– ¿Hay alguien aquí? -vuelvo a intentarlo con la voz más débil de lo que me gustaría, pero al menos funciona. No hay respuesta, excepto por el chirrido de los altavoces. Es un alivio que estén colocados en la parte superior de las paredes. Sus chispas no alcanzan a entrar en contacto con este centro acuático de reciente formación; de otro modo, en este momento yo estaría iluminado como el árboi de Navidad del Rockefeller Center.
Asegurándome de permanecer alejado de otras zonas peligrosas, consigo salir del laboratorio y regresar a los húmedos corredores de la clínica, que han sido limpiados a fondo vía inundación. La violenta corriente ha eliminado la suciedad de las paredes. Mientras avanzo voy gritando nombres, y cuando ya he examinado algunas habitaciones vacías y comienzo a preocuparme de ser el único que haya podido salir con vida del laboratorio, escucho un «¿Vincent?» de alguien que me llama desde un corredor paralelo. Acelero el paso…
Encuentro a Glenda en el suelo, en medio de su propio charco. Sonríe, resollando. Su pico de hadrosaurio está cubierto por una mezcla de agua y gotas de sangre.
Judith McBride también está allí, flácida y sin vida, encima de un gastado escritorio de roble. Los brazos cuelgan a ambos lados, las piernas están dobladas en un ángulo imposible, la cabeza está vuelta en la otra dirección.
– ¿La alcanzó la inundación? -le pregunto a Glenda. -La alcancé yo -dice Glenda, acercándose a Judith y haciendo girar la cabeza de la viuda hacia mí. Tres grandes mordiscos desfiguran la carne del cuello. Los largos cortes resultan perfectamente visibles y la mayor parte de la sangre ha sido arrastrada durante los últimos minutos. Estoy seguro de que no sufrió, de que todo terminó para ella en un instante-. Ella lo sabía, Vincent. La muy zorra tenía que morir.
– Hiciste bien -digo. No quiero que Glenda sienta ningún remordimiento por lo que ha hecho. Matar a alguien, aunque sea humano, puede resultar duro para el corazón y la mente. A pesar de la actitud indolente que muestra ahora, a Glenda no le resultará fácil conciliar el sueño en los próximos meses-. Venga -le digo, palmeándole la espalda-. Ayúdame a buscar a los demás.
Registramos el edificio hasta bien entrada la noche, sin dejar una habitación, una mesa o una cubeta sin examinar. La clínica es un lugar increíble, un hormiguero de pasadizos y habitaciones enclaustradas. El agua lleva los cadáveres de centenares de engendros flotantes, incluso aquellos que Glenda dejó con vida han sido arrastrados por el oleaje.
A la una de la mañana encontramos al doctor Vallardo; tiene el pellejo de color rojo, y el cuerpo grueso e hinchado por el peso del agua. De alguna manera se quedó encerrado dentro de un trastero y no pudo escapar a la furia del agua. Tal vez su peso le impidió salir a la superficie o quizá su torpe cola. En cualquier caso, está muerto y no tiene mucho sentido discutir las causas.
La boca está llena de porquerías arrastradas por el agua -vitelo, trozos de cascarón, placenta-, y las quitamos para simplificarles el trabajo a los extraños. No hay necesidad de confundirles haciendo que investiguen lo que pasaba en la clínica. El cupo ha sido cubierto por un tiempo y la investigación que seguramente realizará el Consejo dragará suficiente fango para Henar diez de esos tanques. Arrastramos el cuerpo de Vallardo hasta la habitación donde se encuentra Judith McBride y lo colocamos junto a ella. Es un acto purameníe altruista; para los equipos de limpieza resulta todo más fácil si todos los cadáveres se encuentran en el mismo lugar.
Dan las dos de la mañana; luego las tres; luego las cuatro. Glenda y yo hemos registrado todo el edificio, de arriba abajo, de derecha a izquierda.
– Separémonos y volvamos a intentarlo -sugiero, y Glenda sabe que no merece la pena discutir conmigo.
Jaycee y su bebé no aparecen por ninguna parte. No estoy furioso. No estoy preocupado. Soy sólo un tío normal, haciendo su trabajo. Me duele la garganta.
