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Ella me sonríe maliciosamente.

– Sí.

Echo un vistazo a las mesas de la terraza de la cafetería. La gente nos observa. Creerán que soy una yonqui, una psicópata, una pirada. Me enrollo el vestido y me lo meto por las bragas. -¿Qué estás haciendo? -pregunta Cal, asombrado-. ¡Todo el mundo nos mira!

– Pues haz como si no me conocieras.

– ¡Ya lo creo!

Se sienta resueltamente en la hierba mientras me quito los zapatos.

Hundo el dedo gordo en el agua. Está tan fría que se me queda toda la pierna dormida.

Zoey me toca el brazo.

– No lo hagas, Tess. No lo decía en serio. No seas idiota.

¿Es que no lo entiende?

Me meto hasta los muslos y los patos se alejan alarmados. No hay mucha profundidad; el agua está un poco turbia, seguramente por la porquería del fondo. En este canal nadan ratas. La gente arroja aquí latas y carritos de la compra, jeringuillas y perros muertos. Los dedos de los pies se me hunden en el lodo.

Dientes de Oro me saluda con la mano, ríe avanzando hacia mí, golpeando el agua a los lados. -Buena chica -masculla.

Tiene los labios azulados y la dentadura le brilla. Tiene una brecha en la cabeza y la sangre le mana desde el nacimiento del pelo hacia los ojos. Viéndolo, siento aún más frío.

Un hombre sale de la cafetería agitando una servilleta.

– ¡Eh! -grita-. ¡Eh, sal de ahí! -Lleva delantal y le tiembla el vientre cuando se inclina hacia mí para ayudarme a salir-. ¿Estás loca? Podrías pillar algo en esa agua. -Se gira hacia Zoey-. ¿Es amiga tuya?

– Lo siento -contesta ella-. No he podido impedírselo. -Se echa el pelo hacia atrás para que entienda que no es culpa suya. Detesto que haga eso.

– No es amiga mía -le digo al hombre-. No la conozco.

Zoey aprieta la boca y el hombre se vuelve de nuevo hacia mí, desconcertado. Me tiende la servilleta para que me seque las piernas. Luego me dice que estoy loca. Y que todos los jóvenes son unos drogadictos. Veo a Zoey alejándose mientras él me reprende. Se hace cada vez más pequeña hasta desaparecer. El hombre me pregunta dónde están mis padres; pregunta si conozco a Dientes de Oro, el cual trepa ahora por la orilla opuesta del canal y ríe a carcajada. El hombre chaquea la lengua varias veces, pero luego me lleva a la cafetería, me obliga a sentarme y me trae una taza de té. Le echo tres azucarillos y lo tomo a sorbitos. La gente me mira. Cal parece muy pequeño y asustado.

– ¿Qué haces? -susurra.

Voy a echarlo de menos que me entran ganas de darle un buen coscorrón. También me entran ganas de llevarlo a casa y dejarlo con papá antes de que por mi culpa nos perdamos los dos. Pero en casa todo es aburrido. Allí puedo decir a todo que sí porque papá no me pide que haga nada real.

El té me calienta el estómago. El cielo pasa de un gris apagado a un tono luminoso y de nuevo al gris en un instante. Ni siquiera el tiempo sabe muy bien qué hacer y se mueve a trompicones de un ridículo acontecimiento a otro.

– Cojamos al bus -digo.

Me levanto, me sujeto a la mesa y vuelvo a calzarme los zapatos. La gente finge no mirarme, pero noto sus ojos clavados en mí. Eso hace que me sienta viva.

Capítlo 11

– ¿Es cierto? -pregunta Cal de camino a la parada de autobús-. ¿Te gusta estar enferma?

– A veces.

– ¿Por eso te has metido en el agua?

Me detengo y lo miro directamente a los ojos. Son claros y azules, como motas grises como los míos. Tenemos fotos suyas y mías a la misma edad y nos se nos distingue.

– Me he metido en el agua porque tengo una lista de cosas para hacer. Hoy debo decir sí a todo.

Cal reflexiona al respecto, tarda unos segundos en comprender las implicaciones, y luego sonríe de oreja a oreja.

– Entonces, ¿tienes que decir sí a todo lo que te pida?

– Eres un niño muy inteligente.

Subimos al primer autobús que pasa y nos sentamos en la parte de arriba, al fondo.

