Adam niega con la cabeza.
– Pues noto como si se me encogiera la tráquea.
– Se te pasará. -Pero el miedo asoma a su rostro.
Zoey lo fulmina con la mirada.
– ¿Nos has dado demasiado?
– ¡No! No pasa nada… Tessa sólo necesita tomar un poco de aire.
Pero en su voz hay cierta vacilación. Apuesto a que está pensando lo mismo que yo, que soy diferente, que mi cuerpo reacciona de un modo diferente, que tal vez esto sea un grave error. -Vamos, salgamos un momento.
Me levanto y lo sigo por el recibidor hasta la puerta de la calle.
– Espera -dice-, iré por un abrigo.
La puerta delantera de la casa está sumida en la penumbra. Me quedo esperando en el umbral, tratando de respirar hondo para que no me entre el pánico. Al pie del escalón hay un sendero que conduce al acceso para coches y al coche de la madre de Adam. Hay hierba a ambos lados del camino. No sé por qué, pero la hierba parece diferente. No es sólo el color, sino lo corta que está, como una cabeza afeitada. Mientras la miro, resulta cada vez más evidente que el escalón y el sendero son lugares seguros, pero la hierba es malévola.
Me agarro al pomo de la puerta para no resbalar y caer. Al sujetarlo, reparo en que la puerta tiene un agujero que semeja un ojo. Toda la madera de la puerta parece conducir hacia ese ojo en espirales y nudos, como si la puerta se deslizara hacia dentro de sí misma en círculos y volviera a salir. Es un movimiento lento y sutil. Lo contemplo durante horas. Luego aplico el ojo al agujero, pero dentro todo está borroso, así que entro de nuevo en el vestíbulo, cierro la puerta y miro por el agujero desde el otro lado. El mundo se ve muy diferente desde aquí dentro, la entrada para coches se alarga hasta convertirse en un hilo.
– ¿Qué tal la garganta? -pregunta Adam reapareciendo en el vestíbulo, y me ofrece un abrigo. -¿Has mirado alguna vez por aquí?
– ¡Tienes las pupilas dilatadas! Ven, salgamos. Ponte el abrigo.
Es una parca con capucha forrada de piel. Adam me cierra la cremallera. Me siento como una niña esquimal.
– ¿Dónde está tu amiga?
Durante un momento no sé de quién habla; luego recuerdo a Zoey y me alegra el corazón. -¡Zoey! ¡Zoey! -lamo-. Ven a ver esto.
Ella sonríe cuando llega al vestíbulo, con unos ojos profundos y oscuros como el invierno.
– ¡Tus ojos! -exclamo.
Ella me mira con asombro.
– ¡Los tuyos también!
Nos acercamos mirándonos hasta que nuestras narices se tocan.
– En la cocina hay una alfombrilla que contiene un mundo entero -susurra.
– Lo mismo le pasa a la puerta. Las cosas cambian de forma al mirar por el agujero. -Enséñamelo.
– Perdón -interviene Adam-. No quiero estropear este momento, pero ¿a alguien le apetece dar una vuelta?
Saca unas llaves de coche del bolsillo y nos las enseña. Son increíbles.
Salimos fuera. Apunta con las llaves al coche y éste nos saluda con un pitido. Bajo el escalón y camino por el sendero con mucha cautela, aconsejo a Zoey que haga lo mismo pero no me oye. Baila en la hierba y parece estar bien, así que tal vez las cosas sean diferentes para ella.
Me siento delante con Adam; Zoey se sienta atrás.
Esperamos un minuto y luego Adam dice:
– Bueno, ¿qué te parece?
Pero no voy a contarle nada.
Me fijo en el cuidado con que pone las manos en el volante.
– Me encanta este coche -dice.
Sé a qué se refiere. Estar aquí sentada es como estar sentada dentro de un buen reloj.
– Era de mi padre. A mi madre no le gusta que lo conduzca.
– ¡Entonces quizá deberíamos quedarnos aquí quietos! -exclama Zoey desde atrás-. ¡ Eso sí que sería divertido!
Adam se gira y habla muy despacio.
– Voy a llevaros a dar un paseo. Sólo digo que a mi madre no le hará ninguna gracia.
Zoey se tumba en el asiento trasero y mira el techo sacudiendo la cabeza con incredulidad. -¡Cuidado con los zapatos! -exclama Adam.
