– ¡Cuidado! -advierte Vallardo, como si no lo supiésemos-. ¡No dejéis que se deslice!
Jaycee sujeta su cuerda en el suelo, y corre furiosa hacia mí, abofeteándome con fuerza.
– Lo has hecho expresamente-dice-. Quieres que muera. -No es verdad -digo-. Lo único que quiero es llevar a la señora McBríde ante el Consejo Nacional y dejar que ellos decidan cómo resolver este asunto. Me asombra que aún no la hayas matado.
– Estuvo a punto de hacerlo -dice Judith-. Pero en cambio llegamos a un pequeño acuerdo.
Nos volvemos para mirar a nuestra entrometida humana y descubrimos que Judith tiene un arma. Sabía que lo haría; los malos siempre lo hacen. Pero no esperaba un arma tan… grande. El monstruoso revólver se inclina en su mano; su frágil muñeca humana tiembla por el esfuerzo que supone mantener el arma recta. Judith mueve el cañón para indicarme que me aparte del tanque, y Jaycee y Vallardo me siguen a regañadientes.
– El huevo… -dice Vallardo-. Tenemos que vigilarlo. -Yo vigilaré el huevo -escupe Judith-. Es mi hijo; puedo cuidar de él.
Jaycee salta. Un súbito ataque de odio la impulsa a través del laboratorio. La cola azota el aire, y lleva los dientes al descubierto; mientras esa mancha pasa a la velocidad del rayo, sólo alcanzo a ver una línea marrón de furia que cruza ante mis ojos. Todo se desarrolla a cámara lenta, aunque sin los coloridos comentarios; los reflejos de Judith entran en acción y alzan el pesado revólver. El cañón es del tamaño de un hula-hoop, redondo, claramente cargado y preparado para quemar la carne… Mis pulmones están paralizados y se niegan a dejar que escape un miligramo de aire para así gritar el rutinario «¡No!». Vallardo se coloca delante del tanque, dispuesto a recibir una bala, una flecha, una cabeza nuclear, cualquier cosa para proteger la integridad de la estructura… El dedo de Judith se tensa en el gatillo, y sus labios dibujan una expresión satisfecha…
Y aparece otra mancha, ésta absolutamente inesperada. Una criatura vagamente parecida a un hadrosaurío irrumpe a través de la puerta del laboratorio y cae sobre la fácil diana de Judiíh McBride. El arma se dispara, la explosión retumba en mis ya dañados oídos.
La bala desprende astillas de hormigón de la pared que hay a mi espalda, y lanza al aire una lluvia de metralla blanca. Un trozo se clava en mi cola. Es muy doloroso. No le doy importancia.
Glenda se levanta, lanza el arma de Judith al otro extremo de la habitación y le asesta una patada en las costillas. La humana expulsa todo el aire de sus pulmones y cae al suelo en posición fetal.
– ¿Para qué mierda tenía un arma? -pregunta una Glenda cubierta de sangre, volviéndose hacia mí. Me encojo de hombros. Glenda se vuelve hacia Judith, se inclina y la coge de las mejillas, acercando su rostro al de la viuda-. ¿Para qué mierda tenía un arma?
La mejor respuesta que puede improvisar Judith es un gemido de dolor.
– Glenda, estás…, estás bien.
– Estoy herida, pero estoy viva, sí. Menudos cabrones tiene en esas jaulas, doctor.
La expresión de Vallardo es inmutable; resulta difícil saber qué está pensando.
– ¿Cómo está el huevo, doctor? -pregunto.
– Se mantiene estable -dice-. Aún queda un poco de tiempo.
– Entonces continuaré por donde lo habíamos dejado. Si alguien no entiende algo, puede interrumpirme.
Asegurándome de que mi gabardina/bata de laboratorio está bien sujeta alrededor de la cintura, me acerco a Jaycee y pongo un brazo sobre su hombro.
– Debe de resultar agotador estar inventando historias todo el tiempo -digo-. Mentir te deja hecho polvo.
Ella intenta interrumpirme con un «Vincent, yo…», pero como he prometido, no le presto atención.
– No te molestes -digo-. Explicaré las cosas tal como son, y aunque ya lo hayas oído antes, no me interrumpas.
