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– No -contesta ella, y sólo puedo suponer que ella tampoco puede apartar la vista de lo que está sucediendo-. ¿Y tú?

– No. ¿Judith? -No hay respuesta-. Judith, ¿puede ver al bebé? -Nada. Me vuelvo para mirar a nuestra prisionera, cuyo brazo descubro que he soltado en algún momento de los últimos minutos. Ha desaparecido.

– Glen, hemos perdido…

Pero me interrumpe un rugido penetrante, un chillido fantasmagórico, de esos que envían arañas invisibles arrastrándose por todo mí cuerpo. Procede de los altavoces, amplificados por diez, lo que significa que viene del tanque, lo que significa que…

Viene del bebé. El agua, salpicando por todas partes, oscurecida por nubes de placenta arenosa, me dificulta la visión, pero a través de las pequeñas olas distingo la elástica figura de Jaycee, aún moviendo las piernas con fuerza, y cuando sale a la superficie alcanzo a ver fugazmente a su bebé recién nacido. Un momento es todo lo que necesito.

Garras de un gris desvaído se proyectan desde un par de brazos delgados, las membranas que las unen están moteadas con manchas marrones de carne que manotean el aire extraño. Son dedos, cortos y gruesos dedos, que se han formado sólo hasta donde las garras les han permitido salir por los costados. Zonas ásperas y escamosas se unen a otras rosadas y lampiñas, y conforman una cubierta exterior que no es del todo piel y tampoco pellejo. Su espina dorsal sobresale ligeramente y presiona contra esta delgada capa -un modelo Braille de deformidad-, y puedo distinguir las vértebras individuales subiendo y bajando como si fuesen una fila de teclas de piano moviéndose al compás de una pieza de Dixieland. Al final de la espina dorsal aparece una cola, apenas una fina hebra de huesos que dobla la longitud del bebé.

El torso es curvo, un largo tracto negro de goma quemada, y la barriga abultada, elevándose, rompiendo, tirando, talla una estela de carne a lo largo del costado del bebé. Otro juego de garras, más largas, más oscuras, se proyectan toscamente desde muñones que podrían ser pies de cinco dedos, y se extienden y retraen rápidamente una y otra vez.

Y la cabeza, esa cabeza: una lotería delirante de todos los rasgos posibles. Fosas nasales dentadas. Ojos grandes, pero amarillos. Orejas prácticamente inexistentes salvo por un único lóbulo que cuelga de la mejilla izquierda. El morro inclinado hacia abajo en un ángulo ortopédicamente indeseable. Unos cuantos dientes ya formados y amenazando con atravesar la mandíbula.

Es una amalgama de todo lo que visto hasta hoy, pero de alguna manera resulta absolutamente diferente de los engendros que Glenda y yo hemos visto en aquellas jaulas. Es hermoso. Estoy horrorizado. No puedo apartar la vista.

Y Jaycee Holden es más feliz de lo que nunca ha sido en su vida; esa mirada perturbada en los ojos, una mirada que dice «no quiero estar más aquí», ha desaparecido, reemplazada por una expresión de satisfacción, de determinación. Con aire triunfante, aunque continúa pedaleando para mantenerse a note, Jaycee sostiene a su bebé por encima de su cabeza en lo que sólo puedo definir como un gesto de conquista.

En ese momento se escucha un disparo, ahogando con su estrépito los sonidos amplificados de la exuberancia posparto, y aparece una grieta, proyectándose en forma de telaraña desde un orificio en la parte superior del tanque, justo por encima del nivel del agua. Glenda y yo nos volvemos hacia el extremo más alejado del laboratorio, hacia el sonido del balazo.

Es Judith, y ha recuperado su arma. Está apuntando al bebé, o a Jaycee. No importa, porque se prepara para disparar de nuevo.

Ahora Glenda tiene todas las razones que necesita para atacar a la humana de la que fue separada antes, y esta vez no seré yo quien se lo impida. Salta a través del laboratorio con el pico afilado preparado para clavarse en la carne. Pero Judith está alzando el revólver otra vez… Jaycee, aterrorizada por dos vidas, sin otra opción a mano, se sumerge en el agua, aferrando al bebé contra su pecho… Vallardo también acciona su mecanismo de inmersión… ¿Y yo?, ¡oh, mierda!, estoy paralizado.

