dinosaurios auténticos y falsos por igual.

– El huevo -susurra con admiración-. Es la hora.

Nuestras miradas giran hasta posarse en el único habitante del enorme tanque. Las pocas grietas que había advertido antes en el cascarón se han extendido en forma de telaraña y cubren toda la superficie del huevo. Cuando Vallardo introduce algunas órdenes en el ordenador del tanque, un altavoz externo comienza a emitir un zumbido y amplifica los sonidos que rebotan dentro de los confines del tanque de agua. Un crujido, un chasquido y… ¿podría ser eso un sollozo?

– Venga, pequeño -murmura Jaycee-. Tú puedes hacerlo. Rompe el cascarón por mamá.

20

Vallardo corre torpemente hacia el costado del tanque y coge una serie de poleas. Mueve las cuerdas hacia abajo y alrededor de un soporte fijado en el suelo. La parte izquierda de la red que sostiene el huevo se eleva ligeramente en el agua, pero ahora necesita ser equilibrada izándola por la derecha.

– ¡El otro lado! -grita Vallardo a través de la habitación, y creo que se dirige a mí. Yo no he venido aquí para ayudar en un parto, pero supongo que sí practico un poco de obstetricia en medio de la resolución de un crimen no será la peor cosa en el mundo.

– ¿Ahora qué? -pregunto una vez que he cogido las cuerdas. Mi ángulo con respecto al tanque es más estrecho, más agudo, y el agua convierte al huevo en un manchón ovoidal. Pero aún puedo oír cómo se astilla el cascarón, de modo que sé que hay actividad en el interior de ese huevo.

– ¡ A la de tres -grita Vallardo- tire de la cuerda hasta alcanzar la marca amarilla!

Levanto la vista -el color de la banda vira a un tono tostado a un metro y medio de distancia- y grito que estoy preparado. Vallardo cuenta hasta tres, y ambos tiramos de las cuerdas para levantar la red.

El huevo sube con más facilidad de la que esperaba. Mis músculos se habían preparado para un ejercicio más duro, El exceso de fuerza por mi parte hace que el lado derecho de la red se eleve más que el izquierdo, y el huevo comienza a deslizarse…

– ¡No! -grita Jaycee, lanzándose hacia las cuerdas que sostiene Vallardo.

El peso añadido de Jaycee hace que esa parte de la red se eleve más que la otra, lo que me obliga a compensar la fuerza y, por un instante, somos los Tres Chiflados frente al Científico Loco, tirando desesperadamente de ambos extremos de las cuerdas, en un esfuerzo por estabilizar la criatura nonata que rueda por la red.