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»No sé qué fue lo que me impulsó a hacerlo, pero mientras estábamos sentados a su escritorio, yo sobre su regazo, riendo y hablando de las vacaciones, y de nuestro hijo, y de la maravillosa vida que tendríamos juntos, sentí tanto… no quiero decir amor, pero sí proximidad… Sea lo que fuese, tenía que decírselo. La verdad.

«Tengo que enseñarte algo», le dije, y él se echó a reír y me preguntó si pensaba desnudarme. «En cierto modo», le dije. Así que me coloqué en el centro de la habitación, me quité toda la ropa, y luego me despojé del disfraz. Y me quedé allí; una Coelophysis totalmente desnuda, y esperé su reacción.

»Raymond estaba callado, muy callado. Yo pensé que estaba furioso conmigo por haberle engañado, y pensaba que quería echarme a patadas de su oficina, llamar a los tíos de seguridad… Pero ahora sé que estaba sopesando sus opciones. Luego me dijo que volviese al escritorio, me hizo sentar y me contó su historia. Cómo fue criado, de dónde venía, de quién venía y quién era en realidad.

»Él quería conseguir un acuerdo entre los humanos y los dinosaurios, presentar su especie a nuestra especie de la manera más pacífica posible. Estaba tan excitado, me dijo, de poder ser quien revelase al mundo la existencia de la comunidad de dinosaurios. «Sacarnos del armario», como él decía, era su sueño más íntimo, y quería que yo fuese la figura bajo la cual todo aquello tuviera lugar.

»No sé si él esperaba que yo me mostrase feliz, conmocionada, consternada y, para ser sincera, no sabía cómo me -sentía en aquel momento. No (uve tiempo para pensar; tú sabes cómo son estas cosas. Sé que tú lo sabes. Todos nosotros hemos sido presas del instinto antes, es la cruz que debe llevar nuestra especie. Víncent, tú intentaste matarme cuando pensaste que era humana y te había descubierto con tu disfraz. Todos hemos sido testigos de la reacción de tu socia con Judith hace un momento. Es algo innato, y más aún, es lo que nos enseñan desde el primer día: si un humano lo sabe, ese humano debe morir.

»No recuerdo muchos detalles acerca del ataque. Sinceramente, no lo recuerdo. Sí recuerdo haberme encontrado en un charco de sangre que no era mía y ver a Raymond, por quien había llegado a sentir un gran cariño, muerto en mitad de él. Pero el impulso seguía vivo dentro de mí, de modo que me limpié la sangre, me senté en el sillón de Raymond y me dispuse a esperar a Judith, pues sabía que llegaría pronto.

»Mi plan consistía en matarla, abandonar la oficina y largarme a otro país: Jamaica, Barbados, las Filipinas. He oído que Costa Rica es un lugar perfecto para los dinosaurios. El plan era vivir en cualquier lugar donde no estuviese rodeada de humanos; ya han causado demasiados problemas en mi vida.

En este momento parece que Judith vuelve a la vida. Se levanta con dificultad del suelo y nos lanza una mirada cautelosa a Glcnda y a mí.

– Ella me atacó cuando entré en el despacho de Raymond. Se lanzó hacia mi garganta.

– Tuviste suerte de que no acabara contigo en ese momento -dice Jaycee, y luego se vuelve hacia mí-. Pero ella me dijo que esperase un segundo, y me habló del bebé. -Se vuelve nuevamente hacia Judith-. Mi bebé. Me dijo que ella seguiría financiando el experimento, que después del nacimiento yo podría criar sola a mi hijo.

»Si yo la mataba, el experimento también moriría. Si se lo contaba ai Consejo, ellos no dudarían un segundo en destruir el huevo y todos los papeles dei doctor Vallardo; de modo que hicimos un trato.

Jaycee hace una pausa, respira profundamente y mira alrededor de la habitación a esa audiencia a la que tiene tan competentemente en la palma de su carnosa y bronceada mano.

– Y eso es todo. La primera noche, cuando apareciste por el club y recibí aquella carta del doctor Vallardo… Se trataba de una falsa alarma.