Ella vuelve a sentarse rápidamente y lo apunta con el dedo.
– ¡Mírate! ¡Pareces un perro a punto de cagar donde no debe!
– Cállate -espeta él, y es una sorpresa para mí, porque no sabía que fuera capaz de hablar así. Zoey se recuesta en el asiento.
– Tú conduce, tío -masculla.
Ni siquiera me doy cuenta de que ha puesto el motor en marcha. Es tan silencioso que no se oye. Cuando salimos a la carretera y las casas y los jardines de nuestra calle quedan atrás, estoy contenta. Este viaje me abrirá nuevas puertas.
Mi padre dice que los músicos escriben sus mejores canciones cuando están colocados. Voy a descubrir algo asombroso. Lo sé. Y lo traeré de vuelta conmigo. Como el Santo Grial.
Abro la ventanilla y saco la cabeza, los brazos y la mitad superior del cuerpo. Zoey hace lo mismo en la parte de atrás. Noto el aire con fuerza. Me siento muy despierta. Veo cosas que nunca he visto, mis dedos alcanzan otras vidas: la chica guapa que mira a su novio y espera muchas cosas de él, el hombre de la parada del autobús que se mesa el cabello, diseminando escamas de piel relucientes, dejando trozos de sí mismo esparcidos por la tierra; y el niño que llora a su lado, comprendiendo la desesperanza que hay en todo eso.
– Mira, Zoey.
Señalo una casa con la puerta abierta, un vestíbulo que se vislumbra, una madre que besa a su hija. La chica vacila en el umbral. "Te conozco -pienso-. No tengas miedo."
Zoey ha sacado casi todo el cuerpo por la ventanilla, agarrándose al techo. Su rostro aparece junto a mi ventanilla. Parece una sirena en la proa de un barco
– ¡Vuelve a meterte en el puñetero coche! -le grita Adam-. ¡Y quita los pies del puñetero asiento!
Ella vuelve a sentarse, desternillándose de risa.
A esta parte de la calle la llaman la Milla del Atracador.
Mi padre siempre lee noticias en el periódico que hablan de este sitio, donde se comenten actos de violencia motivados por la pobreza y la desesperación. Pero cuando aceleramos y las vidas de los demás pasan volando por nuestro lado, veo lo hermosa que es la gente. Yo moriré primero, lo sé, pero todos ellos se reunirán conmigo, uno por uno.
Cortamos por calles laterales. El plan, según Adam, es ir al bosque. Hay un parque y una cafetería donde no nos conocen.
– Allí podréis hacer el loco sin que os reconozca nadie. Además no está lejos, así que regresaremos a tiempo para el té.
– ¿Estás loco? -grita Zoey-. ¡Parece Enid Blyton! ¡Quiero que todo el mundo sepa que estoy colocada y no quiero ningún puto té!
Vuelve a sacar el cuerpo por la ventanilla y lanza besos a los desconocidos. Me recuerda a Rapúnzel escapando con el cabello agitado por el viento. Pero entonces Adam frena de golpe y Zoey se da un fuerte golpe en la cabeza contra el techo.
– ¡Joder! ¡Lo has hecho aposta! -se deja caer de nuevo en el asiento de atrás, frotándose la cabeza y gimiendo.
– Perdona -dice Adam-. Tengo que poner gasolina.
– Gilipollas.
Él se apea y rodea el coche por detrás para coger la manguera del surtidor. De repente Zoey parece dormida, tirada en el asiento trasero, chupándose el pulgar. Tal vez tenga una conmoción.
– ¿Estás bien? -pregunto.
– ¡Va para ti! -sisea-. Intenta deshacerse de mí para quedarse a solas contigo. ¡No debes permitírselo!
– No creo que sea cierto.
– ¡Como si tú fueras a darte cuenta!
Vuelve a meterse el pulgar en la boca y gira la cara. La dejo a su aire, bajo del coche y voy a hablar con el hombre de la ventanilla. Tiene una cicatriz como un río plateado que baja desde el nacimiento del pelo hasta el caballete de la nariz. Se parece a mi difunto tío Bill.
Se inclina sobre su pequeño escritorio.
– ¿Número? -dice.
– Ocho.
Su expresión es de desconcierto.
– No, el ocho no.
– Vale, pues el tres.
– ¿Dónde está tu coche?
– Allí.
– ¿El Jaguar?