– Sólo diez libras, guapa.
Me doy la vuelta, fingiendo no oírlo.
Zoey me mira con severidad.
– Se supone que vas a decir que sí a todo. La próxima vez, compra. Sea lo que sea, ¿de acuerdo? -Sí.
– Bien. Ahora vuelvo. -Y desaparece entre la multitud.
No quiero que se vaya. La necesito. Si no regresa, mi día se reducirá a una visita al parque infantil y un par de silbidos de camino al mercado.
– ¿Estás bien? -pregunta Cal.
– Sí.
– No lo parece.
– Estoy bien.
– Pues yo me aburro.
Y eso es peligroso, porque tendré que decirle que sí si pide regresar a casa.
– Zoey volverá enseguida. Podríamos coger el autobús que cruza la ciudad. O ir a la tienda de magia.
Cal se encoge de hombros y hunde las manos en los bolsillos.
– Ella no querrá.
– Mira los juguetes mientras esperas.
– Los juguetes son un asco.
– ¿Ah, sí? Y o antes venia aquí con papá y los miraba. Todos eran resplandecientes.
Zoey regresa con expresión agitada.
– Scott es un cabrón mentiroso.
– ¿Quién?
– Scott. Me dijo que trabajaba en un puesto, pero he ido y no es verdad.
– ¿El fumeta? ¿Cuándo te lo dijo?
Zoey me mira como si me hubiera vuelto loca y se aleja de nuevo. Va hasta un tenderete de fruta y se inclina sobre las cajas de plátanos para hablar con el vendedor. Él le mira los pechos. Una mujer se me aproxima cargada con unas bolsas de plástico. Me mira a los ojos y yo no aparto la vista.
– Diez chuletas de cerdo, tres paquetes de tocino ahumado y un pollo -me susurra-. ¿Lo quieres?
– Sí.
Me pasa una bolsa, y luego se rasca la costrosa nariz mientras busco el dinero. Le entrego cinco libras y ella hurga en su bolsillo y me da dos de cambio.
– Es un chollo -asegura.
Cal parece un poco asustado cuando la mujer se va.
– ¿Por qué has hecho eso?
– Calla.
En ninguna parte de las reglas dice que haya de gustarme lo que hago. Dado que sólo me quedaba doce libras, me pregunto si debo cambiar las reglas para decir sí sólo a las cosas que sean gratis. La bolsa gotea sangre a mis pies. Me pregunto si tengo que quedarme con todo lo que compro.
Zoey regresa, repara en la bolsa y me la arranca de la mano.
– ¿Qué demonios es esto? -Echa un vistazo al contenido-. ¡Parecen trozos de perro muerto! -La tira en una papelera y luego se gira hacia mí sonriendo-. He encontrado a Scott. Al final sí que trabaja aquí. Jake está con él. Vamos.
Mientras nos abrimos paso entre la multitud, Zoey me dice que ha visto a Scott varias veces desde que estuvimos las dos en su casa. No me mira al contármelo.
– ¿Por qué no me lo habías dicho?
Resulta chocante ver a los chicos a la luz del día, detrás de un puesto que ofrecen linternas y tostadoras, relojes y teteras. Parecen mayores de lo que recordaba.
Zoey se mete detrás del tenderete para hablar con Scott. Jake me saluda con la cabeza.
– ¿Todo bien?
– Sí.
– ¿De compras?
Está distinto… sudoroso y vagamente incómodo. Una mujer se acerca y Cal y yo nos apartamos para dejarle paso. Compra cuatro pilas. Cuestan una libra. Jake se las pone en una bolsa de plástico y coge el dinero. La mujer se va.
– ¿Necesitas pilas? -me pregunta Jake sin acabar de mirarme a los ojos-. No tienes que pagarlas.
Hay algo en su manera de decirlo, como si me estuviera haciendo un favor, como si compadeciera y quisiera demostrar que es un tío decente; esto me indica que lo sabe. Zoey se lo ha dicho. Veo la culpa y la compasión en sus ojos. Se ha tirado a una chica moribunda y ahora tiene miedo. Podría ser contagioso; mi enfermedad le ha rozado en el hombro y quizá ahora lo aceche.
– ¿Las quieres o no? -Coge un paquete y lo agita delante de mí.
– Sí -digo, y me trago la decepción cuando recojo sus estúpidas pilas y las meto en el bolso.
