Una enfermera acude corriendo con un recipiente de cartón, pero llega demasiado tarde. La mayor parte me cae encima y en las sábanas.
– No importa -dice-. Ahora mismo lo limpiamos.
Me limpia la boca y luego me ayuda a colocarme de lado para desatarme el camisón.
– El médico vendrá enseguida.
Las enfermeras nunca te dicen lo que saben. Las contratan por su actitud risueña y su espeso cabello. Es precioso que parezcan vitales y saludables, para animar a los pacientes.
Sigue charlando mientras me ayuda a ponerme un camisón limpio; me cuenta que antes vivía cerca del océano en Sudáfrica.
– Allí el sol está más cerca de la tierra y siempre hace calor.
Tira de las sábanas para quitarlas y saca otras limpias como por arte de magia.
– En Inglaterra siempre tengo los pies fríos. Bueno, vamos a darnos la vuelta otra vez. ¿Lista? Eso es, ya está. Ah, justo a tiempo, aquí llega el médico.
Es calvo, de piel blanca y de mediana edad. Me saluda cortésmente y acerca la silla que hay bajo la ventana para sentarse junto a la cama. No pierdo la esperanza de que en algún hospital de este país acabe tropezando con el médico perfecto, pero nunca son como espero. Quiero un mago con capa y varita, o un caballero con espada, alguien que no tema a nada. Éste es tan soso y educado como un vendedor.
– Tessa, ¿sabes lo que es la hipercalcemia?
– Si digo que no, ¿puedo tener otra cosa?
Se queda desconcertado, y ahí está el problema, que nunca captan el chiste. Ojalá tuviera un ayudante. Un bufón estaría bien, alguien que le hiciera cosquillas con una pluma mientras da su opinión médica.
Hojea el gráfico que tiene sobre el regazo.
– La hipercalcemia se produce cuando los niveles de calcio suben demasiado. Te estamos dando bifosfonatos, que te bajarán esos niveles. Ya deberías sentirte mucho menos desorientada y sin náuseas.
– Siempre estoy desorientada.
– ¿Alguna pregunta?
Me mira con aire expectante, y lamento defraudarlo, pero ¿qué voy a preguntarle a este hombrecillo vulgar?
Me dice que la enfermera me dará algo para dormir mejor. Se levanta y se despide con una inclinación de cabeza.
Éste es el momento en que el bufón llenaría el suelo de pieles de plátano y luego vendría a sentarse conmigo en la cama. Y nos reiríamos a espaldas del médico cuando resbalara.
Es de noche cuando despierto, y no recuerdo nada. Me entra el pánico. Trató de combatirlo durante unos diez segundos, pataleando entre las sábanas retorcidas, convencida de que me han raptado o algo peor.
Papá se acerca presuroso, me acaricia la cabeza, susurra mi nombre una y otra vez como un encantamiento mágico.
Y entonces lo recuerdo. Me he metido en un río, he llevado a Cal a gastar dinero a lo loco, y ahora estoy en el hospital. Pero los instantes en blanco han hacho que el corazón me lata tan deprisa como a un cangrejo, porque durante un momento he olvidado realmente quién soy.
No era nadie, y ahora sé que volverá a suceder.
Papá me sonríe.
– ¿Quieres agua? ¿Tienes sed?
Me sirve un vaso, pero yo lo rechazo moviendo la cabeza y él vuelve a dejarlo sobre la mesilla.
– ¿Sabe Zoey que estoy aquí?
Busca a tientas en la chaqueta y saca un paquete de cigarrillos. Se acerca a la ventana y la abre. Entra aire frío.
– Aquí no se puede fumar, papá.
Cierra la ventana y se guarda los cigarrillos.
– No -contesta-. Supongo que no.
Viene a sentarse otra vez y me coge la mano. Me pregunto si también él ha olvidado quién es. -He gastado un montón de dinero, papá.
– Lo sé. No importa.
– Pensaba que a lo mejor no aceptarían mi tarjeta pero en ninguna d las tiendas a las que he ido han puesto pegas. De todas maneras, tengo los tiques de compra, así que podemos devolverlo todo.
– Calla. No pasa nada.
– ¿Está bien Cal? ¿Se ha asustado?
– Lo superará. ¿Quieres verlo? Está fuera en el pasillo, con tu madre.
