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– No te acuerdas, ¿verdad? -me espeta, mirándome con dureza.

– ¿De qué?

– Me dijiste que me llevaría de compras a mediados de trimestre. Dijiste que usaría tu tarjeta de crédito. -Cierra los ojos con fuerza-. ¡Ya sabía yo que no lo harías, mierda!

– ¡Tranquilízate! -ordena papá con ese tono de advertencia que usa cuando Cal empieza a descontrolarse.

– Sé que lo dije, Cal, pero hoy no puedo.

Él me mira furioso.

– ¡Pues yo quiero!

Así que tengo que hacerlo. Son las reglas. El punto número dos de mi lista es simple. Debo decir que sí a todo durante un día entero. Sea lo que sea y me lo pida quien me lo pida.

Miro el rostro esperanzado de Cal cuando salimos por la cancela, y de repente siento una punzada de miedo.

– Voy a mandarle un mensaje a Zoey para decirle que hemos salido.

Él me suelta que odia a Zoey, y eso es duro, porque yo la necesito. Necesito su energía. Y el hecho de que siempre ocurran cosas cuando estoy con ella.

– Quiero ir al parque -añade.

– ¿No eres un poco mayor para eso?

– Qué va. Será divertido.

A menudo se me olvida que no es más que un crío, que aún hay un aparte de él a la que le gustan los columpios, los tiovivos y esas cosas. En fin, tampoco va a hacernos daño ir al parque, y Zoey me responde el mensaje diciendo que vale, que de rodas maneras iba a llegar tarde y que vendrá a reunirse con nosotros.

Me siento en un banco y miro a Cal mientras trepa por una telaraña de cuerdas; parece muy pequeño ahí arriba.

– ¡Voy a subir más! -grita-. ¿Subo hasta el final?

– Sí -respondo, porque me lo he prometido. Son las arreglas.

– ¡ Desde aquí se ve el interior de los aviones! ¡Ven a verlo!

Es difícil trepar con un minivestido. Toda la red de cuerdas se bambolea y tengo que deshacerme de los zapatos, que caen al suelo. Cal se ríe de mí.

– ¡Hasta arriba de todo! -me ordena.

Está altísimo, y un niño más feo que Picio sacude las cuerdas desde abajo. Me encaramo hasta la cima, aunque me duele los brazos. Yo también quiero ver el interior de los aviones. Quiero contemplar el viento y atrapar pájaros con las manos.

Lo consigo. Veo el tejado de una iglesia, los árboles que flanquean el parque y las cápsulas de las castañas de Indias a punto de abrirse. El aire es limpio y las nubes están cerca, como si hubiera escalado una pequeña montaña. Miro hacia abajo y veo todos los rostros vueltos hacia arriba.

– Qué alto, ¿eh? -dice Cal.

Sí.

Sí a todo lo que digas, Cal, pero primero quiero sentir el aire en mi rostro. Quiero ver la curva de la tierra moviéndose lentamente alrededor del sol.

– Ya te decía yo que sería divertido.- Tiene la cara radiante de alegría-. ¡Vamos a subirnos a todo!

Hay cola en los columpios, así que nos dirigimos al balancín. Aún peso más que Cal. Aún soy su hermana mayor y aún puedo golpear el suelo con el asiento del balancín, así que él sale disparado hacia arriba, y chilla y ríe cuando cae y se da un buen golpe en el trasero. Se llenará de morados, pero no le importa. Di que sí, sólo di que sí.

Nos subimos a todo. A la casita situada al final de las escaleras en el recinto de arena, tan pequeña que apenas cabemos los dos. A la moto sobre un muelle gigante, que se inclina hacia un lado cuando me monto, como si estuviera borracha, y me rasguño las rodillas con la tierra. Hay una barra de madera donde fingimos ser gimnastas, un alfabeto en forma de serpiente para pasar caminando, el tejo, y una estructura de barras. Luego volvemos a los columpios, donde una cola de madres con sus pañuelos de papel y sus bebes de cara regordeta ponen mala cara al ver que me adelanto a Cal para ocupar el único columpio vacío. El vestido deja al descubierto mis muslos. Eso me hace reír. Hace que me impulse para subir aún más con el columpio. Quizá si subo lo bastante alto, el mundo será distinto.

