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Pero los efectos de la albahaca se intensifican y endulzan la escena, y me reclino contra el duro asiento de vinilo del autobús con la esperanza de ahogar la cacofonía de toses, de estornudos, de interminables protestas contra la sociedad y contra esos jodidos insectos terrestres. Mis brazos deshacen la cruz protectora que cubría mi pecho y caen laxos a los costados del cuerpo; puedo sentir que una sonrisa se dibuja lentamente y con suavidad en la comisura de los labios.

No sé cómo lo hacía, pero Ernie era un partidario entusiasta del transporte público. Así es; todas las semanas, habitualmente los jueves, al menos una vez por la mañana y una vez por la noche, mí compañero carnosaurio se sentaba en el asiento de la parada hasta que aparecía el autobús 409, que lo llevaba hasta nuestra oficina, en la zona oeste de la ciudad, y después lo devolvía.

– Te mantiene en contacto con el pueblo -solía decirme Ernie-; en contacto con la buena gente.

Y considerando que en este autobús no hay ninguna buena gente a la que yo quiera tocar, creo que él creía. Siempre he creído que él creía. Ernie.

La última vez que vi a Ernest J. Watson, investigador privado, fue la mañana del 8 de enero, hace casi diez meses. Salió por la puerta de la oficina mientras yo traté de ignorar su marcha. Acabábamos de tener una ridícula discusión -típicamente absurda, la clase de altercados que teníamos tres o cuatro veces por semana, como una vieja pareja que se pelea por la tendencia del marido a masticar el hielo o porque la mujer dice chorradas sin parar-, ese tipo de aburrida basura conyugal.

– Te llamaré cuando vuelva de Nueva York- me dijo Ernie justo antes de atravesar el umbral de la puerta de nuestra oficina, y le respondí con un gruñido. Eso fue: un gruñido. La última cosa que Ernie oyó de mí fue un «eh» y es sólo mi dosis diaria de hierba la que consigue mantener ese pensamiento obsesivo a salvo en los bordes de mi cerebro.

Era un caso que, naturalmente, exigía su atención, y aquí diría que se trataba de un caso como cualquier otro, pero no lo era. Era un caso tamaño Tyrannosaurus rex. Corrección: era tamaño carnosaurio.

Raymond McBride -carnosaurio, perito en acompañantes humanas, y eminente magnate de la Compañía McBride, un conglomerado financiero especializado en acciones, bonos, fusiones, adquisiciones y cualquier tipo de empresa que dejara una buena cantidad de pasta- había sido asesinado en sus oficinas de Wall Street en Nochebuena, y la comunidad de dinosaurios estaba más agitada de lo que era habitual en ella.

A causa de una investigación negligente por parte del excelente equipo de forenses enviado a la escena del crimen, aún no se había podido determinar si McBride había sido asesinado por un humano, o bien por un dinosaurio, de modo que el Consejo Nacional -un cuerpo representativo de los ciento dieciocho consejos regionales- decidió enviar un grupo de investigadores desde el otro extremo del país para que se encargara de realizar un trabajo preliminar sobre el caso. La muerte de un dinosaurio a manos de otro dinosaurio siempre da lugar a una investigación por parte del Consejo, no importa cuáles puedan haber sido las circunstancias, y era imperativo que el Consejo supiera, lo antes posible, qué especie había cometido ese asesinato y, lo que era aún más importante, contra quién podían ejercer una acción legal que les reportara un buen montón de billetes. El Consejo siempre está a la caza para conseguir pasta rápidamente.

– Ofrecen diez de los grandes a todos los investigadores privados que acepten el caso -me dijo Ernie la mañana de un viernes, justo el día anterior a Año Nuevo-. El Consejo quiere que el caso quede aclarado lo antes posible por tratarse de un personaje como McBride. Quieren saber si fue un humano quien lo envió al otro barrio.