En los últimos años, jamás han venido los tres juntos a visitarme. De repente estoy asustada. Entran muy serios, Cal aferrado a la mano de mamá y ella con aspecto de sentirse fuera de lugar; papá les sujeta la puerta. Los tres se aproximan a la cama y me miran. Es como una premonición del día que acabará llegando. Más adelante. Ahora no. Un día en que no podré verlos cuando me miren, si sonreírles, ni decirles que dejen de asustarse y se sienten.
Mamá acerca una silla, se inclina sobre mí y me besa. El olor familiar -el detergente que utiliza, la esencia de naranja con que rocía el cuello- me da ganas de llorar.
– ¡Me has asustado! -exclama, sacude la cabeza como si no diera crédito.
– Yo también me he asustado -susurra Cal-. Te desmayaste en el taxi y el taxista creía que estabas borracha.
– ¿Ah, sí?
– Yo no sabía qué hacer. Me dijo que tendría que pagarle más si vomitabas.
– ¿Vomité?
– No.
– Entonces, ¿le dijiste que se fuera a la mierda?
Cal sonríe, pero le tiemblan las comisuras.
– No.
– ¿Quieres sentarte aquí?
Niega con la cabeza.
– ¡Oye, Cal, no llores! Ven a sentarte en la cama conmigo, vamos. Intentaremos recordar todo lo que compramos.
Pero él se sienta en el regazo de mamá. No creo haberle visto hacer eso nunca. No sé si papá lo habrá visto. Incluso Cal parece sorprendido. Se apoya en el hombro de mamá y se echa a llorar. Ella le acaricia la espalda, trazando círculos con la mano. Papá mira por la ventana y yo extiendo los dedos sobre la sábana. Son muy delgados y blancos, como de vampiro, que absorben el calor de las personas.
– Siempre quise un vestido de terciopelo cuando era pequeña -dice mamá-. Uno verde con cuello de encaje. Mi hermana tuvo uno y yo no, así que sé muy bien lo que es desear cosas bonitas. Si otra vez te apetece ir de compras, Tessa, iré contigo. -Abarca toda la habitación con un exagerado ademán-. ¡Iremos todos!
Cal se endereza para mirarla.
– ¿De verdad? ¿Yo también?
– Tú también.
– ¡Me pregunto quién pagará! -resopla papá con sorna desde la ventana, sentado en el alféizar. Mamá sonríe, seca las lágrimas de Cal con el dorso de la mano y lo besa en la mejilla.
– Saladas -dice-. Saladas como el mar.
Papá la mira. Me pregunto si ella sabe que la está mirando.
Entonces mamá se lanza a contar una historia sobre su mimada hermana Sarah y un poni llamado Tango. Papá se echa a reír y le dice que no puede quejarse de haber pasado privaciones en la infancia. Para fastidiarlo, ella replica que le dio la espalda a su familia para casarse con él y vivir pobremente. Y Cal practica un truco de magia con una moneda, pasándose una libra de una mano a la otra y abriendo luego un pañuelo para mostrar que ha desaparecido.
Es agradable oírlos charlar, cómo se deslizan las palabras de uno a otro. Los huesos no me duelen tanto con los tres cerca de mí. Tal vez si me quedo muy quieta no se fijarán en la pálida luna que veo por la ventana, ni oirán el carrito de los medicamentos que llega rodando por el pasillo. Podrían quedarse toda la noche. Podríamos divertirnos, contando chistes e historias hasta el amanecer.
Pero al final mamá dice:
– Cal está cansado. Lo llevaré a casa y lo meteré en la cama -Se gira hacia papá-. Nos veremos allí.
Se despide dándome un beso, luego lanza otro desde la puerta. Lo noto de verdad aterrizando en mi mejilla.
– Hasta luego -dice Cal.
Y se marcha.
– ¿Mamá va a quedarse en casa? -le preguntó a papá.
– Parece lo mejor por esta noche.
Viene hacia mi cama, se sienta en la silla y me coge la mano.
– ¿Sabes? Cuando eras un bebé, tu madre y yo nos pasábamos la noche despiertos mirando cómo respirabas. Estábamos seguros de que se te olvidaría hacerlo si dejábamos de mirar. – Su mano ha cambiado, se le ha suavizado el contorno de los dedos-. Puedes reírte si quieres, pero es cierto. La angustia se alivia cuando los hijos se hacen mayores, pero jamás desaparece. Me preocupo por ti todo el tiempo.