– El huevo comenzaba a mostrar tensiones en su ecuador lateral -dice Vallardo defensivamente-. Pensé que era mejor si le informaba de lo que estaba pasando.

– En cualquier caso -dice Jaycee-, se trataba de una falsa alarma. Pero me mantuve en contacto con el doctor Vallardo, y anoche…, bueno, anoche fue maravilloso, Vincent. No la hubiese cambiado por nada del mundo. Pero cuando llamé al doctor y me dijo que debía regresar a Nueva York, eso fue el comienzo… ¿Puedes culparme por no querer perderme este momento?

– Por supuesto que no -digo sinceramente-, pero no tenías por qué drogarme.

– Precauciones necesarias -me explica. Comienzo a pasearme nuevamente por ei laboratorio. -Doctor, Jaycee, esperen a ser llamados para presentarse ante el Consejo Nacional en las próximas semanas. Creo que les interesará mucho conocer esta historia. Y les aconsejo que a ninguno se le ocurra tomarse unas vacaciones imprevistas.»Señora McBride. La llevaré de regreso a Los Ángeles conmigo y veremos lo que el departamento quiere hacer con una asesina de policías. Glenda, ¿me echas una mano? -Glenda se coloca junto a Judith McBride, y ambos la cogemos con fuerza de cada brazo. No se resiste.

– ¡Está sucediendo! -exclama súbitamente el doctor Vallardo, y su grito reverbera a través de la amplia sala del laboratorio, acompañado de un agudo gorjeo que sale de los altavoces. Los crujidos de la cáscara también se han amplificado y llenan el aire de ruidos, ahogando la exclamación de Jaycee. ¿Placer de madre? ¿Dolores de parto imaginarios?

– ¡Debemos elevarlo! -grita Vallardo mientras acciona la polea unida a la red que sostiene el huevo-. ¡Debe romper la superficie del agua!

Un fuerte tirón. Corro hacia la otra cuerda y tiro con todas mis fuerzas. Algo va mal, algo se está… ¿rompiendo?

La cuerda se corta. Las poleas se hunden en el agua. La red se desploma.

Jaycee grita, esta vez no de felicidad, y corre hacia el otro extremo del tanque mientras Vallardo recupera su equilibrio. Ambos se lanzan hacia una escalerilla unida al cristal del tanque e intentan subir a la vez; Jaycee, con sus patas de Coel-physis, tiene más éxito que Vallardo, con su cuerpo bajo y rechoncho, y se zambulle en el miniocéano. Vallardo lucha para llegar a la cima unos segundos después, y también se lanza al agua. Un poco de agua caliente rebalsa el tanque y salpica mis pies, y esa sedosa sensación me recuerda cuánto me gusta nadar.

Glenda. Judith y yo observamos atónitos a Vallardo y Jaycee a través de las paredes de cristal; presenciamos sus fantásticas proezas de ballet acuático. Vallardo se sumerge profundamente para desenganchar la red y consigue sostener el huevo por encima de su cabeza, moviendo las piernas a toda velocidad para mantenerse a flote y utilizando su cola corta y gruesa para formar un remolino.

Los gruñidos y los gemidos se mezclan con los sonidos del cascarón resquebrajado cuando los micrófonos subacuáticos recogen los esfuerzos de los dinosaurios. Jaycee ayuda a Vallardo; coge el huevo con sus dedos iargos y marrones, y hace todo lo que puede para mantener al bebé a flote. Los gemidos continúan creciendo; es un gorjeo entre un grito humano de dolor y la llamada al apareamiento de un canario común.

Y mientras contemplamos la escena a través del cristal, mientras escuchamos los sonidos que escapan por los altavoces, Glenda Wetzel, Judith McBride y yo nos encontramos como tres testigos mudos que presencian el primer nacimien-lo exitoso entre especies que haya visto alguna vez este planeta.

Finalmente, el huevo se rompe. Sus proteínas se derraman en el tanque, nublan el agua con sus jugos, y el cascarón se fragmenta en mil trozos diminutos, repartiéndose por el agua como si fuesen las cenizas de una hoguera de campamento.

– ¿Puedes verlo? -le pregunto a Glenda sin apartar la vista de la creciente oscuridad que invade el interior del tanque.