Me encogí de hombros e hice un gesto como para eliminar esa suposición.

– Se lo cargó un dinosaurio -dije-. Ningún mamífero tiene lo que hay que tener para despachar a un tío rico como McBride.

Erníe sonrió, y apareció esa mueca de labios tensos que aumentaba en varios centímetros el tamaño de su cara.

– No existe eso que llaman asesinar a un hombre rico, Vincent. Todo el mundo es pobre cuando le llega la hora -dijo.

Después Erníe se marchó, yo lancé un gruñido de despedida, y tres días más tarde estaba muerto. «Un accidente de tráfico», me dijeron. «Un taxi que huyó del lugar de los hechos», me dijeron. «Un caso claro de atropello y fuga, y eso es todo», me dijeron. Pero no creí ni una sola palabra.

A la mañana siguiente volé a Nueva York con una maleta marrón llena de ropa y otra repleta de albahaca. Apenas si recuerdo nada del viaje. He aquí las imágenes que han tenido la deferencia de luchar para abrirse camino a través de un recuerdo con numerosos apagones provocados por la albahaca: Un forense del condado, el mismo que se ocupó de los casos de McBride y Ernie, desaparecido súbitamente en acción. Disfrutaba de unas vacaciones en algún lugar del Pacífico sur. Uno de sus ayudantes, un humano, no se mostró ni servicial ni cooperativo. Una pelea a puñetazos. Sangre, tal vez. Guardias de seguridad.

Un bar. Cilantro. Una hembra, tal vez Diplodocus. La habitación de un motel, húmeda y fétida.

Un oficial de policía, uno de los muchos detectives que investigaron el presunto atropello y la fuga que acabaron con la vida de Ernie, negándose a contestar a mis preguntas, negándose a dejar que entrara en su casa a las tres de la mañana. Sus hijos llorando. Una pelea a puñetazos. Sangre, tal vez. El asiento trasero de un coche patrulla.

Otro bar. Orégano. Otra hembra, definitivamente Iguanodon. La habitación de un motel, todavía húmeda, todavía fétida.

Una tarjeta de crédito relacionada con una de las muchas cuentas bancarias del Consejo del Sur de California en mi poder porque en aquella época yo era el representante velocirraptor y miembro importante del más burocrático e hipócrita Consejo de dinosaurios que el mundo haya visto desde que Oliver Cromwell y sus camaradas -brontosaurios, al menos- recorrían rampantes las arcas del Imperio británico. Una extracción disimulada de mil dólares. Y otra de diez mil dólares. Sobornos, con la esperanza de que alguien -cualquiera- pudiese darme alguna pista sobre McBride, sobre Ernie, sobre sus vidas y sus muertes. Más sobornos para cubrir los primeros sobornos. Respuestas vacías que no aportaban nada. Ira. Una pelea a puñetazos. Sangre, tal vez. Un enjambre de oficiales de policía.

Un juez, y un juicio, y un despido. Un billete de avión de regreso a Los Ángeles y una escolta armada para garantizar mi partida desde el área de Tri-State.

De alguna manera, el Consejo se enteró de mi creativa contabilidad respecto de su cuenta bancaria y de las considerables extracciones de dinero -estaba claro que yo no me encontraba en mis cabales para ocultar esos movimientos-, y decidieron expulsarme del seno del Consejo, «para rectificar la situación», y con un único y unánime «por siempre jamás» de los miembros del Consejo del Sur de California. En la misma semana me arrancaron mi posición social, mi sobriedad, mis inmaculados antecedentes criminales y mi mejor amigo. Ése fue el final de mi investigación y el final de mi vida como investigador privado de clase media acomodada que trabajaba en las calles de los suburbios de Los Ángeles.

Si hay una cosa que aprendí de aquella primera semana del pasado enero es sencillamente ésta: el ascenso hacia el punto medio es largo, lento y agotador, pero el descenso se produce a una velocidad vertiginosa.