– Vale -susurra Cal-. Sácale la lengua a ese hombre.

Le encanta cuando obedezco.

– Ahora hazle el signo de la victoria a esa mujer de la acera… ahora lánzales besos a esos chicos.

– Sería más divertido si tú lo hicieras conmigo.

Hacemos muecas, saludamos a todo el mundo, gritamos "mocos", "culo" y "pilila" a pleno pulmón. Cuando apretamos el botón para solicitar la parada, estamos solos en la plataforma de arriba. Todo el mundo nos detesta, pero nos da igual.

– ¿Adónde vamos? -pregunta Cal.

– De compras.

– ¿Has traído la tarjeta de crédito? ¿Vas a comprarme algo?

– Sí.

Primero compramos un HoverCopter teledirigido, capaz de elevarse y volar hasta diez metros de altura. Cal tira el envoltorio en la papelera que hay a la entrada de la tienda y lo prueba en la calle. Caminamos detrás del aparato, deslumbrados por sus luces multicolores, hasta llegar a la lencería.

Pido a Cal que se siente dentro de la tienda, como todos los hombres que esperan a sus mujeres. Es maravilloso quitarse la ropa no para un examen médico, sino para una mujer de voz amable que me toma las medidas para un carísimo sujetador de encaje.

– Lila -respondo cuando me pregunta el color. Y también quiero las bragas a juego.

Después de pagar, me entrega el conjunto en una elegante bolsa de asas plateadas.

A continuación le compro a Cal un robot-hucha parlante. Luego escojo unos tejanos para mí, el mismo modelo pitillo prelavado que tiene Zoey.

Cal elige un juego de PlayStation. Yo, un vestido. Es de seda esmeralda y negra, y es lo más caro que me he comprado en mi vida. Me miro en el espejo parpadeando, dejo el vestido húmedo en el probador y vuelvo con Cal.

– Guay -aprueba al verme-. ¿Queda dinero para un reloj digital?

Le compro también un despertador que proyecta la hora en tres dimensiones sobre el techo de la habitación.

Después son unas botas. De piel, con cremallera y un poco de tacón. Y una bolsa de viaje en la misma tienda para meter todas las compras.

Tras una visita en la tienda de magia, tenemos que adquirir una maleta con ruedas para meter la bolsa. Cal disfruta guiándola, pero me pasa por la cabeza la idea de que si compramos más cosas, tendré que comprar un coche para llevar la maleta. Y un camión para el coche. Y un barco para el camión. Compraremos un puerto, un océano, un continente.

El dolor de cabeza empieza en el McDonald's. Es como si de repente alguien me arrancara el cuero cabelludo y hurgara en mi cerebro. Me siento mareada y con náuseas, y el mundo se me echa encima. Tomo paracetamol, aunque sólo me aliviará un poco.

– ¿Te encuentras bien? -pregunta Cal.

– Sí.

Sabe que miento. Está ahíto de comida y satisfecho como un rey, pero hay miedo en sus ojos.

– Quiero irme a casa.

Tengo que decir que sí. Los dos fingimos que no es por mí.

Me quedo en la acera esperando mientras él para un taxi, apoyada en la pared para no caer.

No voy a terminar este día con una transfusión. Hoy no van a introducirme sus obscenas agujas en el cuerpo.

En el taxi, la mano de Cal es pequeña y amistosa y se acopla perfectamente a la mía. Trato de disfrutar el momento. No se ofrece a menudo a cogerme la mano.

– ¿Nos reñirá mucho papá? -pregunta.

– Bah. ¿Qué puede hacernos?

Ríe.

Entonces, ¿podemos repetirlo otro día?

– Claro.

– ¿Podemos ir a patinar sobre hielo la próxima vez?

– De acuerdo.

Sigue parloteando sobre rafting en aguas bravas, dice que le gustaría montar a caballo y que no le importaría probar el banyi. Miro por la ventanilla con la cabeza a punto de estallar. La luz se refleja en los muros y las caras, y me llega, brillante y cercana, como cien fuegos ardientes.

Capítulo 12

Sé que estoy en un hospital en cuanto abro los ojos. Todos huelen igual, y la vía que tengo sujeta al brazo es dolorosamente familiar. Intento incorporarme, pero la cabeza me estalla y la bilis me sube a la garganta.