Cal me da un codazo en las costillas.
– ¿Podemos irnos ya?
– Sí.
Zoey rodea la cintura de Scott.
– De eso nada -dice-. Vamos a ir a su casa. Dentro de media hora tienen el descanso para comer.
– Tengo que acompañar a Cal.
Zoey sonríe al acercarse. Está preciosa, como si Scott la hubiera revitalizado.
– ¿No se supone que has de decir sí a todo?
– Cal me lo ha pedido primero.
Zoey frunce el entrecejo.
– Tiene ketamina en su casa. Todo está arreglado. Tráete a Cal si quieres. Ya le dejarán alguna cosa, una PlayStation o algo así.
– Se lo has contado a Jake.
– ¿El qué?
– Lo mío.
– Qué dices. Claro que no. -Se ruboriza, y ha de tirar el cigarrillo al suelo y pisarlo para no tener que mirarme.
Ya me imagino cómo fue.se presentó en su casa, les hizo liar un canuto e insistió en dar ella la primera calada, profunda, mientras los dos la contemplaban. Luego se dejo caer al lado de Scott y dijo: «Oye, ¿os acordáis de Tessa?» Y entonces se lo contó. Puede que incluso sollozara un poco. Apuesto a que Scott la rodeó con el brazo. Apuesto a que Jake se acabó el canuto para no tener que pensar en ello.
Agarro a Cal de la mano y me lo llevo. Lejos de Zoey, lejos del mercado. Tiro de él para bajar por la escalera que hay detrás de los puestos y da al camino de sirga que bordea el canal. -¿Adónde vamos? -se queja él.
– Cállate.
– Me estás asustando.
Lo miro a la cara y no me importa.
A veces sueño que deambulo por la casa, saliendo y entrando de las habitaciones, y que nadie me reconoce. Me cruzo con papá en la escalera y me saluda con la cabeza cortésmente, como si hubiera ido a limpiarle la casa, o como si realmente fuese un hotel. Cal me mira con suspicacia cuando entro en mi habitación. Dentro, han desaparecido todas mis cosas y hay otra chica en mi lugar, una chica que lleva un vestido floreado y tiene los labios brillantes y las mejillas firmes como manzanas. Creo que es mi vida paralela. Una vida en la que estoy sana, en la que Jake se alegraría de conocerme.
En la vida real, arrastro a mi hermano por el camino hacia la cafetería con vistas al canal.
– Será estupendo. Vamos a tomar helado, chocolate caliente y Coca-Cola.
– Tú no puedes tomar azúcar. Se lo diré a papá.
Le aprieto la mano con más fuerza. Poco antes de la cafetería hay un hombre en el camino. Va en pijama y está mirando el canal. En la boca se le consume un cigarrillo.
– Quiero ir a casa -dice Cal.
Pero yo quiero enseñarle las ratas del camino de sirga, la manía de la gente por evitar lo que es difícil, el hecho de que ese hombre en pijama sea más real que Zoey, que viene al trote detrás de nosotros con su enorme bocaza y su estúpido pelo rubio.
– Vete -le espeto sin darme la vuelta.
Ella me agarra por el brazo.
– ¿Por qué ha de ser todo tan complicado contigo?
La aparto de un empujón.
– No lo sé, Zoey. ¿Tú qué crees?
– No es ningún secreto. Mucha gente sabe que estás enferma. A Jake no le importó, pero ahora cree que eres un bicho raro.
– Soy un bicho raro.
Ella me mira entornando los ojos.
– Creo que te gusta estar enferma.
– ¿Eso crees?
– No soportas ser normal.
– Sí, claro, tienes razón, es estupendo. ¿Quieres cambiarte conmigo?
– Todo el mundo muere -dice, como si acabara de ocurrírsele y no le importa que le pasara a ella.
Cal me tira de la manga.
– Mira.
El hombre del pijama se ha metido en el canal. Chapotea con los pies y las manos en el agua. Nos observa inexpresivamente, luego sonríe mostrando varios dientes de oro. Noto un cosquilleo en la columna.
– ¿Les apetece nadar, señoritas? -nos grita. Tiene acento escocés. Nunca he estado en Escocia. -Ve con él -dice Zoey-. ¿Por qué no te metes?
– ¿Me estás pidiendo que lo haga?