Consigo convencer a mi garganta para que grite: «¡Cuidado con el revól…!» Y el segundo disparo estremece el laboratorio. Un milisegundo más tarde, Glenda cae sobre Judith como una tía sometida a una dieta de choque a quien han concedido una hora de descanso en un banquete de Las Vegas. Hunde los dientes en el carnoso cuello, buscando las preciosas arterías que harán surgir la sangre y acabarán con la vida.

Correría a ayudar, realmente lo haría, pero cuando me vuelvo para asegurarme de que Jaycee y Vallardo no han sido alcanzados por el disparo, me encuentro mirando las largas grietas que avanzan por el enorme tanque de agua, cogiendo velocidad, creciendo, creciendo, astillándose como ramas fractales. El agua comienza a filtrarse, el agua está presionando las paredes, el cristal se está combando bajo la presión, y antes de que pueda convencer a mis pies de «¡corred, capullos, salvaos!», las paredes se hacen añicos y abren las esclusas.

Quería nadar; ahora tengo la oportunidad de hacerlo. Glenda, Judith, Vallardo, Jaycee, el recién nacido, el laboratorio… todo desaparece bajo la impresionante cascada, mientras las mesas volcadas del laboratorio se convierten en arrecifes artificiales en este flamante océano. Soy lanzado contra la rompiente, lanzado bajo el agua; el aire me quema los pulmones y grito para salir. Nado hacia arriba…, y me golpeo la cabeza contra el suelo. Dirección equivocada. Nado en sentido contrario y pronto salgo al aire libre; jadeo en busca de oxígeno.

Una segunda ola cae sobre mi boca abierta. Me ahogo, y vuelvo a quedar cubierto por el agua. Lucho por encontrar un punto de apoyo en medio del agua sedosa que me rodea. ¿Qué es lo que suelen decir: tres veces y ya no vuelves a salir? Entonces será mejor que no vuelva a hundirme. Con un esfuerzo sobredinosaurio, flexiono la cola y me proyecto nuevamente fuera del agua para evitar a duras penas la embestida de otra ola. Trozos de cascarón flotan a mi alrededor como restos arrojados a la playa después de una tormenta y lucho por mantener la cabeza fuera del agua mientras cada nueva oleada amenaza con acabar conmigo.

La puerta del laboratorio está abierta, y el agua que escapa por esa abertura lo está haciendo a gran velocidad, formando un remolino de energía en la habitación. La marejada me lleva hacia esa zona de peligro, la corriente de fondo amenaza con superar mis pobres habilidades natatorias, pero me debato como un salmón y desovo corriente arriba, aferrándo-me a cualquier cosa que pueda ayudarme en mi desesperada lucha. Creo ver un miembro flotando en el otro extremo del laboratorio, con movimientos similares a los míos para mantenerse a flote, pero el aguijón de agua en los ojos me impide distinguir un color o una forma precisos.

– ¡Glenda! -grito, y el agua convierte mis palabras en algo así como «¡Blenbla!», pero no recibo ninguna respuesta. Tampoco funciona con Blaybee, Blabarbo o Bludibth. Localizando un punto de sujeción debajo de un quemador Bunsen, consigo permanecer en una zona del laboratorio y espero a que la tormenta haya pasado. Empleo mi energía para conservar la cabeza sobre el agua.

Poco después, la mayor parte del agua se ha filtrado fuera del laboratorio. Estoy solo en medio de cristales rotos, restos de cascarón y con el agua a mitad del muslo.

– ¿Hay alguien aquí? -intento gritar, y me sorprende comprobar que no puedo articular ningún sonido. Tengo agua en la garganta. Parece ser que llevo más de un minuto sin respirar.

Enfadado por el hecho de que debería haberme dado cuenta de elio antes, me inclino sobre un sillón destrozado y practico una auto-Heimlich. Las maniobras Heimlich para dinosaurios se practican mucho más arriba que en los humanos, pero es algo que aprendí hace mucho tiempo y de la peor manera… No pregunten, no pregunten. Lanzo un chorro de agua que aterriza a un metro de distancia, lo que añade unos cuantos milímetros a los charcos y puedo volver a respirar aire bueno y rancio.