»La mayoría de las cosas que me contaste eran verdad -comienzo a decir, manteniendo mis comentarios dirigidos hacia mi antigua (¡cinco sesiones!) amante-. Sólo olvidaste mencionar unos pocos elementos clave. Sí, Judith McBride tuvo una aventura con Donovan, y sí, tú te ofreciste para interpretar el papel de un ser humano para tenderle una trampa a Raymond a instancias del Consejo, incluso es probable que te enamoraras de él, tal como dijiste, y todo eso está muy bien.
»Pero te diré una cosa: me metí en este caso por accidente, ¿sabes? Me contrató la compañía de seguros que debía reembolsar a Donovan Burke por las pérdidas provocadas por el incendio en el club Evolución. No tenía idea de que me llevaría a esto; sinceramente, no lo sabía. Y ya desde el principio había gato encerrado, como el que alguien llamase a los bomberos antes incluso de que nadie viese las llamas, casi como si estuviese previsto que se tratara de un incendio controlado: arrasar una parte del edificio sin que ardiese todo el local.
Aquí hago una pausa y espero la intervención de los cómplices.
– No queríamos que nadie saliera herido -dice Jaycee finalmente-; en especial Donovan.
– Pero necesitaban que esos papeles desaparecieran, ¿verdad? Y también ese embrión congelado; teniendo ya este bebé, era imprescindible deshacerse de esa prueba extra. ¿Por qué no le pidieron simplemente a Donovan que se los devolviera?
– Sí, sí, bien… Él no quiso hacerlo -dice Vallardo, apartándose del ordenador y participando en la conversación. En el fondo alcanzo a ver el frágil cascarón que continúa desapareciendo bajo el ataque constante de la criatura que está alojada en su interior. Ya falta poco-. Tan simple como eso, ¿sí? Él pensaba que me tenían controlado -continúa Vallardo- y quería protegerme. Donovan era… muy leal.
– ¡Ja! -exclama Jaycee, y no dice nada más sobre ese punto.
Me vuelvo hacia Vallardo.
– Leal, claro. Especialmente después de que usted le pusiera ese club nocturno en Los Ángeles. Usted necesitaba un lugar para guardar una copia de su trabajo, un refugio seguro, y Donovan necesitaba un nuevo trabajo. ¿A quién se 3e iba a ocurrir buscar ese trabajo tan controvertido en un club nocturno de Los Ángeles? Lo peor que podía suceder allí era un poco de trapicheo con drogas en los lavabos.
»Pero la pregunta del millón es por qué estaba usted haciendo ese trabajo en primer lugar. Y para encontrar una repuesta debemos retroceder un poco más.
Estirando los dedos como si fuese a hacer crujir los nudillos -de hecho no puedo hacer crujir los nudillos, ya que mis compactas articulaciones de velocirraptor no me lo permiten- me acerco a Judith, que aún está en el suelo, y la levanto sin mayor esfuerzo. Ella se inclina hacia adelante, pero sé que puede oírme y creo que puede hablar.
– ¿Cuánto tiempo hace que usted y su esposo comenzaron a fingir que eran dinosaurios? -le pregunto a Judith, y Glenda está a punto de desmayarse.
– ¿Fingir? -pregunta Glenda-. Me he perdido. -Tal como suena. Nosotros nos disfrazamos de seres humanos cada día; ella se disfrazaba de dinosaurio cuando surgía la necesidad. Se salió con la suya durante quince años; todo el mundo pensaba que era una carnosaurio disfrazada de viuda venerable cuando en realidad es un pedazo de mierda disfrazada de carnosaurio.
Cojo con dos dedos un trozo de piel que cuelga debajo del brazo de Judith y tiro con fuerza; la piel no cede, y la mujer lanza un gemido de dolor. Glenda, que comienza a hacerse un cuadro de todo esto, también da un fuerte pellizco, maltratando la piel expuesta ante ella.
– A ver si lo entiendo… ¿Estoque tenemos aquí es un humano fingiendo ser un dinosaurio que finge ser humano?
– Lo has entendido -digo, y Glenda abandona toda simulación de civilidad y carga contra la garganta de Judith, desgarrando la máscara de su disfraz con una facilidad que nunca había visto. Seguramente se trata de un récord Guinness en desnudismo. Pero consigo apartar a Judith, alejándola del elongado pico de hadrosaurio súbitamente expuesto, y pongo a salvo al humano en la pared opuesta.