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El funeral de Dan, celebrado sólo unos días después de regresar yo de Nueva York, fue una ceremonia muy emotiva; estuvieron presentes todos sus compañeros del cuerpo para darle el último adiós. Luego tomamos helados y cáscaras de cerdo. Yo pasé la mayor parte del tiempo sumido en mi dolor, por muchas razones, de modo que supongo que no fui capaz de confortar a los otros invitados, pero fue muy agradable tenerlos junto a mí para que me consolaran.

En privado, Teitelbaum me borró de la lista negra una vez que tuvo todos los detalles de lo que había sucedido en Nueva York, y ahora, aunque de mala gana, nos contrata para que llevemos algunos de los casos de su empresa. Continúa tocándome las pelotas y, tai vez, sólo ha aumentado el tamaño de su cascanueces. Probablemente hizo que Cathy, su secretaria, comprase uno en el aeropuerto de Frankfurt. Su reacción pública ante mi implicación en el asunto McBride fue descontarme dos semanas de paga por extralimitarme en mi trabajo, y luego me dio una bonificación de dos semanas por el prestigio que había aportado a TruTel.

Tengo un coche nuevo, y mi casa está libre de cualquier ejecución hipotecaria. Tengo suficiente dinero en el banco como para soportar sin esfuerzo cualquier mala racha, pero sigo llegando a casa cada noche, me siento delante del televisor, como unos restos-restos-restos recalentados y leo la correspondencia.

Factura: electricidad. Factura: teléfono. Factura: agua. Carta de un amigo de Oregón que me pregunta si he recibido la última carta que me envió. Oferta de Mastercard, impresionante límite de crédito; sólo tengo que firmar sobre la línea de puntos. Otra carta, de una antigua cliente, quejándose porque ya no puede ponerse en contacto conmigo cuando me llama a la oficina; estoy tan jodidamente ocupado, y sería tan amable de llamarla, tiene un caso para mí. Algo acerca de un embalse y derechos de agua en la cuenca de Los Ángeles. Una tarjeta postal con una fotografía cuyos vibrantes colores sobresalen del rectángulo de cartulina llama mi atención. La foto es una vista de una tranquila y desierta playa de arena suave y casi blanca, un océano profundamente azul y un cielo haciendo juego. «Saludos desde Costa Rica», se lee en las recargadas letras amarillas impresas en bajorrelieve en la parte superior. Giro la tarjeta para leer el reverso.

En la parte de atrás no hay nada escrito, excepto mi nombre y dirección, un corazón dibujado sobre las íes en Vincent y Rubio. En cambio, en el recuadro donde debería estar escrita la carta se ven unas extrañas marcas de tinta: tres líneas largas y verticales, que se curvan ligeramente alrededor de cinco líneas pequeñas, éstas punteadas con lo que parecen ser huellas dactilares a medio formar. Huelo la tarjeta, presionándola con fuerza contra la nariz, y creo que puedo percibir el olor de la arena, que puedo percibir el oleaje, que alcanzo a oler ese fresco aroma a pino en una luminosa mañana de otoño.

Mi mirada se desvía hacia un espejo de cuerpo entero que hay al final del corredor. No llevo el disfraz y me demoro contemplando los dientes, el pellejo, las orejas. La nariz, la cola, el morro y las patas. Mirando todo aquello que me convierte en un ser diferente de casi todas las demás criaturas que vagan por la superficie de este planeta.

Exhibo mis garras, desplegándolas en el aire. Son largas, curvadas, retráctiles.

Son huellas de garras las que aparecen en la tarjeta, huellas de garras mezcladas con la temprana formación de unos dedos humanos cortos y gruesos. Ahora lo veo todo claramente; son marcas hechas introduciendo una garra en un tintero y luego presionándola con fuerza contra la cartulina. Un grupo de huellas adultas; un grupo de huellas de bebé. No hay ninguna otra pista, nada escrito en el resto de la tarjeta postal, pero es todo el mensaje que necesito.

Arrojo el resto de mi cena a la basura, apago el televisor y me voy al dormitorio, incapaz de borrar la sonrisa que se ha instalado, sin anunciarse, en mi rostro.

Eric Garcia

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