Cuando comienza a amanecer ya hemos revisado el edificio tres veces, y no hay nada más que hacer. Así es como quiero que sea. Es la única manera que no me hace daño.
Después dejo caer una bolsa desintegrad ora sobre el cadáver de Vallardo, y repito la maniobra con el cuerpo de Judith McBride, a pesar de que ella jamás fue realmente un dinosaurio. Glenda me convence de que si aún no hemos encontrado a Jaycee en el interior de la clínica, nunca la encontraremos. Estoy seguro de que ella espera que yo discuta, que presione para que sigamos la búsqueda, que la envíe a inspeccionar nuevamente los interminables pasillos y habitaciones, pero no lo hago. Acepto su decisión, aunque sólo sea porque es la misma a la que han llegado sin ayuda de nadie las partes más racionales de mi cerebro. Si Jaycee no está aquí, Jaycee no está aquí. En este momento no puedo pensar en lo que eso significa; no quiero pensar en lo que podría significar.
– Ella seguramente consiguió salir de aquí de alguna manera -sugiere Glenda con voz suave, con un tono racional y protector. Milagrosamente, no está maldiciendo a nadie (la súbita inundación debe de haber lavado su boca), pero apenas si soy capaz de registrar esta victoria de la etiqueta y las buenas costumbres.
– Sí -contesto, y espero que tenga razón.
– Jaycee probablemente escapó y regresó a su apartamento. Tal vez puedas encontrarla allí.
– Si -contesto. Sé que se equivoca. Que yo sepa, Jaycee se ha largado de la ciudad, del país, del mundo. Jamás volveré a ver a Jaycee Holden.
– Vamos -dice Glenda, y la dejo que me ponga el disfraz, que luego me coja del brazo y que me saque de esa habitación, de la clínica, hacia las brillantes calles del Bronx que comienzan a despertarse a una bulliciosa mañana de otoño. El sol arranca destellos de los coches abandonados y de los semáforos rotos, y hace que todo brille con su resplandor.
__Lo ves, Vincent -dice Glenda mientras nos alejamos calle abajo, tratando de añadir un brinco a cada paso, un alegre tropezón en cada tramo-. En una mañana como ésta, incluso el Bronx está lleno de esperanza.
EPÍLOGO
Ha pasado un año y la agencia de investigación privada de Watson y Rubio se ha convertido en la agencia de investigación privada de Rubio y Wetzel. Me llevó algunos meses, pero finalmente permití que los rotulistas quitasen el nombre de Ernie de la ventana exterior de la oficina, aunque hice que lo dejaran en la puerta de lo que en otra época fue su despacho. Lo miro todos los días. Glenda y yo estamos jugando en primera división, trabajando a destajo para ocuparnos de todos los casos que llegan a nuestras manos. De hecho, tenemos que derivar algunos de ellos, pero cada uno al que decimos «no, gracias» me golpea como una aguda punzada de hambre, como si me recordase que hubo un tiempo en el que no tenía absolutamente nada en la nevera salvo una botella de ketchup y un manojo de albahaca.
Hablando de la albahaca y sus malvados primos, acudo regularmente a las reuniones de Herbadictos Anónimos y mí monitor, un alosaurio que solía ser adicto sobre todo a la sal de apio, es el shortstop [5] de los Dodgers, de modo que siempre consigo asientos gratis justo detrás de la base del bateador. Hace doscientos trece días que probé mi última hierba y dentro de una semana me otorgarán mi siguiente estrella dorada. Pequeñas metas, pequeños pasos, pero ésa es la forma de reconstruir una vida.
La llamada investigación del Consejo del asunto McBríde/Vallardo/Burke/Holden fue abortada por orden de instancias superiores invisibles que estaban ansiosas de evitar una catástrofe a gran escala, y yo no estaba dispuesto a arriesgar nuevamente mi pellejo por toda esa mierda. La preocupación era que la población de dinosaurios no fuese capaz de manejar las implicaciones de lo ocurrido -la idea de que alguien tan poderoso se hubiese infiltrado en nuestra sociedad a un nivel tan elevado- y pudiera provocar disturbios, cometer suicidios o provocar un desastre en el mercado de valores. En cualquier caso, mi intervención en este asunto ante el Consejo Nacional fue breve, y sóio tuve que viajar un par de veces a Cleveland para hacer mi declaración.