No veo llegar a Zoey. Cuando Cal la señala, está en la entrada del parque observándonos. Podría llevar horas ahí plantada. Se ha puesto un top que deje el ombligo al aire y una falda que sólo loe tapa el trasero.

– Buenos días -dice cuando vamos a su encuentro-. Ya veo que habéis empezado sin mí.

Me ruborizo un poco.

– Cal quería que lo trajera a los columpios.

– Y tú tenías que decir que sí, por supuesto.

– Sí

Zoey observa a mi hermano pensativamente.

– Nosotras vamos a ir al mercado -le explica-. Vamos a comprar cosas y hablar de la regla, así que te vas a aburrir como una ostra.

Él la mira ceñudo, la cara sucia.

– Yo quiero ir a la tienda de magia.

– Bien, pues ve. Nos vemos luego.

– Tiene que venir con nosotras -intervengo-. Se lo he prometido.

Ella suspira y echa andar. Cal y yo la seguimos.

Zoey era la única chica del colegio a la que no le asustaba mi enfermedad. Sigue siendo la única persona que conozco que camina por la calle como si no hubiera atracos, como si a la gente no la apuñalaran jamás, los coches nunca atropellaran a nadie, las enfermedades no atacaran. Estar con ella es como si me dijeran que se han equivocado y no me estoy muriendo, que se trata de otra persona y que lo mío es un error.

– Menéate -me dice por encima del hombro-. ¡Mueve esas caderas, Tessa!

El vestido es muy corto. Muestra hasta el último centímetro de muslo. Un coche me pita. Un grupo de chicos me come con la mirada las tetas y el culo.

– ¿Por qué tienes que hacer lo que ella diga? -pregunta Cal.

– Porque sí.

Zoey está encantada. Espera que lleguemos a su altura y se coge de mi brazo.

– Te perdono.

– ¿Por qué?

Se inclina hacia mí con aire de complicidad.

– Por comportarte como una patosa con la mierda de polvo que echaste.

– ¡No lo hice mal!

– Sí, sí que lo hiciste. Pero no pasa nada.

– ¡Cuchichear es de mala educación! -dice Cal.

Zoey le da un empujón para que se adelante y tira de mí para acercarme más a ella mientras caminamos.

– Bueno. ¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar? ¿Te harías un tatuaje si yo te lo pidiera?

– Sí.

– ¿Tomarías drogas?

– ¡Quiero tomar drogas!

– ¿Le dirías a ese hombre que lo quieres?

El hombre que señalaba es calvo y más viejo que mi padre. Está saliendo de un quiosco, arranca el celofán a un paquete de cigarrillos y deja que caigo al suelo.

– Sí.

– Pues venga.

El hombre saca el cigarrillo del paquete con unos golpecitos, lo enciende y exhala una bocanada de humo. Me acerco, y él se da la vuelta, medio sonriendo, esperando tal vez a alguien.

– Te quiero -le digo.

Él frunce el entrecejo y luego repara en Zoey, que suelta una risita.

– Vete al cuerno, niña -replica.

Es divertidísimo. Zoey y yo nos sujetamos la una a la otra y nos desternillamos. Cal nos hace mueca de desesperación.

– ¿Podemos irnos ya?

El mercado es un hormiguero. Hay gente empujando por todas partes, como si el día estuviera lleno de urgencias. Por mi lado pasan viejas gordas con sus bolsas de la compra; los padres con cochecito acaparan todo el espacio. Estar aquí rodeada por la luz gris de este día es como estar en un sueño, completamente inmóvil, como si el suelo estuviera pegajoso y mis pies fueran de plomo. Los chicos pasan por mi lado acechantes, con las capuchas bajadas, los rostros inexpresivos. Chicas con las que iba al colegio deambulan por aquí. Ahora ya no me reconocen; hace mucho tiempo que no voy a clases. El aire huele a perritos calientes, hamburguesas y cebolla. Todo está a la venta: gallinas colgadas por las patas, bandejas de callos y despojos, costillares de cerdo que exhiben las costillas partidas. Telas, lanas, encajes y cortinas. En el puesto de juguetes hay perros de peluche que ladran y dan volteretas, y soldados de cuerda que chocan sus platillos. El hombre del puesto me sonríe, señala una muñeca de plástico gigante que está sentada, muda, envuelta en celofán.